El barrio de los prodigios
Superada la amenaza de lluvia, la Semana Santa de Málaga volvió a hacerse espléndida en la Victoria, allí donde todo parece empezar siempre de cero. Bien lo saben El Rocío y El Rescate.
LOS moradores del Jardín de los Monos parecen sacados de una novela de Beckett. Sentados en los bancos o en los bordillos del recinto conversan sin apenas moverse, parapetados bajo sus gorras, mal afeitados, con la lata de cerveza en la mano y si alguien se enrolla un pitillo en la otra. Cuando se incorporan, tal vez para expresar mayor vehemencia en sus argumentos, lo hacen casi siempre tambaleándose. Y a menudo parecen discutir asuntos trascendentes, en tono irascible, como si se llevaran mal, aunque cada día están los mismos: cada uno de ellos no puede pasar sin el resto. Alguno se baja una radio de vez en cuando, pero incluso así siguen conversando con la emisión del transistor de fondo. Ayer, la radio que sostenía uno de ellos, muy delgado, con las piernas cruzadas como un pájaro, anunciaba noticias terribles desde Bruselas. El habitual gesto de contrariedad que estos hombres sostienen, con los ojos muy abiertos entre sus rostros enjutos y consumidos, se multiplicaba a la hora en que la humanidad almuerza. Los más espabilados expresaban en voz alta su indignación y su lectura geopolítica de los hechos, pero el ambiente, aunque no faltaran las cervezas ni los pitillos, se resolvía de manera más sombría. Ni ganas había de sacarle un euro al primer pringado que pretendiera aparcar en la plaza. En esto, un automóvil de gran volumen se detuvo justo frente a ellos e ipso facto desembarcó una banda de música con los uniformes ya puestos y los instrumentos en ristre, todos jóvenes, repeinados, masticadores de chicle, sonrientes y exhaladores de perfume de gama media a gran distancia. Sin decir esta boca es mía se pusieron a limpiar metales, afinar boquillas y templar parches, y en gesto solidario el hombre de las piernas cruzadas apagó la radio. No hacía falta. El espectáculo ya se había instalado frente a ellos. Para entonces ya llevaban los nazarenos un buen rato desfilando hacia la anexa plaza Marcelino Champagnat, con sus capirotes llevados en jarra. Pero justo a partir de la llegada de los músicos se armó una marimorena aún más golosa: la gente comenzó a apresurarse hasta conformar un río que buscaba su mejor desembocadura. El Rocío se disponía a salir en un Martes Santo todavía empañado por algunas nubes pero que prometía, por fin, el esplendor negado hasta ahora a la Semana Santa. Los protagonistas de aquella venturosa adaptación de Fin de partida se limitaron a observar los acontecimientos, encogerse de hombros y apurar sus Skol. El mundo era ya otro muy distinto. La Policía había cortado el tráfico, los bares estaban repletos y el río ampliaba su crecida. Pero así es el barrio de la Victoria, especialmente cuando de un Martes Santo se trata: todo empieza aquí de cero, año tras año, como si la cosmogonía de Hesíodo revistiese carácter periódico en consonancia con el calendario litúrgico. Lo cierto es que si algún día ha apetecido empezar de cero, ése fue ayer.
Porque mientras el Nazareno de los Pasos se asomaba a la calle y ponía rumbo al Altozano, los bares del Compás no daban abasto ante una clientela que había decidido no pensárselo mucho ante el buen tiempo. Junto a la misma casa hermandad, de hecho, el aroma a incienso se confundía con los olores de las frituras del bar de al lado. Lo de salir a las 15:00 tiene su aquél: entre el público se confundían quienes se persignaban, quienes movían los labios rezando sus oraciones, quienes aplaudían entregados al ardor de la Marcha Real, quienes daban cuenta de sus cervecitas (éstas unas Heineken, que conste), quienes remataban una media de ensaladilla rusa con más arte que Curro Romero entrando a matar y quienes lo hacían todo a la vez . Tal jaleo, oigan, sin salir de la misma plaza. Pero poco más tarde, cuando tocaba esperar la salida del Rescate, uno podía encontrarse a Eugenio Chicano, que es quien realmente manda aquí, alternando en Casa Mira. En otros extremos de la ciudad, Nueva Esperanza surcaba su particular odisea desde Nueva Málaga dispuesta a conquistar Troya y las Penas se preparaba para salir en Pozos Dulces, tocada por el de nuevo asombroso manto de flores que tantos corazones encogería por la noche en San Agustín. Pero mientras el Rocío estrenaba puesta de largo en la calle Nueva, la calle Agua era en su estrechez una puerta que parecía abierta para todo el mundo, con el ambiente festivo que tradicionalmente acompaña a la salida de la procesión: los vendedores de globos despachaban a Doraemon y Dora la exploradora con agradecida soltura, los puestos de bebidas y golosinas hacían su agosto y hasta las nuevas fruterías del barrio, regentadas por árabes, surtían de ciruelas y las primeras fresas de la temporada a los incondicionales más caprichosos. Ya aquí el mundo era necesariamente otro, engendrado y traído por vez primera en este rito que se repite siempre igual: los afortunados propietarios con balcones a la calle Victoria admiraban el desfile mientras se ponían hasta arriba de Torrijas, y en las aceras repletas algunos inconscientes pretendían pasear al perro. Entre lo cotidiano y lo mitológico, entre piadosos entregados de antemano y miradas ajenas, María Santísima de Gracia sorteó la curva con la mayor pericia de los hombres de trono, cuando el desfile apuntaba ya hacia la Plaza de la Merced, más allá, lejos al cabo de este enclave en el que el mundo comienza cada día y cada día se diluye en los paisajes donde uno se siente en casa.
Pero para que el Martes Santo fuese tal había que trasladarse a la frontera entre la Trinidad y el Perchel para ver salir la Estrella, cuya procesión mana como una fuente diversa en la herida mayor de la ciudad. El cauce seco del río, en su cariz distópico de fracaso sin solución, ofrece el contrapunto exacto al perfil del Cristo de la Humillación, despojado de sus ropas en un signo de violencia; así Málaga se desprende de sus vestiduras y se confiesa incapaz de cerrar la brecha ante los ojos asombrados de los fieles, los niños que correteaban donde pocos días antes habían ardido contenedores de basuras, africanos que repartían pequeños pasquines publicitarios de magos capaces de curar el mal de amores, vendedores de coquis, beatos a sueldo, comentaristas de la última gesta del Málaga, cazadores de cera y otras fabulosas criaturas. Antes, la Sentencia había hecho lo propio desde una calle Frailes atestada en busca de la Plaza de la Merced y su hermosa conquista de Álamos, donde, por una vez, las antiguas casas en ruinas, viejos palacetes condenados al olvido, se sintieron tocados por la gracia.
Al regreso del Rocío a su templo, la calle Victoria representaba el triunfo de lo humano. Aquí, el Señor de los Pasos volvía a ser uno de los nuestros. La cera se extendía por el asfalto mientras en los balcones las manos se preparaban para arrojar los pétalos artesanalmente seccionados. Y frente al Jardín de los Monos, junto a San Lázaro, la parrilla de Gustavo servía los suculentos pepitos a grandes y pequeños como si no hubiese un mañana. En la otra acera, en el mismo banco y el mismo bordillo, mientras todo el entorno bullía de gente y los tambores marcaban ya el paso elíptico del Sistema Solar, los mismos deshauciados llenos de alúas prolongaban la jornada junto a la radio. La luz no jugaba a su favor. No importaba. Había sido otro día. Un día lleno de prodigios.
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