En la ciudad recordada

Cada jornada resuelta tras la Pollinica, y más al calor de un espléndido día como el de ayer, constituye una oportunidad a la memoria; no sólo de las tradiciones, también de las más diversas historias a pie de calle

Nuestro Padre Jesús a su Entrada en Jerusalén, ayer, a lomos de la Pollinica.
Nuestro Padre Jesús a su Entrada en Jerusalén, ayer, a lomos de la Pollinica.

30 de marzo 2015 - 01:00

ESCRIBIÓ una vez Italo Calvino: "Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos". Y resulta todavía un misterio el modo en que ese trueque se convierte en un acontecimiento colectivo de dimensiones babilónicas cada Semana Santa. Sin embargo, por más que el paisaje tienda a representarse en trazos gruesos a la sombra de las imágenes procesionadas, como si más abajo, a pie de calle, en el asfalto cubierto ya de cera, en las esquinas repletas, en los barrios ninguneados y los rincones insospechados todo tienda a confluir en una masa informe ("Con tanta masa acabaremos convertidos en el increíble Hulk", advertía ayer una mujer vestida de Desigual y con pinta de filósofa de incógnito a la salida de Humildad, en la Victoria), el trueque de recuerdos, palabras y sentidos se da siempre a título individual, personal, íntimo e intransferible. Justo cuando el Señor de la Pollinica llegaba a la tribuna de la Plaza de la Constitución, un hombre cuarentón en relativa decadencia, alto y con cara de niño que acaba de estrenar los zapatos conducía ayer a su mujer (elegante ella en su discreción analítica, algo fría, probablemente cántabra o vizcaína) hasta uno de los puestos del entorno de la Catedral en los que se distribuían ramitas de olivo y crucecitas hechas con hojas de palma a cambio de la voluntad. El hombre se detuvo ante el artesano de rostro curtido, uñas negras y dentadura afectada, y lo observó como el perro Argos que reconoce a Ulises en su regreso a Ítaca. Y, mientras continuaba con los ojos clavados en aquel otro varón sentado, que masticaba a duras penas una ramita de palma como si el tiempo ya no jugara en su contra, el primero habló así a su esposa: "Cuando era niño, mi padre me traía cada Domingo de Ramos hasta este hombre, siempre a él, para pedirle una rama de olivo. Y siempre estaba aquí, en este sitio. Hacía ya mucho tiempo que no le veía, desde la última vez que estuve en la Semana Santa de Málaga. Pero aquí sigue". Y se dirigió entonces al orfebre de los naturales elementos, trenzados con mimo por aquellos dedos surcados de cortes y rasguños como un campo viejo: "Usted es Antonio, ¿verdad?". Y Antonio reaccionó como si con aquella invocación de su nombre hubiese recibido el bautismo definitivo: tú eres Antonio, en ti me complazco, yo te he engendrado hoy. Así que Antonio asintió, juró y perjuró que recordaba a aquel niño ahora tan crecido (ya en los primeros tramos de la cuesta abajo) y su padre, y daba igual que no fuese cierto, se levantó de su silla de playa y los dos se fundieron en un abrazo. Uno camina a lo largo y ancho de esta ciudad, casi todos los días, pegado al suelo, husmeando en todas partes, arrimando la oreja a las conversaciones urdidas en los bares y los autobuses, colándose allá donde el encuentro es susceptible de suceder, tomando el pulso a cualquier cosa que se mueva, rubricando apuntes en cuadernos ya destrozados de los acontecimientos infraordinarios, y sólo puede lamentar que Málaga pierda su memoria cada vez a mayor velocidad: la gracia de los sitios, la complicidad de los lugares resistentes, el barbecho en los barrios, todo se diluye, todo se esfuma en su sustitución, y así el caminante se siente a menudo en una ciudad extraña, mientras lo que perdura sólo lo hace en clave de ruina. Y sin embargo, en esta Semana Santa hecha de carne y hueso, la memoria queda redimida y asentada en gestos como aquel abrazo. De igual modo, la salida de Lágrimas y Favores en San Juan sigue armándose como una reivindicación contra la tabula rasa: Málaga recuerda en las estrecheces que se extienden hasta Especería su pasado luminoso y sombrío, sus años de bienestar y hambre, su cadencia romana y fenicia, su estirpe judía y mora además de cristiana, mientras, al aroma del incienso, disperso el efluvio como por obra de un Próspero alquimista en el exilio de su isla, los niños alzados a hombros de sus padres caen rendidos ante el sortilegio de la música y ciertas lágrimas siguen al paso de la Virgen. Así como en el Molinillo, frontera de antaño, pasto del olvido y de la carcoma hábil en la especulación, recibe al Nazareno de la Salutación como si de un recuerdo se tratase, entre el sueño y la melancolía: una oportunidad a la autoafirmación para que, por una vez, el mundo repare en nosotros.

Pero a la memoria a veces le salen atajos. Al espléndido Domingo de Ramos de ayer, caldeado por una primavera de aspiraciones sacrílegas, como consagrada con la música de Stravinsky, alzado el Baco más amante de la comedia en celestial combate con Cristos y Dolorosas, o al cabo comulgante con todos ellos en los bailes fastuosos de los primeros pétalos, se unió como novedad la incorporación al recorrido oficial de Humildad y Paciencia. Pero había que verla mucho antes, por más que en las tribunas oficiales cundieran luego las felicitaciones y las condecoraciones durante tantos años perseguidas: en los Callejones del Perchel, donde ya no hay callejones ni Perchel, sino el holocausto complaciente de la uniformidad arrasadora, se posaban miradas sobre María de Dolores y Esperanza, poco después de su salida, tan cargadas de años como de emociones, en los ojos de antiguas mujeres sentadas, todavía, a las puertas de sus casas, mientras los puestos de bebidas, golosinas y juguetes se desplazaban en la misma ola que no llega a lamer la orilla. Y sí, mientras llega la hora del Chiquito el Perchel volvió a soñarse ayer tal cuando la banda de la Zamarrilla prestó su ritmo al tránsito de la Virgen, cuajadas ya las primeras bolas de cera en manos infantiles, los semáforos mirando al cielo, la primera bola de helado del año derramada sobre el vestido recién estrenado, un globo de Winnie the Pooh elevado a las alturas y absorbido en su órbita, feliz satélite. Antes, la Pollinica supo de pescadores de hombres en una Tribuna de los Pobres donde no cabía un alma, y casi parecía Carretería, encadenadas a estas alturas ciertas sillas de salones primarios a las farolas, un desfile de blusas estampadas, camisas impolutas y calcetines con bolas colgadas de algodón debajo de los pantalones cortos de gritones mequetrefes. En Málaga, lo de estrenar el Domingo de Ramos se toma muy en serio, y nadie ayer parecía correr riesgo de perder las manos. Claro que, por si acaso, eran más de tres los que descubrieron al paso de Lágrimas y Favores en Atarazanas que el stick para el selfie es un aliado inestimable en la caza y captura de Antonio Banderas: donde la anatomía humana se queda tarada para multiplicar los panes y los peces, los artefactos importados vía Amazon pueden acortar distancias. Había que plantarle cara al calor, de cualquier forma: el sol castigaba de lo lindo en la Plaza de Uncibay al paso de la Pollinica a eso de las 13:30, cuando, en otra frontera de la ciudad, había que armarse de paciencia en la cola del Pompidou. Málaga fue ayer un aquelarre en el que todo el mundo quería estar en todas partes, a pesar de los 30 grados. Y por eso los estrenos cundieron, a menudo, en manga corta: era un ejército de escotes, hombros, pantorrillas y espaldas, exento el pudor de cotos dominicales, el que saludaba la llegada de Nuestro Padre Jesús a su Entrada de Jerusalén a Casapalma, en su rectitud barroca de matices cistercienses, sin que faltara, por no faltar, una cervecita ni una tapa de caracoles. Similares matices acontecieron en el tránsito de Humildad por Altozano, con adolescentes devoradores de poloflash colgados a algunas rejas y poniéndose morenos como si les fuese la vida en ello. Ya por la tarde, en Echegaray, a lo mejor sí convenía una rebequita. La Plaza del Siglo, por cierto, ya se había convertido ayer en la pista deslizante que será durante toda la Semana Santa. La Plaza de Capuchinos fue un clamor de silencios a la salida del Dulce Nombre, pero la chiquillería corría a instancias de Fray Leopoldo como si Jesús de la Soledad les diese permiso (convenía admirarlo, eso sí, a su posterior llegada a la Catedral) y las mujeres demostraban que en la Semana Santa también saben ser protagonistas; poco después, el Prendimiento prodigó emociones parecidas, esta vez en dirección al Molinillo, cerrando los círculos. En la Trinidad, la Salud conquistó la Plaza de San Pablo y aquí lo invisible, a lo que el mismo apóstol confirió aptitudes eternas, se hizo visible a ojos de una ciudad que tiende a mirar para otro lado cuando pasa por este barrio, señal última del mismo olvido, trasunto de la nada a la que Málaga, peligrosamente, juega. El Cristo de la Esperanza en su Gran Amor puso nombre a todas las cosas, mecido en su muerte, mientras a sus pies más zagales desistían de continuar el partido de fútbol. En los solares cercanos, entre fragmentos de azulejos y más olvido, Cristo moría en serio, secas la lengua y la esperanza.

Caída la noche, hubo que lamentar algunos retrasos (un portador de la Virgen de la Concepción sufrió un desmayo en la calle Larios), aunque Málaga esta bien armada de paciencia y disculpa. Mientras, el Papa Francisco pedía desde Roma más humildad como seña del estilo cristiano para este tiempo. Pero aquí, lo sentimos mucho, el negocio es otro. Ya callará la memoria cuando no quede nada que sacar a hombros.

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