Semana Santa Málaga 2019

El pregón del Cautivo por Pablo Bujalance en la Semana Santa de Málaga

  • Pregón completo pronunciado por el periodista de 'Málaga Hoy', Pablo Bujalance, a los cofrades del Cautivo y la Trinidad

Pablo Bujalance, durante el pregón del Cautivo.

Pablo Bujalance, durante el pregón del Cautivo. / J. L. P.

Hermano mayor de la Real, Muy Ilustre y Venerable Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús Cautivo, María Santísima de la Trinidad Coronada y el Glorioso Apóstol Santiago; presidente de la Agrupación de Cofradías de Málaga; autoridades, hermanos y amigos.

El filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein concluyó su obra más importante, el Tractatus Logico- Philosophicus, publicado en 1921, con esta afirmación: “De lo que no se puede hablar, mejor callar la boca”. Mediante esta sentencia, Wittgenstein venía a admitir que la experiencia humana es mucho más amplia, compleja y diversa que el lenguaje con el que intentamos articular y comunicar esta experiencia. Por lo tanto, si las herramientas verbales de que disponemos nos permiten dotar de sentido y de significado a lo que nos sucede, al carecer estos instrumentos del alcance de la experiencia, inevitablemente quedarán en la misma elementos sin manifestar, inéditos, a la espera de una novedad léxica que los defina; tal vez sumidos en una especie de limbo interior, particular e intransferible. Tenemos, afortunadamente, un proverbio popular que expresa esta misma idea de forma muy clara: “Hay cosas que no se pueden decir con palabras”. Pero vale la pena ahondar en el extremo en que este refrán apela a una verdad científica. Actualmente, los últimos postulados de la psicología evolutiva, en la que el desarrollo del lenguaje verbal es un factor determinante, coinciden en señalar el carácter incompleto de las posibilidades humanas de comunicación respecto a la totalidad de estímulos, naturales o no, a los que vivimos sometidos. Los ingenieros informáticos que trabajan hoy día en el desarrollo de inteligencias artificiales en universidades de todo el mundo encuentran su mayor obstáculo en la mímesis del lenguaje verbal, imposible de reproducir no por su complejidad sino justamente por todo lo contrario: su carácter rudimentario, limitado, incompleto y parcheado lo convierte en una realidad caótica frente a la limpieza, inmediatez y eficacia del lenguaje matemático. La ciencia y la conciencia nos invitan a admitir entonces, sin más remedio, que las palabras no nos sirven para todo lo que deberían. Que sentimos, deseamos, percibimos e incluso construimos mucho más allá de lo que podemos decir, no sólo a los demás, también a nosotros mismos; de ahí que a menudo nuestra experiencia se traduzca en una frustración: “¿Qué significa este acontecimiento, hoy, ahora, en este instante?”, nos preguntamos a menudo, incluso de manera inconsciente; “¿Cómo debo interpretar esto que siento, cómo es que lo que unas veces me inspira tristeza otras despierta en mí cierta esperanza, por qué en algunos momentos creo estar triste o contento sin motivo aparente?” Entonces, la obstinación en poner palabras a lo que se nos pasa por la cabeza y por el corazón termina así a menudo en fracaso. Eso que nos pasa no cabe en el lenguaje. Necesitamos recipientes mayores. María Zambrano comparaba el intento de someter la experiencia al lenguaje con el empeño en contener el agua en una cesta de mimbre: por más que nos pongamos a ello, no hay manera. Y cabría preguntarse, en consecuencia, hasta qué punto podemos fiarnos de las palabras, si acaso no nos engañan cuando nos convencemos de que significan una cosa, de que acotan la experiencia de una manera, cuando en realidad quieren decir otra. Miguel de Unamuno se mostraba bien escéptico ante la posibilidad de que definir la felicidad nos hiciera más felices: ni siquiera aquí el significado completo y definitivo de una experiencia nos proveería de la misma, ya que lo que sentimos depende de cuestiones distintas del lenguaje. El pensador radical Emil Cioran demostró su amor a los místicos con un aforismo iluminador: “Toda palabra es palabra de más”. Cioran invita directamente al silencio. Corrige a Wittgenstein al indicar que en realidad no hay nada de lo que podamos hablar. Así que lo mejor que podemos hacer es callar la boca.

Dicho todo esto, soy consciente de la paradoja en la que incurro al presentarme aquí para hablar de experiencias que no pueden ser transmitidas mediante palabras. Este pregón está condenado de entrada al fracaso: acabará como una resonancia hueca, perdida en el viento, mientras el corazón al que pretendo acercarme, el sentido y el sentimiento que quiero expresar ahora, quedará, afortunadamente, inmune a toda esta palabrería. Pero si esta derrota sirve para apuntar, de alguna manera, aunque sea torpe y primeriza, como un balbuceo infantil, la grandeza de la experiencia a la que quiero referirme, entonces la daré por buena, sin duda. Si pienso en todos y cada uno de los acontecimientos esenciales de mi vida, los que con más fuerza han contribuido a hacer de mí el que soy, ya sean trágicos o amables, convengo en que no encuentro las palabras idóneas para referirme a ellos. Puedo narrarlos, evocarlos, describirlos y dar cuenta de cómo los conservo en la memoria, de la huella que dejaron en mí; pero, al mismo tiempo, soy consciente de que todas y cada una de las palabras que pueda pronunciar se quedarán cortas, serán insuficientes, darán vueltas y más vueltas en torno a lo que quiero decir sin llegar a decirlo realmente. Se reducirán a una convención rutinaria, aceptada por todos, más o menos conmovedora, pero el significado real de lo que pretendo permanecerá fuera de su alcance. Esta sospecha es inevitable. Como lo es en todas las demás cuestiones que, más allá de la experiencia vivida, ejercen un protagonismo similar en nuestra definición como personas, como seres pensantes y sensibles. Ante la encrucijada inevitable, ante la coyuntura en la que nos jugamos lo que verdaderamente importa, el lenguaje es un espejismo. Creemos rozar con la punta de los dedos la posibilidad de decir; pero, al mismo tiempo, la certeza de que no hemos alcanzado esa plenitud nos embarga. La intuición de que otros sistemas y otras inteligencias pueden albergar las palabras que necesitaríamos en tales trances nos demuestra, tal vez, que además de pensantes y sensibles somos seres incompletos: que una versión mejorada de nosotros mismos encontraría la expresión idónea para llamar a las cosas por su nombre, igual que llamamos al agua agua, al pájaro pájaro, a la nube nube. Sucede a veces que la impresión de que nos faltan instrumentos para describir la realidad nos asalta en las situaciones más insospechadas; no sólo en las decisivas, también en las menos graves, incluso en las cotidianas, como si aquello a lo que estamos acostumbrados reclamara una interpretación distinta. Me gustaría compartir con vosotros una de estas situaciones que me llevó a preguntarme, durante mucho tiempo, por los límites del lenguaje. Me refiero a un episodio sencillo, irrelevante, una de esas escenas en las que nadie repara pero que abrió ante mis ojos un mar de dudas. Y tan hondas resultaron ser aquellas dudas que todavía perduran. Más aún, me temo que lo harán siempre.

"La ciencia y la conciencia nos invitan a admitir entonces, sin más remedio, que las palabras no nos sirven para todo lo que deberían".

Hace unos diez años, tal vez doce, en aquel Lunes Santo, me dirigí a la salida procesional de Jesús Cautivo y María Santísima de la Trinidad, en busca de los matices, los colores, las emociones y los contrastes que habrían de nutrir mi crónica del día siguiente. Llegué al barrio de la Trinidad, me asomé a la Casa Hermandad y me adelanté después por la plaza Montes hasta la calle Carril, donde decidí esperar a los nazarenos. La esencia del barrio se desplegó entonces hasta donde alcanzaba mi vista, con los niños que correteaban a sus anchas despreocupados del tráfico, los abuelos sentados en la acera, los vendedores de estampas y rosarios que iban pregonando su mercancía y los jóvenes sentados en lo alto de los muros que delimitaban los solares abandonados a su suerte, desde donde arrojaban impunemente cáscaras de pipas y cualquier otro fragmento que se desprendiera de sus bolsas de plástico. Reparé entonces en una mujer que desde la acera de enfrente acaparó toda mi atención. Vestía atavíos humildes propios del luto sentada en una silla de la playa, calzados sus pies en unas alpargatas también negras y gastadas. Parecía tener la mirada perdida. Quienes la rodeaban debían ser sus familiares, pero sus ojos pequeños exhalaban una poderosa marea de soledad. Su rostro moreno, surcado de tiempo y de arrugas, y la blancura de su pelo delataban una respetable cantidad de años vividos, pero esta vecina parecía hecha de una sustancia quieta, más esculpida que nacida. Durante el largo rato en que me fijé en ella no abrió la boca una sola vez. Se limitaba a esperar con una mansedumbre proverbial, como si no tuviera nada más que decir, como si ninguna palabra fuese lo suficientemente importante. Nos alcanzó poco después la Cruz Guía y tras ella lo hicieron los primeros nazarenos, pero la mujer apenas les dedicó gesto alguno, con la misma mirada perdida y la misma derrota de su cuerpo, así posado en la acera, sin otro lugar adonde ir. Conforme avanzaba la procesión no podía apartar mis ojos de ella. Nos invadieron los inciensos y, mecido en un compás majestuoso, Jesús Cautivo cruzó la calle ante nosotros. Y algo, ahora sí, había cambiado en aquella mujer. Su mirada ya no estaba perdida, sino que se dirigía, lanzada como un dardo, a las entrañas del Cristo. Y lloraba, copiosamente, como si la vida le fuera en ello. Pasó el Señor y las lágrimas cesaron un tanto, pero cuando tras el Hijo asistimos a la llegada de María Santísima de la Trinidad regresó el llanto, con igual desconsuelo y la misma intensidad. Acabada la procesión, la mirada de la mujer volvió a perderse y la vecina fue aupada por los suyos, todo en el mismo silencio, sin que aquellos labios finos y antiguos llegaran a despegarse una sola vez. Mientras recababa datos e impresiones para mi crónica, no podía dejar de preguntarme: ¿Por qué llora esta mujer? ¿A qué se deben estas lágrimas? Es evidente que hay aquí una emoción notable, pero ¿dónde nace? ¿Qué ha visto, qué ha recordado para que su única reacción en todo este tiempo haya consistido en este llanto? En todas y cada una de las procesiones a las que he asistido he encontrado manifestaciones más o menos espontáneas de sentimientos hondos y corazones agitados, pero lo que Jesús Cautivo y María Santísima de la Trinidad habían removido en esta mujer tenía que ver con una dimensión distinta. Un territorio que, tal y como supuse entonces, sólo se puede atisbar desde lejos.

"Hace unos diez años, tal vez doce, en aquel Lunes Santo, me dirigí a la salida procesional de Jesús Cautivo y María Santísima de la Trinidad, en busca de los matices"

No he dejado de hacerme desde entonces la misma pregunta: ¿Por qué lloraba esta mujer de esta manera? Y no he encontrado respuesta. No porque no la haya, sino porque me faltan palabras para formularla. Por más ripios y por más versos sentidos con que queramos adornar la escena, no existen en el lenguaje humano recursos suficientes para poner nombre a esta experiencia. Seguramente esta mujer se acordaba de alguien. Yo también recuerdo cada Lunes Santo cómo, cuando yo era niño, mi padre me llevaba de la mano a ver al Cautivo, ya fuese en el Puente de la Aurora o en la Alameda. Y si intento buscar palabras para mis recuerdos, no en una evocación de balbuceos, sino de la manera más pura, más fidedigna, no puedo más que aceptar mi derrota y admitir que no las encuentro. A cambio, si algo he aprendido es que si siguiera buscando en todos los libros, en todas las bibliotecas, en todos los diccionarios, en todos los idiomas, el resultado sería el mismo: mejor sería, como aconsejaba Wittgenstein, callar la boca. Aquella mujer lloraba porque no tenía palabras para expresar lo que Jesús Cautivo y María de la Trinidad despertaban en su inteligencia. Igual que todos los miles que, como ella, en cada traslado, en cada procesión, en cada Lunes Santo, pero también en la soledad de la oración, hacen visible el mismo temblor, una emoción concreta y absoluta, un impulso a cuya cima la razón no alcanza y el lenguaje se vacía. Y yo pregunto: ¿Qué misterio es éste? ¿Qué queremos decir con aquello que no decimos cuando, ante la imagen de Jesús Cautivo, nos sentimos removidos, interpelados, llevados a la otra orilla, sedientos y a la vez colmados, solos y al mismo tiempo reunidos en un abrazo en el que caben todos? ¿Qué especie de sacudida eléctrica nos conmueve hasta el punto de devolvernos el tiempo que perdimos, la memoria que olvidamos, el apretón en la mano de los que ya se fueron? ¿Qué poder sostiene la talla de un Hombre que camina sereno hacia su propia muerte para convencernos de que caminamos con Él, de que compartimos su dolor, de que hacemos nuestra su suerte igual que Él hace suya la nuestra? ¿Qué especie de virtud se desprende de la imagen de su Madre, capaz de acogernos como madre nuestra, hasta hacernos sentir hermanos? A menudo vinculamos estas cuestiones con la superstición, al igual que con prácticamente cualquier otra experiencia para cuya formulación la razón no basta. Pero, ¿y si habláramos realmente de una dimensión profundamente humana, radicalmente personal, que pudiéramos observar, estudiar y compartir aunque no nos sirvieran las palabras? ¿Y si lo que tenemos aquí es una percepción distinta del mismo ser humano, más allá de la razón, más allá del lenguaje, pero próximo a su trascendencia?

"Qué queremos decir con aquello que no decimos cuando, ante la imagen de Jesús Cautivo, nos sentimos removidos..."

Vuelvo a María Zambrano, quien ya advirtió que la razón es insuficiente no sólo para la definición del ser humano como tal: también para delimitar todo el conocimiento que al mismo ser humano le corresponde. La filósofa veleña consideró que el pensamiento racional no explica todos los acontecimientos ni, mucho menos, todas las experiencias; existe otra vía de conocimiento que Zambrano vinculó directamente con el corazón, y para que se dé un aprendizaje completo, para que podamos hablar de una sabiduría plena, ambos mecanismos, la razón y el corazón, deben ir de la mano. Es este equilibrio el que, con mucha más vehemencia que los procesos de la sola razón, nos distingue de cualquier otra especie. María Zambrano empleó un término para referirse al conocimiento adquirido a través del corazón bien cargado de intenciones: piedad. La piedad es la sabiduría que cultivamos en paralelo a la que nos prodiga la razón pero fuera de sus dominios. La pietas latina tiene un sentido de mover a, de ponerse en marcha, de estímulo para emprender el camino, de ahí que también para María Zambrano la piedad sea un argumento ético, que nos conduce hacia el otro, nos saca de nuestras seguridades y comodidades y nos dirige al encuentro de quien creemos no conocer. ¿Y si aquello que nos conmueve cuando observamos en silencio a Jesús Cautivo y María Santísima de la Trinidad no tuviese que ver con la superstición sino con una manifestación de esta piedad? Es decir, ¿y si el sentimiento, la emoción, el llanto, la compasión y la quietud que nos embargan fuesen signos no de una beatitud primaria, no de un hechizo pueril, sino de una sabiduría concreta, una vía de conocimiento igual, quién sabe si superior, a la razón? Para los hebreos, la Sabiduría, de la que escribió Salomón, no tiene tanto que ver con la razón sino con el sentido, con la lengua: lo que se sabe no es lo que se almacena en la memoria, sino aquello a lo que sabe lo que probamos, lo que sentimos, lo que experimentamos. Y es la misma lengua la que, después, expresa esta sabiduría mediante la profecía. Cuando San Juan recibe en Patmos mientras escribe el Apocalipsis el libro con la Palabra de Dios, le es dada la orden, al igual que al profeta Ezequiel, no de estudiar el libro, sino de devorarlo. Y San Juan lo encuentra dulce como la miel en los labios pero amargo en las entrañas. Esta otra sabiduría, la de la piedad, no es una sabiduría de datos acumulados ni de lecturas coleccionadas, sino de sabores sentidos: de emociones vividas a flor de piel. ¿Acaso no nos resulta Jesús Cautivo dulce como la miel en los labios cuando nos encontramos con Él y, casi al mismo tiempo, amargo en las entrañas, dada la Cruz que le aguarda, y a nosotros junto a la suya?

"La piedad es la sabiduría que cultivamos en paralelo a la que nos prodiga la razón pero fuera de sus dominios"

Cuando escribe San Pablo: “Aunque hablara la lengua de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena”, ¿no está afirmando que aunque pudiera llamar a todos y cada uno de los elementos de la realidad, aunque dispusiera de palabras en su lenguaje para definir y explicar todas las experiencias y todas las emociones, aunque adquiriera una ciencia absoluta, conocedora de todo lo que acontece en el cielo y en la tierra, seguiría considerando más importante aquella otra ciencia que no se expresa a través de las palabras, aquella sabiduría no inclinada a la razón sino al corazón, a la que se refiere de manera directa mediante el término caridad? En la descripción de su mundo ideal, Platón admitía la existencia de ideas sentidas, esto es, adquiridas mediante los sentidos pero asentadas en la conciencia según procedimientos distintos del lenguaje racional. En una de las canciones más bellas jamás escritas en español, Violeta Parra indicaba: “Lo que puede el sentimiento / no lo ha podido el saber / ni el más claro proceder / ni el más ancho pensamiento”. Si algo caracteriza al mundo contemporáneo es su desconfianza hacia todo lo que no se puede expresar con palabras. Sin un juicio racional favorable asoman de inmediato sospechas de superstición, de fanatismo, de retroceso, de desprovisión de lo humano. Sin embargo, la misma María Zambrano sentenció que fue un racionalismo escrupuloso el que condujo a Europa a sus peores tinieblas en el siglo XX. Necesitamos ese otro saber, el del corazón, menos sistemático, más poético, para que podamos reconocernos como seres humanos. Es aquí, de la mano de este otro saber, el saber del corazón, donde el misterio se disipa y donde podemos conocer, por fin, y en toda su plenitud, la realidad. Nadie lo ha explicado mejor que otra filósofa, Simone Weil, quien escribió lo siguiente: “Cuando se come pan, y aun cuando ya se ha comido, se sabe que el pan es real. Sin embargo se puede poner en duda la realidad del pan. Los filósofos ponen en duda la realidad del mundo visible. Pero es una duda puramente verbal, que no contamina la certeza, que la vuelve más manifiesta aún para un espíritu bien orientado. Lo mismo aquel a quien Dios reveló su realidad puede sin inconveniente poner en duda esta realidad. Es una duda puramente verbal, un ejercicio útil para la salud de la inteligencia. Lo que es un crimen de traición, aun antes de tal revelación, y después mucho más, es dudar de que Dios sea lo único que merece ser amado. Es apartar la mirada. El amor es la mirada del alma, es detenerse un instante, esperar y escuchar”. Vuelvo también a Emil Cioran, quien afirmó: “Dios es, aunque no sea”. Esta verdad sólo puede distinguirse mediante el amor. Nosotros, hoy, contamos con la imagen de Jesús Cautivo y de María de la Trinidad para recordar siempre este amor. Para incorporarlo a nuestra vida cotidiana, a nuestro quehacer diario, mucho más allá del esplendor del Lunes Santo. Para que podamos comprender, saber y amar sin necesidad de palabras. Sin este amor, todo pierde su sentido, y por tanto su lenguaje. Y es el mismo Jesús Cautivo quien nos muestra cuál es el límite de este amor: ninguno. El amor se da siempre. Hasta las últimas consecuencias.

"Nos reúne hoy una cuestión muy distinta: la certeza de que es Dios mismo quien acude a nuestro encuentro"

De este modo, con Nuestro Padre Jesús Cautivo y con María Santísima de la Trinidad quedamos, de alguna forma, completados. Hay experiencias para las que nos faltan palabras, realidades para las que nos faltan sentidos, una sabiduría para la que nos falta piedad, un amor para el que nos falta aún tanto corazón y tanto coraje. Ante la imagen de la Madre de Dios y de su Hijo, sin embargo, la conciencia de nuestra parcialidad, de nuestra finitud y nuestros límites, adquiere un mayor sentido. Una razón que nos ayuda a entendernos y, más aún, a aceptarnos. Como si esta representación del amor sin medida viniera a decirnos: “En la certeza de todo lo que careces, de las debilidades que atesoras, es donde con más facilidad puedes conocer quién eres”. Para eso tenemos a Jesús Cautivo y a María Santísima de la Trinidad a nuestro lado: para concedernos esta luz. Para que no haya sombras en relación a aquello que nos falta. Acudimos así al encuentro de Cristo tal vez diezmados, ciegos, desorientados, sin terminar, aún en camino de aquello a lo que hemos sido llamados; pero es así, en la medida exacta de nuestras fuerzas y de nuestro entendimiento, como somos acogidos. Jesús Cautivo y María de la Trinidad representan una casa en la que, como prometió el Padre, hay sitio para todos. Un abrazo en el que no se excluye a nadie, en el que nadie sobra, en el que todos somos imprescindibles. Pues es así, en el todos, en el encuentro con los hermanos, como la tara individual que nos afecta queda subsanada: quedamos siempre completados, enteros y dispuestos en el otro, el que nos interpela, el que se cruza en nuestro destino, el que tal vez no sabe nuestro nombre pero resulta decisivo para que podamos reconocernos, aunque no piense como nosotros, aunque no se nos parezca, aunque lo identifiquemos como contrario. Por eso, cada salida de Jesús Cautivo y María Santísima de la Trinidad a la calle, al encuentro de todos no ya malagueños, sino de tantos venidos de otros muchos sitios, reviste una ocasión única que escenifica y da un especial sentido a este encuentro. Como un acontecimiento único en el que nos lo jugamos todo. Como en una promesa anticipada del cielo, al paso del Señor en esta ciudad no hay distinciones entre los de aquí y los de allá, entre quienes no han dejado de asistir una sola procesión en toda su vida y quienes lo hacen por primera vez, entre quienes asisten movidos por la fe y quienes lo hacen movidos por la curiosidad, entre los hombres de trono que hacen posible el milagro y quienes observan parados en cualquier esquina, entre quienes asocian su imagen a la trascendencia y la divinidad y quienes prefieren quedarse en lo artístico, lo pintoresco o lo turístico. Cuando Jesús Cautivo conquista el corazón de Málaga para compartir a cielo abierto el camino que le conduce a la Cruz, lo hace, como advirtió San Pablo, llevando consigo a todos, fieles y gentiles; reconociéndonos a todos, redimiéndolo todo, acogiendo a todos, sin límite, sin medida, incorporando esta ciudad llamada Málaga en su plan de salvación. Y lo hace, además, desde el enclave más humilde y a la vez más genuino de esta urbe: desde el barrio de la Trinidad que, a pesar de los años de olvido y abandono, conserva las esencias originales de la ciudad desde que, en los dominios del mismo barrio, colonos fenicios e indígenas íberos procedieron a los primeros intercambios comerciales que hicieron posible el nacimiento de Málaga hace dos mil quinientos años. He aquí un fenómeno que muy pocas ciudades pueden contar de sí mismas: el barrio de la Trinidad, habitualmente pasado de largo, en el que nadie repara y al que nadie mira, donde nadie se queda, expulsado de los grandes planes de las instituciones públicas, exento del asombro de la ciudad de los museos, cuyos vecinos prodigan cada día la resistencia como ejercicio de la ciudadanía, se convierte cada Lunes Santo en foco de atención de cientos de miles de miradas. Como si todos los ojos del mundo se posaran aquí este instante. Y es Jesús Cautivo quien convierte así cada año al barrio en verdadero protagonista. El Señor da su primer paso en su andar por Málaga en La Trinidad, desde donde emerge para ganar el corazón de Málaga. Así, cada Semana Santa, quedan cumplidas las palabras del Evangelio de San Mateo: “No se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa”. Jesús Cautivo enciende el barrio de la Trinidad y lo pone sobre el candelero, para que toda Málaga quede así iluminada. No en vano, en este tiempo en el que la transformación y el esplendor de las grandes ciudades parece acarrear el coste doloroso de la desmemoria, son las imágenes como la de Jesús Cautivo y María Santísima de la Trinidad las que atesoran un mayor porcentaje del patrimonio memorialístico de nuestra historia: son el Señor y la Virgen los que alientan nuestro recuerdo, los que mantienen intacta la ciudad que hemos conocido, los que recorren las calles en las que jugamos cuando fuimos niños. Pero nada de nostalgia: esta Pasión mira al futuro. Y, como nos contó el mismo Señor en su parábola del hijo pródigo, con la suficiente misericordia para que nadie, absolutamente nadie, se sienta extraño. Cuando Jesús Cautivo sale a la calle, todo el mundo es de Málaga. Donde quiera que hayamos nacido. Aunque algunos no lo sepan. Todos somos hermanos en esta ciudad en la que nacemos cada Lunes Santo para arropar a Cristo en su soledad llena de presencias.

"Hay experiencias para las que nos faltan palabras, realidades para las que nos faltan sentidos..."

Es por esto que quienes hacen posible todos los años, sin falta, el encuentro de Jesús Cautivo y de María Santísima de la Trinidad con los suyos, a ojos de Málaga y de todo el mundo, han venido a mucho más que a sostener una tradición. Los hombres y las mujeres que durante todo el año preparan y mantienen viva la llama que ahora prende en su plenitud no se desviven por un pasatiempo, ni se comprometen con un ritual vano que quedará olvidado tras el Domingo de Resurrección. Los hermanos que escriben con sus propias vidas la Historia de la Cofradía de Jesús Cautivo no están en esto para sostener un acontecimiento de interés turístico, ni para ser felicitados por su contribución como si hubieran producido un espectáculo. Los hombres de trono que trasladan la esperanza de salvación con sus fuerzas y que hacen de cada paso bajo el peso del trono en la calle un escrutinio vivo del Evangelio no cumplen con su cometido para salir en las fotos, ni para presumir ante nadie, ni para que los famosos puedan decir lo mucho que disfrutan en la Semana Santa de Málaga. Hemos venido a otra cosa. No hablamos de una costumbre pintoresca, ni de un encanto folclórico, ni de una alternativa de ocio. Nos reúne hoy una cuestión muy distinta: la certeza de que es Dios mismo quien acude a nuestro encuentro. El Dios que sostiene el universo, el mismo Dios que nos da muestras de su generosidad en la naturaleza, el Dios manifestado en el amor y encarnado en su Hijo Jesucristo se hace presente en esta comunidad de hermanos; pero no se conforma, no se asienta entre la frialdad de unos muros, no busca cobijo ni reposo, sino que sale a la calle, se pone en camino, emprende la marcha, acude a ponerse al servicio, tal y como nos enseñó el propio Cristo, de quien encuentre a su paso. Aristóteles definió a Dios como un motor inmóvil; en Málaga, sin embargo, Dios se mueve. Lo mueven los hermanos de Jesús Cautivo y María Santísima de la Trinidad en este milagro del Lunes Santo, mecidos bajo la Alameda, detenidos a la luz de las farolas, solemnes ante el canto de una saeta, introducidos en el corazón de la ciudad, de todos sus vecinos, de todos quienes vienen de todas partes para ser testigos y quedan así conquistados para siempre. A su paso, es Dios quien pasa. El Dios que habita en todos y que conocemos gracias a su Hijo Jesucristo. El Dios al que volvemos convencidos de que estas manos que trabajan, esta cabeza que piensa y estos pies que caminan no son suficientes. El Dios al que miramos cuando sospechamos que no hay un final escrito en nuestro paso por la vida, en el cuerpo que envejece, en los ojos que se nublan, en los labios que se agrietan. El mismo Dios que nos inspira a pensar que brillamos con esa estrella, que latimos con el cosmos, que compartimos la órbita de los cuerpos celestes, que somos luz, al cabo, contenida en este tiempo, incapaz de ver más allá, desconocedora de la lengua de los ángeles, pero que sostiene la esperanza, aquí y ahora, con tal de brindar al mundo una puerta que abrir para seguir su historia. Una luz que también será puesta sobre la mesa para que ilumine toda oscuridad. Al encuentro de Jesús Cautivo y María Santísima de la Trinidad somos conscientes de nuestros límites, de que no llegamos, de que somos criaturas imperfectas convocadas a un hallazgo que nos sobrepasa; pero también criaturas que comparten una convicción: este Hombre que camina vestido de blanco para abrazar su propia muerte, seguido por una Madre desconsolada, despreciado por todos, sometido a la penitencia más rigurosa; Éste de quien escribió el profeta Isaías “varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro”; Éste, Hijo de Dios y convertido por la voluntad del Padre en el último entre los últimos, es quien cumplirá la promesa de nuestra liberación. Por eso le seguimos a Él, no a otros. Por eso Él es nuestro líder: no un hombre poderoso, no un político hábil, no un mago de las finanzas, ni un artista capaz de conmover a las piedras. Le seguimos a Él, a un condenado. Y es este condenado al que sacamos a la calle. Al que presentamos como nuestro modelo, como Aquél al que querríamos parecernos. Aquél que nos reconfortará y que hará de nosotros la luz que esperamos. Por eso lo presentamos como presentan a los grandes estadistas, a los grandes héroes, a los prohombres de todas las épocas, aclamados por las masas, llevados en volandas, protagonistas de la Historia; Él, Jesús Cautivo, es nuestro protagonista de la Historia. Y con Él, su madre, María Santísima de la Trinidad. La mujer que lo hizo todo posible. La que ganó el derecho al futuro con una sentencia definitiva, con la invocación más importante que nadie nunca ha podido pronunciar jamás: “Hágase en mí según tu Palabra”. Que sea tu voluntad, no la mía. En el mismo centro de la Historia, nuestra María Santísima de la Trinidad se da sin reservas, de manera absoluta: se niega a sí misma porque sabe que hay un amor más grande, y así es como Ella, nuestra Madre, queda incorporada a este amor sin medida. Hoy, ante nosotros, en el camino de Jesús a la Cruz, nuestra Dolorosa se reafirma: “Hágase en mí según tu palabra”. Por más que el dolor se acreciente, el amor es más fuerte. Por más que no exista una manera humana de comprender ante el horror de la injusticia, el mismo horror que nos sacude hoy a diario en un mundo donde tantos inocentes siguen muriendo en la Cruz, Ella tiene la llave que abre todas las puertas: no ser yo para que Tú seas. Y en esta donación de María, en esta entrega hasta la última lágrima, en esta manifestación rotunda de libertad, a todos se nos da una nueva oportunidad para ser libres. Nadie nos ha dado nunca motivos para la esperanza como los que Jesús Cautivo y María Santísima de la Trinidad han ganado para nosotros, hoy, aquí, ahora, en este día de marzo, al igual que ayer, al igual que mañana. No, no estamos aquí para hacer algo bonito, ni para que se hable bien de la Semana Santa de Málaga, ni para colgarnos medallas. Estamos aquí porque hemos hecho una apuesta y hemos apostado nuestras vidas: todo o nada.

Y lo hacemos sin programas, sin tratados, sin explicar nada a nadie. Cuando Jesús Cautivo y María Santísima de la Trinidad salen a la calle, no hay discursos que valgan. Porque todos hemos aprendido que las palabras no nos sirven para expresar lo que sentimos. Lo que ofrecemos al mundo es una imagen, porque disponemos del arte a nuestro favor para indagar en lo que somos incapaces de decir y sacarlo a la luz: la imagen de Cristo condenado y apresado y la de su Madre, herida en lo más hondo de su espíritu. Mediante esta representación, hablamos. Compartimos lo más importante de esta manera, sin abrir la boca. Nos cargamos de razones en virtud de la talla. Escuchamos la Palabra de Dios y la devolvemos así, tornada en materia, en obra viva para que, después del oído, sea el ojo el que encuentre su consuelo, porque no nos salen las palabras para hacerlo de otra forma. En este tiempo, en esta ciudad, nuestra profecía sigue siendo ésta: un hombre que camina hacia la Cruz acompañado de su Madre. Es decir, un hombre en su máxima dimensión de humanidad. Una fórmula por la que todo aquello que nos hace humanos y nos reconoce como tales se eleva a su máxima potencia: nunca, nadie, jamás fue tan hombre como es este Jesús Cautivo, entregado por todos, capaz de llevar su compromiso hasta las últimas consecuencias. Presentada así esta imagen, no tenemos nada más que decir. Ésta es, si se quiere, nuestra última palabra. Una palabra mecida en la calle, llevada al corazón mismo de una ciudad y de quienes la habitan, acaso el mismo corazón del mundo, la fuente en la que no hay distinciones entre nosotros, en la que todos somos uno. Somos conscientes de que esta declaración de intenciones, articulada así, en la imagen de un Hombre dispuesto a morir seguido de cerca por una Madre desconsolada, puede hacernos parecer incompetentes. Que este siglo prefiere expresarse a base de lemas y de consignas lanzadas como puños al contrario. Pero tampoco estamos aquí para parecer más listos que nadie, ni siquiera para convencer a quien pudiera quedar convencido. Ya el propio Jesús dio gracias al Padre por haber revelado estas cosas a las gentes sencillas, no a los sabios ni a los intelectuales respetados. Jesús hablaba a quienes desde los albores de la misma humanidad por Él rescatada representaban con imágenes todo lo que su lenguaje no les permitía expresar. A quienes, conscientes de sus límites, recurrían a la representación dado que no podían competir en la calidad del discurso con poetas y oradores. Por eso, igual que Cristo sacó la presencia de Dios en el templo para sembrarla en el corazón del hombre, nosotros sacamos su imagen de las iglesias para presentarla en el corazón de nuestra ciudad, de nuestras calles, de nuestros vecinos, de nuestro día a día. Pero no es un personaje histórico lo que subimos a un trono, ni una recreación del pasado lo que inundamos de incienso. No nos mueve la evocación de un milagro, ni un misterio difícil de entender. No es un dios antiguo lo que veneramos, ni una divinidad esculpida. Lo que sacamos a la calle cada Lunes Santo es a nosotros mismos, nosotros, que deseamos compartir la suerte de nuestro Señor y de nuestra Madre, de su mano, en el mismo camino, con la misma entrega e idéntico desenlace. Somos nosotros, rescatados por Cristo, los que hemos quedado cautivos con Él. Lo que presentamos al mundo es nuestra humanidad incompleta, fragmentada, perdida, sin norte, pero en Él al fin entera, colmada, una humanidad absoluta, sin fisuras: la misma humanidad que Jesús atesoró dando la vida por todos. Amando a todos hasta apurar el cáliz. Esta imagen es la de un Hombre en la cumbre de su Pasión, y el propio Jesús nos invita a que sea nuestra propia representación, la de todos y cada uno. La presencia que nos preceda, nuestro reflejo en el espejo, el reconocimiento de nuestra identidad. En esta imagen, la de Jesús Cautivo y la de María Santísima de la Trinidad, cabe nuestra particular historia, nuestros deseos, nuestros anhelos, nuestras derrotas, nuestras ilusiones, nuestras quimeras, nuestras causas perdidas. Caben todas las ocasiones en que fuimos capaces de amar y perdonar y todas las veces que no fuimos capaces; nuestras virtudes y nuestros defectos, lo mejor de nosotros mismos y también lo peor de lo que somos capaces. Con estos mimbres, Cristo se convierte en artista y talla para nosotros una humanidad nueva. Igual que la humanidad reconoció en el Padre la calidad de alfarero que crea sus obras a partir del barro, Jesús ejercita su arte a partir de lo que nosotros, hoy, le ofrecemos. Y así nuestra incapacidad de decir y comprender todo lo que quisiéramos queda de alguna forma redimida. Él, junto con su Madre, nos acepta, camino de la Cruz, tal y como somos. No rechaza ningún color ni ningún matiz, por oscuro que sea; todos le sirven para la culminación de su obra. ¿No vamos entonces, nosotros, a cuidar la nuestra? ¿No vamos a revestir el arte con el que queremos expresar todo esto de la manera más digna? Cuando hablamos de nuestro arte religioso como patrimonio, no nos referimos únicamente a un legado que podría admirarse en un museo: hablamos de un patrimonio hecho con la esencia de cada uno de nosotros. Con lo más pequeño. Porque Cristo ha preferido las piezas más pequeñas a la hora de modelar y ensamblar su trabajo.

Voy llegando al final de este intento vano de explicar lo que no puede ser explicado y se va haciendo más notoria la razón de Wittgenstein: más me habría valido callar la boca. Lo verdaderamente importante respecto a lo que nos ha unido está en todo lo que no he sido capaz de decir. Sin embargo, os invito a leer entre líneas. A encontrar una pista, una posible huella del corazón en los silencios que mis palabras han dejado. Porque es ahí, en lo que sigue oculto, en lo que no termina de decirse del todo, donde con más fidelidad podemos expresarnos. Existe un término que define a la perfección este arte, pues como tal debemos considerarlo: la poesía. Según determinada tradición filológica, podemos traducir la expresión griega poiesis como engendrar, dar a luz. Y de aquí se deriva otra traducción aceptada: iluminar. Hacer visible lo invisible. La función de la poesía es, entonces, sacar a la luz lo que permanece en la sombra a través de un instrumento tan endeble y limitado como la palabra. Pues bien, la labor de quienes acuden al encuentro de Jesús Cautivo y María Santísima de la Trinidad es, exactamente, una labor de poetas. Nuestro cometido es hacer visible lo invisible. Engendrar y dar a luz. Por eso, preparados ya para el próximo Lunes Santo, os invito a ser luz. A no poner coto ni excusa a la emoción. A que este encuentro nos inunde y nos complete hasta el último poro de nuestro ser. A derribar los muros, a echar abajo las fronteras, a superar los escrúpulos, a destruir los miedos. A permitir que este Jesús Cautivo, entregado a la muerte, junto con María Santísima de la Trinidad, culmine la conquista de todos y cada uno de nosotros. Amados entonces hasta este punto, daremos a luz la verdad que este mundo precisa. La palabra que nos reconocerá a todos como hermanos, en una fraternidad inquebrantable. Sea nuestra vocación esa arma cargada de futuro que es la poesía. Digamos, como San Juan el Evangelista: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella, y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres; y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron”. En su presencia, en la calle, en los varales o en el desfile de nazarenos, bajo el peso del trono o en el recogimiento de la oración, en la esperanza de una promesa o en el aroma del incienso, en el instante preciso en que sentimos que el tiempo se detiene, bajo los mantos de flores, habremos de ser poetas colmados de esta Palabra. En esta procesión que nos devuelve a nuestra infancia, en las plazas y las calles que conocemos, en el mercado donde compramos, en las esquinas donde paseamos, en el caminar de Jesús Cautivo y su Madre bajo los balcones, a la luz de las farolas, nuestra misión será la de engendrar esta criatura; para que luego, en las mismas calles y plazas, en los mismos balcones y bajo las mismas farolas, en iguales esquinas, todos y cada uno de los días del año, podamos compartir y dar a conocer esta luz recibida el Lunes Santo. Os invito, cofrades, a que abráis los cofres. A llevar a la calle la experiencia de hermanos que atesoráis en vuestro quehacer diario. A derramar en esta Málaga en la que vivimos, siempre de paso, la riqueza que vuestra hermandad multiplica. A anunciar bien claro en este tiempo que es posible ser hermano de nuestro prójimo, amarlo, hacer nuestra su desventura, compartir su suerte, respirar sabiendo que nada de lo que le sucede nos es ajeno. Tanto, más aún, necesitamos esa luz de hombres nuevos, recién nacidos, que Jesús Cautivo y María Santísima de la Trinidad, con su serena mansedumbre, con su entrega sin fisuras, con su amor sin límites, nos prometen hoy. Y por los siglos de los siglos.

Muchas gracias.

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