Semana Santa en Málaga

Y sin embargo, el Cautivo

  • Que la Trinidad no se resigna a la nostalgia quedó demostrado en una jornada de largas colas y esencias contenidas

  • Las distancias de seguridad, eso sí, brillaron por su ausencia bastante más de lo deseable

Complicidad entre madre e hija ante el Señor de Málaga.

Complicidad entre madre e hija ante el Señor de Málaga. / Marilú Báez (Málaga)

Antaño, cuando uno llegaba a la Plaza Montes el Lunes Santo por la tarde lo único que podía hacer era mirar a un lado y a otro dándose un aire de explorador subtropical, mano izquierda en la barbilla, gesto de estratega y vistazos cortos y continuos al reloj; barajar las opciones, calibrar los volúmenes y diseñar la ruta exacta para la más apurada aproximación a la casa hermandad por encima de todo el gentío, de todos los incondicionales, de los vecinos y de los llegados lo mismo de Australia que de Alfa Centauri, con tal de ver la salida del Cautivo como Dios manda; o, a modo de alternativa razonable, quedarse allí y esperar la procesión; incluso, quién sabe, probar suerte en la calle Carril o algún otro recoveco exótico, competir con los indígenas atrincherados en los portales y con los hábiles escaladores de los muros que delimitan los solares por un hueco en la acera. Así fue hasta el año pasado, en una era anterior en la que nadie hablaba de pandemias ni de mascarillas. Este Lunes Santo, la situación era la misma: había que componérselas, armarse de paciencia, hacer acopio de resignación estoica y buscar orientación entre verdaderos ríos de fieles. La diferencia es que Jesús Cautivo no salió de su casa: ofrendada la liturgia y bendecido el trono, el Señor de Málaga se quedó a cubierto, cancelada la procesión, para que los suyos, los de siempre, y algún que otro neófito incauto, admirasen la hermosura y la honda espiritualidad de su talla.

Paciencia para llegar a la casa hermandad. Paciencia para llegar a la casa hermandad.

Paciencia para llegar a la casa hermandad. / Marilú Báez (Málaga)

Conforme avanzaba la tarde, la cola no hacía más que crecer en dirección a San Pablo en un signo de devoción compartida por miles. La primera señal de la paradoja tenía que ver, justamente, con el orden respetado en las colas, con escrúpulo general aunque, ya saben, siempre hay alguna confusión o algún listillo de más. El caudal de almas aconteció, múltiple y diverso, como una legión dispuesta a conquistar el continente, pero en una fila india que contrastaba con las apreturas, las aglomeraciones, el búscate la vida y el sálvese quien pueda que acontecen en cada salida procesional del Cautivo y la Virgen de la Trinidad. No faltó quien, para no perder la costumbre, se encaramó a la reja del balcón de algún corralón cercano para regalarse una panorámica a la altura. Cubierto cada cual con su mascarilla, convertida ésta así en imprevista aliada para el recogimiento penitencial a modo de ideal complemento nazareno (no faltaban mascarillas que lucían bordados con la imagen del Cristo y otras muchas bondades del merchandising doméstico), allá que se plantaron los imprescindibles del Lunes Santo, sin excesivo respeto a las distancias de seguridad (en no pocas ocasiones, ninguno) pero con lágrimas en los ojos, promesas en los labios, la alucinación en las miradas debutantes y un sentir general entre la frustración y el respeto debido. Aunque no saliera en procesión, seguía siendo el Cautivo. El nuestro.

Colas bien nutridas en la Trinidad, este lunes. Colas bien nutridas en la Trinidad, este lunes.

Colas bien nutridas en la Trinidad, este lunes. / Marilú Báez (Málaga)

Y, sin embargo, a pesar de la quietud que parecía envolver la escena, sobrepuesta a esta paradoja más propia de una procesión suspendida por la lluvia, la Trinidad aprovechó la coyuntura para reivindicarse, gustarse y sentirse igual que si su Virgen hubiera pisado la calle, como si las marchas procesionales que sonaban en la calle tuviesen, al fin sentido. Allí estaba el barrio, espléndido, dispuesto a aprovechar el escaparate que se le ofrece cada Lunes Santo como si la vida le fuera en ello: no hubo calle Mármoles, no hubo Puente de la Aurora, pero los bares que se extendían entre San Pablo y la calle Sevilla ardían de clientela, de tazas de caldo de pintarroja servidas a las cinco de la tarde, de familias que decidían merendar antes de hacer cola, del flamenquito que salía del interior de algunos coches. A lo largo de la calle Trinidad corrían a toda pastilla lo mismo turistas armados con cámaras de vídeo que acérrimos llegados desde Carranque con una camiseta del Málaga, chavales en plena contienda futbolística, jovencitas en pijama y hasta dos canis que, descamisados y sin mascarilla, practicaban algo parecido al skate pero sin tabla dándose de mamporros contra una esquina. Había colas no menos largas para comprar torrijas, chucherías, útiles de papelería, cualquier cosa que vendieran en los chinos y, un par de manzanas más allá, para hacerse un tatuaje en un local de ambientación satánica. Como partida en dos hemisferios, la Trinidad mostraba por un lado recogimiento y por otro frenesí primaveral, a un lado la virtud, al otro el delirio; sin embargo, a poco que se prestara atención cabía advertir la mezcla orgánica de ambas mitades, los que guardaban cola mientras se metían un cartón de churros entre pecho y espalda a la vez que, a escasos centímetros, alguien rezaba una oración solitaria, los que abrían una lata de cerveza de treinta céntimos mientras contaban los minutos para ver al Señor, los que no sabían qué hacían allí y los que no dejaban de lamentar que tampoco hubiera procesión este año, es que hay que ver, y encima parece que está más nublado, como nos caiga un chaparrón ya me dirás cómo lo hacemos.

Colas y ambiente, mezcla y paradoja. Colas y ambiente, mezcla y paradoja.

Colas y ambiente, mezcla y paradoja. / Marilú Báez (Málaga)

Quedó así confinada también a su manera la impresión de ciudad viva, latente, radiante, empujada a golpe de sangre y de deseo, de tradición y de crisálida por romper, en este escenario quieto, en el que había que prestar más atención que nunca a los detalles ínfimos, en el que Málaga se acogía a una tristeza tibia y, a la vez, a una esperanza cálida. La Trinidad se reivindicó, sí, en su identidad y su médula, por encima de los cuentos de colores agitados en el centro para atraer a los turistas. Y Jesús Cautivo fue Señor de todos.

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