HACE años, paseando por el Paseo Marítimo de Málaga, mi amigo José Antonio Montano me señaló uno de los hoteles que daban al mar y me dijo que su padre, muchos años atrás, había trabajado como albañil en la construcción del hotel. Ahora me entero de que aquel hombre, Miguel, ha muerto a los 81 años. Nunca lo conocí, pero he podido ver una foto que su hijo colgó en su blog, en la que se veía a un hombre de espaldas, con gorra, viajando en autobús. Por lo que sé, Miguel fue un hombre modesto que trabajó durante toda su vida y que sólo lamentó no haber podido estudiar una carrera. Por suerte, sus tres hijos sí pudieron hacerlo. Ése fue -imagino- su gran orgullo. Y vivir toda su vida sin llamar la atención, como ese pasajero silencioso que viaja delante de nosotros en el autobús y que se limita a mirar por la ventanilla mientras el sol benigno de primavera le acaricia la cara.

No sé si hemos sido justos con la generación a la que pertenecía Miguel, esa gente que nació durante la Guerra Civil y la posguerra y que sufrió toda clase de penalidades y que jamás se quejó ni protestó ni dio la lata. Esa gente trabajó y ahorró y jamás malgastó un euro (ellos habrían dicho un duro). Y en un país en el que era muy difícil comportarse con dignidad y decencia -el franquismo era un régimen indecente en todos los sentidos-, ellos lograron encontrar, no sé cómo, unas reservas misteriosas de dignidad y de decencia que a veces consistían en detalles tan sencillos como la forma de dar los buenos días o de entrar muy erguidos en una dependencia oficial. Ahora la palabra decencia parece haberse borrado de nuestro vocabulario, pero si en estos últimos años nuestros políticos y empresarios hubieran sabido vivir con una mínima parte de la decencia que Miguel -y la mayoría de sus compañeros de generación- pusieron en sus vidas, este país habría sido un lugar próspero y habitable del que todos podríamos sentirnos orgullosos. Por desgracia no ha sido así.

Miguel tenía 42 años cuando empezó la Transición. Recuerdo cómo me enfurecía, a los 18 años, oír a los adultos de entonces pidiéndonos un poco de calma y de sentido común. ¡A la mierda el sentido común!, gritábamos. Ahora me doy cuenta de la suerte que tuvimos cuando las personas como Miguel lograron mantener en nuestro país una parte importante de la calma y del sentido común con el que ellos habían sabido vivir. Por ese regalo que nos hicieron en su día nunca supimos darles las gracias. Desde aquí me permito hacerlo ahora. Gracias, Miguel.

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