calle larios

Pablo Bujalance

La educación sentimental

El Instituto Portada Alta cumple 25 años y un servidor tiene algo que decir al respecto Al final, uno es aquello que otros creyeron que podía llegar a ser Lo mejor es poder decir 'gracias'

PERDONARÁN ustedes que vuelva a Kurt Vonnegut, pero a partir de cierta edad ya puede uno escoger a sus padres. En los primeros años del siglo XXI, no mucho antes de su muerte, el escritor norteamericano, preocupado desde siempre por la educación, afirmó ante un aforo repleto de jóvenes universitarios recién graduados: "Si dejas a un niño con un ordenador, el ordenador le dirá al niño lo que el mismo ordenador es capaz de hacer. Pero si le dejas con un buen maestro, el maestro dirá al niño lo que el mismo niño es capaz de hacer". Tengo la fortuna de recordar el momento preciso en que alguien, una vez, me hizo ver todo lo que yo era capaz de hacer. Y sí, ese alguien fue un profesor. Yo ya no era un niño, estrictamente, sino un adolescente alelado, lleno de granos y complejos y con cara de haberme caído de todos los guindos. Pero es que nadie se había preocupado por decírmelo antes, así que aquella ocasión tuvo para mí validez fundacional. Sucedió en el Instituto Portada Alta, donde estudié BUP y COU entre 1991 y 1994. Y fue allí donde comprendí, de una vez, que podría hacer con mi vida lo que quisiera. Que no debía ponerme límites, ni conformarme con lo fácil, sino aspirar a la felicidad a través de mi formación. Fue allí donde descubrí el poder del lenguaje, el funcionamiento del mundo, las leyes de la física, la maravilla fecunda del pensamiento. Fue allí donde hombres y mujeres con nombres y apellidos me hicieron leer a Camus, a Joyce, a Orwell, a Unamuno, a Galdós. Fue allí donde la literatura se convirtió en mi mecanismo predilecto para la aproximación a lo humano, donde la educación se hizo voluntad, donde el periodismo se alzó como vocación. Fue allí donde la realidad se tornó materia a través de la química, donde la abstracción matemática tuvo, por primera vez, sentido. Donde aprendí hasta qué punto el mito de la caverna define nuestro tiempo, donde me atreví a poner en solfa a Freud con la aprobación de una profesora que prefirió darme la razón. Fue allí donde profesores como Asun, María Victoria, Mario, Sagrario, Luis, Rafael, Antonio, Juan y tantos otros hicieron de mí el que soy, como Yahveh en la zarza. También pasé momentos malos, por supuesto: la experiencia nunca puede desproveerse de las sombras. Pero doy por buenas todas y cada una de ellas. Después de todos los debates baldíos sobre educación, en un país incapaz de alcanzar un pacto que garantice su estabilidad, con la formación sometida a los más desquiciados vaivenes ideológicos, consumida al cabo por obra y gracia de tecnócratas sin escrúpulos, todavía falta por comprender que el fenómeno educativo, aquella llama que predicara Montaigne, depende, tal vez más que de ninguna otra cosa, de los afectos. Entre aquel maestro y aquel niño prefigurados por Vonnegut, para que el segundo comprenda todo lo que es capaz de hacer y ser, es necesario, ante todo, que los dos sean personas y se comporten como tales. Cuando semejante hermandad estalla, es cuando el conocimiento sucede. Pero esto, ya lo ven, lo anunció un tal Sócrates. Cuántos milenios acumula ya esta verdad silenciosa.

El Instituto Portada Alta cumple ahora 25 años como referente en muchas cosas, especialmente la mediación social entre alumnos, asunto en el que es pionero a nivel nacional. Anclado en un barrio de la vieja periferia, el centro supo sobreponerse a las connotaciones negativas que demasiados listillos quisieron ver en su nombre y transformarse en modelo de lo que debe ser un templo de la enseñanza pública. Para mí, sin embargo, Portada Alta es referente por el material humano que ha trabajado y trabaja en sus aulas. Gente que educa tanto el corazón como la cabeza, y que yo luzco en mi solapa como el mejor premio que nadie podría darme nunca. Lo mejor es poder decir gracias, cada día. Esta educación sentimental, y no la de Flaubert, sí vale una vida.

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