De libros

"Una metáfora es a veces más real que un adjetivo"

  • Isabel Mellado publica 'El perro que comía silencio', un libro sobre la música y la vida

Un chucho que una vez fue bautizado como Croqueta, pero que prefiere llamarse a sí mismo Zorba, el perro, sabe tras varios abandonos que "casi ningún hombre tiene palabra, pero todos tienen silencios y eso es lo esencial". El animal, "un perro free lance de pueblo", articula una reflexión sobre la autenticidad de los silencios: el de los enamorados "huele a bistec y anhelo", el de los cónyuges "suele ser turbio y estrecho y no es solo uno compartido, sino al menos dos, por lo general antagónicos". No es casual que esta historia dé el título y abra el primer libro de relatos de Isabel Mellado, El perro que comía silencio (Páginas de Espuma), un conjunto de historias sobre esas revelaciones escondidas en lo insospechado -las réplicas imprevisibles con que sorprenden a veces los espejos, las vibraciones secretas que fluyen en los colores- que bajo una superficie de deliciosa ingeniudad se reserva un paseo por las honduras y los abismos de la existencia. El desamparo, el temor a la muerte y la necesidad del arte como refugio son algunos de los asuntos que trata el volumen. "Es cierto que hay cuentos que parecen naifs, pero no lo son, tratan cuestiones con cierta profundidad", se defiende esta autora chilena afincada en Granada.

En la inventiva de Mellado uno puede comprar un abrazo en las rebajas o mantener relaciones con un pez, y La Gioconda, una Mona Lisa "vencida por el cansancio" de los siglos transcurridos, se erige como un símbolo de la soledad más absoluta. "Hay mucha imaginación, pero yo me he criado con la metáfora, para mí es casi algo concreto, una pinza que vincula dos ideas que te da un resultado más directo que un simple adjetivo", asegura Mellado. "En el caso de la historia del pez, utilizo un método surrealista, pero estoy hablando de algo muy doloroso y muy real, como son las relaciones contemporáneas: tú no te das cuenta pero te puedes ir a la cama con un pez, con alguien resbaladizo. Y con La Gioconda, por ejemplo, estoy tratando el tema de la eternidad", apunta la escritora, que cree que una metáfora es "la manera de decir algo terrible". A Mellado no le gustan los efectismos, prefiere la sugerencia. "Creo que era Nabokov quien decía que el arte era la compasión. En el libro se habla de la soledad, pero se hace con ternura".

En El perro que comía silencio, Mellado no oculta el oficio al que ha consagrado su vida antes de debutar en la narrativa. Lleva, dice, "más de 30 años tocando el violín", y ha querido "llevar los recursos de la música al texto". Se ha preocupado de "trabajar el lenguaje como si cada palabra fuese una nota", y ha compuesto una partitura compleja en la que tienen cabida las emociones más diversas, "relatos con un tono algo melancólico y frágil, otros con un tono más feroz". Al fin y al cabo ha sido su trabajo como intérprete, su relación con el instrumento, los que le han forjado el oído como autora. "Si me preguntan si tengo alguna influencia, la primera es la música, más que un escritor específico", reconoce sin titubeos, y es por ello por lo que en su creación se advierte la voluntad de ser lírica: "Me interesa no sólo lo que estoy contando, sino cómo lo estoy contando", manifiesta.

Y como el perro del título, la chilena tampoco quiere ser domesticada y opta por la libertad. "No quiero estar presa de una partitura, de una pauta a seguir. Me gusta pasar de un registro poético a algo desenfadado. Lo que quiero es expresarme a través de los cinco sentidos, o de los seis, con el sentido del humor como el sexto". La capacidad de moverse entre mundos diferentes "tiene que ver con mi vida", explica Mellado. "Nací en Chile, vivo entre Granada y Berlín; mi madre es artista, mi padre poeta".

Dentro del conjunto destaca un cuento, El concierto (La otra historia), en el que la autora describe la experiencia de un grupo de intérpretes ante el público. "Quería compartir con los lectores el placer y la pesadumbre de ser músico", explica. Y aunque en el relato se precisan rituales como "nada de café ni de sexo" antes del concierto, o guardar una patita de conejo en el bolsillo de frac, Mellado aclara que "es cierto que toda persona tiene un ritual, pero ese relato no es autobiográfico. En esa historia sí hay cosas muy reales: ese pasar del miedo a la catarsis, a sentirse una célula más dentro de un animal megalítico, ese momento magnífico de cuando logras vencer tus miedos y ser un coágulo sonoro junto a tus compañeros".

El último fragmento de El perro que comía silencio se compone de Huesos, un arsenal de frases contundentes entre la reflexión y el divertimento que Mellado se resiste a catalogar con una definición concreta. "Algunos dicen que son greguerías, otros que son haikus. Para mí son huesos. No son simplemente juegos de lenguaje: hay de todo, algunos son románticos, otros juguetones". La escritora acompaña estas líneas con ilustraciones hechas con su iPhone. "Soy muy curiosa y dibujar era algo que tenía pendiente. Empecé a hacerlo con el teléfono. No tenía miedo, si no salía lo borraba. Ha sido como hacer música con los dedos", cuenta sobre el proceso. Entre los trazos, que van desde un átomo enojado hasta una mujer quejándose, sobresale la figura de Pessoa, de la que Mellado se siente orgullosa. "Me salió clavadito, ¿verdad?", pregunta la escritora entre risas.

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