Platón de Atenas | Crítica

El hombre que inventó la filosofía

La Academia de Platón (mosaico pompeyano del siglo I d.C.).

La Academia de Platón (mosaico pompeyano del siglo I d.C.).

Para la mayoría de la humanidad que termina el bachillerato, Platón es sinónimo de una extraña gruta donde viven encadenados unos hombres medio ciegos y de un examen que equivale a un espléndido dolor de cabeza. Inútil argumentar que hay más, mucho más: de nada sirve citar los mitos deslumbrantes del Fedro y la República, los laberintos de argumentaciones del Sofista, la arquitectura cósmica del Timeo, el patetismo a media voz de la Carta Séptima. Y todo ello porque, igual que en el caso de la mayoría de los filósofos, el pobre Platón vive sepultado por su leyenda: qué va a ofrecernos esta rocosa cabeza que decora portadas en bibliotecas y seminarios, qué aliento verdadero, vital, puede brotar de un busto cuyo modelo se extinguió hace la friolera de más de dos milenios. Y sin embargo, sí, Platón fue hombre, y estuvo hecho de carne y sangre, y amó y odió, y sufrió envidia y picores, y como resultado de todo ello alumbró esa cosa misteriosa y brillante, su filosofía.

De un tiempo a esta parte observamos que, desde consideraciones similares a las que acabo de avanzar, las editoriales se han dedicado a ofrecer biografías de filósofos con un objetivo en la mira: el de demostrar que también eran personas, que su filosofía también era de este mundo. Y no es un propósito fuera de lugar: porque cuando se estudian en las aulas o se recorren en las ediciones conmemorativas, los productos de estas mentes privilegiadas parecen una cosa enorme y remota, inasequible al hombre medio que tiene problemas de hipoteca y vuelve a casa a poner la lavadora. Como es natural, la reciente moda filosófico-biográfica ha escogido fundamentalmente a autores de los que nos separan una distancia de pocas décadas o pocos siglos, porque, aparte de que el contraste de mentalidades es menos brusco, la labor de documentarse y seguir pistas resulta facilitada por la inmediatez. Por eso una semblanza de Hannah Arendt o de Heidegger se prefiere a otra de Kant, o por supuesto de Agustín de Hipona, y no digamos ya nada menos que de Platón.

Cubierta del libro. Cubierta del libro.

Cubierta del libro.

Quien desee emprender una crónica de la vida del pensador más importante de todos los tiempos y del mayor prosista del griego clásico, del inventor de la filosofía en sentido estricto, del padre de la forma de pensar occidental que, por activa o por pasiva, sigue funcionando en tu mente y en la mía y en la de nuestro vecino de rellano, se enfrenta a no pocas dificultades. La principal de ellas tiene que ver, creo yo, precisamente con la lejanía: muchos son los siglos que nos separan de este niño bien de la sociedad ateniense de su tiempo que un día decidió quemar sus poemas y consagrarse a esa cosa nueva e insólita, la filosofía, de la que casi nadie sabía nada. La tradición que vino luego admiró tanto sus obras que pronto rodeó su existencia de cuentos, leyendas, anécdotas y casualidades entre las que un biógrafo se ve obligado a caminar a tientas, como en el fondo de esa famosa caverna a la que su nombre quedará eternamente asociado. Y sin embargo es una labor meritoria y necesaria, que Robin Waterfield ha culminado con un sobresaliente.

El libro va más allá de la biografía: el lector curioso extraerá de aquí pormenores sabrosos sobre la civilización griega

La portada de la edición de Rosamerón, que presenta el título de Waterfield ahora al castellano, avisa de que se trata de la primera biografía moderna de Platón, y no miente. Todas las vidas de Platón que poseíamos hasta la fecha estaban redactadas por especialistas para un público restringido, y aparte del plúmbeo detalle documental, solían demorarse en cuestiones perfectamente arcanas para el no iniciado en filosofía. No sucede esto con la de Waterfield, que recomendamos sin reservas: no sólo porque detalla recodo a recodo cada uno de los giros de la peripecia vital de su protagonista (sus vínculos familiares con los tenebrosos Treinta Tiranos, su conversión tras el encuentro con Sócrates, el primer viaje a Sicilia, la fundación de la Academia, el amor por Dión, el otro viaje y la catástrofe de la ciudad de sabios), sino porque, también, accede a explicarnos despacio las ideas que gestó, así como las de sus contemporáneos o rivales, con una claridad expositiva que nada aleja del rigor. Aparte de distraerse con los eventos de la vida de un hacendado del siglo IV a. C. que tuvo la excentricidad de dedicarse a pensar, el lector curioso extraerá de aquí pormenores sabrosos sobre la civilización griega de la última democracia y un curso acelerado de filosofía clásica, con el que andará bien pertrechado para empresas más riesgosas. Un libro que todo el mundo debería leer, que debería querer leer: pues la filosofía, recalcan tanto el Banquete como el Crátilo, es hermana del deseo.

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