Yo me bajo aquí

Con los verdiales, las trompetas y el 'chundachunda' metido en el cerebro podría parecer que la fiesta todavía continúa Pero acabó y antes de decir adiós hubo que exprimir las últimas horas

Un clásico que nunca defrauda, la Barca Vikinga tiene su público en las noches del Cortijo de Torres.

21 de agosto 2016 - 01:00

CON los ojos cerrados aún se pueden hoy escuchar los violines, los platillos, las voces rasgadas de los verdiales. Metidas en el cerebro están las trompetas y tambores de las charangas, el chundachunda de los bares de copas. La repetición ha creado el espejismo y casi podría parecer que esto no ha terminado. Pero ayer de dijo adiós a ocho días ininterrumpidos de fiesta -gracias al cielo, dirán algunos-. Hoy serán los más pequeños los que llenen el Cortijo de Torres para poder sacar más rentabilidad a los euros de sus huchas con los carricoches rebajados de precio. Pero para el resto, para aquellos que buscaron en Málaga la excusa perfecta para despedir su soltería, para los grupos de amigos que nunca se saltan un agosto para desfasar en libertad y correrse una juerga antológica, para los turistas que vinieron por primera vez y se han quedado con ganas de repetir, para los adolescentes que pudieron saltarse límites horarios, para los que aprovecharon la diversión dos días, tres, cuatro... Para todos, ya no habrá más hasta el año que viene. Pero una charanga recordaba ayer por la tarde en la calle Larios que "no hay que llorar, que la vida es un carnaval y las penas se van cantando". Mejores versos imposibles para una despedida.

Aunque antes de decir adiós se vivieron con intensidad las últimas horas, acompañadas de un terral que hacía caerse el sol a pedazos. Según el Centro Meteorológico, 38 grados marcaron los termómetros en el centro, 39 en El Cónsul y 40 en el aeropuerto, el segundo día más caluroso junto al pasado 4 de agosto, que se alcanzaron los 41,7. El aire caliente y denso golpeaba las cabezas y los estómagos poniéndolos del revés y los que salían de un espacio con aire acondicionado no podían entender cómo el personal se divertía en mitad del infierno. Los abanicos eran ayer artículos inservibles, imposibles de aportar fresco. El hielo era la única opción oportuna. También los helados. Por eso la decena de empleadas de Casa Mira no daba abasto para atender a la multitud congregada ante su mostrador.

Eso y los grados de alcohol, que nublaban nuevamente el sentido para fijar la atención en lo único importante, la jocosa celebración del instante. Junto al Café Central una pareja vestidos en homenaje a Andrés Iniesta y Mireia Belmonte bailaban salsa con una soltura que dejaban junto a ellos un corro de mirones. En la Constitución, a pesar de la luz cegadora de las cuatro de la tarde, se seguía bebiendo y bailando. Una charanga llevaba su música de una a otra calle sin dejar de tener legión de apasionados en cualquiera de sus paradas. Se apuraban así, como cualquier otro día, los coletazos definitivos de la Feria del centro para irse luego al Cortijo de Torres, tomarse la última y seguir bailando hasta irse a dormir la mona bien a gusto con las primeras luces del domingo.

Pero antes de este desembarco, en el recinto ferial atardecía de la mano de los más pequeños. Las calles de las atracciones aún no estaban llenas. Carmen paseaba de la mano de su padre. Ansiosa, miraba a izquierda y derecha con ganas de montarse en cada atracción que veía. El toro mecánico fue su primera opción. Se rió a carcajadas, puso cara de miedo la primera vez que se cayó, se levantó, volvió a cabalgarlo y pisó la colchoneta una y otra vez con las batidas del bicho mecánico. Después llegó el dragoncito y un grito en cada una de las bajadas a toda velocidad. Y tras él la rana, el cangurito, el zig-zag... Su cara lo decía todo. Era, simplemente, una niña de cinco años encantada de dar vueltas y más vueltas, de sentir cosquillas en el estómago acompañada de sus amigos.

Pero en este territorio también los mayores juegan a ser niños durante un rato, se montan con sus hijos en los paseos, descargan su adrenalina a grito pelado y se recargan junto a ellos de energía positiva. Pero los decibelios en ese espacio -algunos niños se tapaban las orejas con las manos ante tanto escándalo- hacían imposible la conversación así que, transcurrido el tiempo de cacharritos, llegó la hora de cambiar de escenario, sentarse en alguna caseta y reponer fuerzas con una cena y una bebida fresca.

A esas horas de la noche, en torno a las 23:00, las casetas más solicitadas para comer estaban repletas. En la Peña Recreativa Trinitaria encontraron Carmen, su padre y sus amigos encontraron una mesa y allí comieron y charlaron hasta que los niños comenzaron a demandar un postre. Un helado y algodón de azúcar para rematar la velada. Luego, de nuevo el paseo hasta el coche con la música de Huecco de fondo, que actuaba en el Auditorio Municipal.

Los caballos que a su llegada se reunían en una de las calles del polígono, junto a Los Prados, ya se habían marchado. El ruido y las luces iban quedando a la espalda. Delante, el globo que llevaban de recuerdo. "Decid adiós a la Feria", pidió una madre a sus hijos cuando se disponían a entrar al coche. Y así lo hicieron a modo de despedida, locos por poder descansar los pies de una caminata que se hace larga para ellos.

En esta última semana la fiesta ha lucido en plenitud, la tradición fue hallada, tocaron una vez y otra las canciones favoritas del respetable, no ha habido cansancio para mirar las estampas más bellas que depara la Feria, se ha presentido lo que aún quedaba por venir y se han vivido las nuevas invitaciones al disfrute. Los que gozan de la fiesta más clásica, de su folclore, de sus caballos, de sus tardes de toros en La Malagueta, la han tenido. Los que han convertido el centro en una macrofiesta sin límites, con botellón incorporado, también. Los que adoran la música en directo han podido cantar y bailar con las bandas locales y los observadores han tenido, como siempre, escenas para contar. Aquí, allí, en lo alto de una terraza, detrás de la barra, junto al mar, de día y de noche, porque la ciudad entera quiso hacer su paréntesis obligado de agosto para no hacer otra cosa más que alegrarse de estar vivo.

Eso sí, el rastro que dejaron volvió a ser demasiado visible, por mucho que los camiones de Limasa se empeñaran en borrarlo cada tarde a las 19:00, con sus camiones escoltados por la Policía, fregando los suelos sin compasión de los que todavía no habían dado por cerrada la tarde. La basura tirada en cualquier lugar, los portales convertidos en urinarios, las intoxicaciones etílicas y alguna que otra bronca han aportado la peor cara, la que se antoja inevitable cada año y la que se pone sobre la mesa para intentar mejorar el año que viene.

357 días. Esos son los que restan para que vuelva de nuevo la feria callejera, la hospitalaria, la que aún aguanta el tipo de sus mil caras, de sus mil formas de vivirlas. Y habrá que estar de nuevo para contarla. Pero hasta entonces, señores, yo me bajo aquí.

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