Calle Larios

Y desaparecer

  • Las visitas masivas a los cementerios estos días contrastan con la tendencia creciente de marcharse al otro barrio sin dejar huella, anónimamente, como si nunca hubiéramos estado aquí

Flores renovadas en el cementerio de El Palo. Aquí, el medio también es el mensaje.

Flores renovadas en el cementerio de El Palo. Aquí, el medio también es el mensaje.

ENTRE huesos de santo y buñuelos de viento volvieron los días de visitas masivas al cementerio, y allá que se armaron los atascos acostumbrados en Parcemasa a mayor gloria del puente festivo. El antiguo camposanto de San Miguel me pilla muy cerca de casa, y siempre resulta ilustrativa su visita, a modo de contacto primigenio con la vieja burguesía malagueña que dejó tras de sí panteones de altura y un rico patrimonio escultórico como santo y seña de lo mucho que la ciudad la tiene, todavía, en consideración. Pero si en alguna liga destaca Málaga es en la de los cementerios: el Inglés, con su reunión fraternal de heterodoxos, constituye una fabulosa anomalía de la Historia que hoy se nos brinda como extracto de otro mundo tan poéticamente insertado en el nuestro, de la mano de una sensibilidad que considera el descanso eterno poco menos que un remanso contemplativo tan resistente como el mismo paso del tiempo (al cabo, aquí hablamos de lo que hablamos: nada de limbos intermedios ni de méritos de ultratumba para incomodar al personal con tal de ganar la gloria) por más que, paradoja, merezca el recinto una recuperación, aprovechamiento y protección mucho mayor de la que hoy percibe, porque si Málaga ha sido en los últimos dos siglos otra cosa se debe, en gran medida, a las historias que aquí cuentan las lápidas. Para honrar a los difuntos, eso sí, siempre merece la pena visitar el cementerio de El Palo, con su católica mansedumbre y su disposición de bosque marmóreo aferrado a la memoria, en cristalina connivencia con los claros zambranianos. Y precisamente mi sepultura favorita de toda la provincia es la que comparten María Zambrano y su hermana Araceli, en Vélez-Málaga, con su epitafio traído del Cantar de los Cantares a modo de declaración inmortal de amor (donde estuviera el poeta antiguotestamentario que se atrevió a firmar con la rúbrica del Rey Salomón, que se quiten Drácula y toda su cohorte de románticos parvularios): Surge, amica mea, et veni. Por no hablar de su entrañable aroma republicano ni de los gatos que rodean la tumba día y noche en correspondencia con lo mucho que se hizo rodear la filósofa de estos mininos mientras vivió (cuando los españoles exiliados en Roma preguntaban a Rafael Alberti cómo se llegaba a la casa de María Zambrano, sus indicaciones no podían ser más claras: seguid el olor a pis). Pero es que la misma provincia de Málaga es rica en cementerios majestuosos, tétricos, inspiradores, maravillosos (presten atención a la programación de Cultopía y aprovechen sus visitas guiadas para conocer algunos): el de Macharaviaya, bellísimo, es un pozo sin fondo de historias tremendas más allá de los Gálvez y los supuestos fenómenos paranormales. Y en Casabermeja, además del cristiano, de tan arrebatada belleza al mismo pie la autovía, el cementerio judío es otro regalo que nos devuelve intacta la esencia, el idioma, el silencio y la música de la (con)fusión de saberes de la que procedemos. Más ahora que la desmemoria campa a sus anchas a instancias del turismo y casi andamos convencidos de que Málaga la inventaron ayer.

La tumba que comparten María Zambrano y su hermana Araceli en Vélez-Málaga siempre está rodeada de gatos. Los mininos rinden homenaje a la filósofa que tanto los prefirió en vida

Es más, muy a pesar de los cementerios monumentales de las capitales, prefiero los pequeños dormitorios de los pueblos. Sus lápidas y epitafios informan con mucha más generosidad de méritos en vida, profesiones, campañas, genealogías, dependencias, gustos artísticos y descripciones del carácter. Incluso en los ripios grabados en forma de verso se dejan translucir detalles, gestos, miradas y complicidades que evocan de manera poderosa la presencia de quien al otro lado ya es polvo, más o menos enamorado. En sitios así uno se siente más cerca del ideal de Goethe respecto a la intención de vivir la vida por espacio de tres mil años, como si dentro de cada uno anidaran los que ya no están e incluso los que habrán de venir (vuelvo a la María Zambrano que advertía: “En cada hombre están todos los hombres”. No los de ahora. Los de siempre. Más allá del tiempo). Cómo contrasta esta opción por la permanencia con la tendencia cada vez más extendida de marcharse al otro barrio sin dejar huella, sin un recuerdo, sin una zanja en el terreno, sin unas iniciales en la piedra, de manera casi vergonzosa, sin testimonios, conservados en una urna o disueltos en el mar, como si nunca hubiéramos pasado por aquí. Y al mismo tiempo, qué sospecha de impostura respecto a la posteridad. Nada como un cementerio para preferir vivir. Y desaparecer después.

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