Calle Larios

Greta Garbo ríe en Alcazabilla

  • Pero, ¿qué diantre hace toda esa gente viendo una película de los tiempos de Mari Castaña al aire libre?

  • Hubo una Edad de Oro, cierto, como hay una memoria personal que aspira a redimirse

Entorno monumental para un acontecimiento llamado cine: definitivamente, se han vuelto locos.

Entorno monumental para un acontecimiento llamado cine: definitivamente, se han vuelto locos. / Festival de Málaga

Volvía a casa por Alcazabilla desde la redacción, con las musarañas de siempre (qué desviación, por cierto, tan deliciosa la que conduce de las musas a las musarañas: todas ellas sirven exactamente para lo mismo), y encontré la calle atestada de gente, plácidamente sentada en espontáneas butacas frente a una enorme pantalla de cine hinchable. Caí en la cuenta, comenzaba el ciclo de cine clásico La Edad de Oro, que organiza el Festival de Málaga y acoge el Cine Albéniz, siempre con esta inauguración gratuita al aire libre, con la Alcazaba y el Teatro Romano como hermoso telón de fondo y la temperatura perfecta. Resultó que ponían Ninotchka, la de Lubitsch, y lo primero que pensé fue qué diantre hacía allí todo aquel público, en el que se confundían abuelos, jovenzuelos, niños, cinéfilos recalcitrantes, artistas en eso de pasar el rato y grupos de amigas de las que no se pierden una, para ver una película tan antigua, tan de otro mundo, con aquel humor tan fino, tan sonoro hoy al oído como las comedias en verso de Lope. Lubitsch cocinó aquel artefacto en la tranquilidad del esplendoroso Hollywood en 1939, mientras España terminaba de desangrarse en la Guerra Civil y Europa se preparaba para que los monstruos que ya habían ganado el reino se dispusieran a conquistar el imperio, hace una porrada de siglos, y allí estaban estos espectadores, en Alcazabilla, al fresco y tan incautos como si esa película fuera con ellos. Después, me vino otra imagen a la cabeza. La de mí mismo, hecho un adolescente de pacotilla, repleto de miedos y complejos, resignado a que aquella chica tan guapa del Conservatorio no se fijara en mis encantos, viendo Ninotchka en el salón de mi casa, una noche en la que para variar me había quedado solo. No recuerdo si se trataba de una emisión televisiva (era lo más probable) o una cinta de VHS procedente de la colección de un hermano mayor, pero ahí estaba Greta Garbo en mi pantalla. Recuerdo que el principal motivo de mi curiosidad por aquella película tenía que ver con Bela Lugosi, que salía en el reparto; pero la Garbo me cautivó, maldita sea, con aquellos andares tan finos y repipis que despertaban en mí tanta repulsión como atracción. Me fascinaba que en aquella película los personajes rieran tanto. ¿De qué se reían, si para mí, en aquellos catorce o quince veranos, la vida sólo podía ser una mierda? ¿A qué venía tanta comedia si el mismo año en que Lubitsch estrenó la película mi abuelo Antonio moría postrado en una cama en Baena devorado por la tuberculosis? Muchos años después supe que Hollywood había promocionado Ninotchka con el lema ¡Garbo ríe!, que emulaba el de ¡Garbo habla! empleado para Anna Christie en 1930; y ahí estaba otra vez, la Garbo, riendo, en el año de Blade Runner, con tantos admiradores pendientes todavía de la evolución de la trama y del siguiente golpe de humor. No me quedé a verla. Me esperaban en casa y, honestamente, no tenía el cuerpo para un menú tan sofisticado. Pero me quedé rumiando sobre el modo en que el tiempo que creemos pasado se agolpa de pronto en la conciencia, como si ciertos episodios no terminaran de pasar nunca; como si el tiempo mismo, y con él las personas, los nombres y las emociones, no pasara, sino que permaneciese. Es tremendo el poder que una sola escena de una película realizada hace ochenta años, devuelta ahora en una pantalla grande, atesora para poder percatarte de esto. Por eso, que exista una oferta de ocio como la de La Edad de Oro me devuelve la Málaga que más me gusta. Como, por otra parte, hace el resto del año el Cine Albéniz, tal vez mi espacio cultural predilecto.

Me quedé rumiando sobre cómo una película nos lleva a advertir que el tiempo no tiende tanto a pasar como a permanecer

Precisamente porque costó mucho tener en Málaga algo como el Albéniz y La Edad de Oro, mi aprendizaje cinéfilo se dio en aquel mismo salón, a base de cintas de VHS y las emisiones del Cine Club. Imagino cómo habría devorado entonces una plataforma en streaming de haber dispuesto de ella, pero confieso al mismo tiempo el hartazgo que produce en un servidor la proliferación de series y más series, la mayoría estupendas, alabadas por la crítica, seguidas por millones pero olvidadas en cuanto termina su visionado y comienza el de otra cosa cualquiera. Películas como Ninotchka, realizadas cuando no había televisión y la posibilidad de ir al cine era remota para la mayor parte de la población, tenían, tienen, al contrario, la virtud de permanecer para siempre, de dejar su impronta en la retina. Aquellas películas constituían verdaderos acontecimientos en la vida de gente. Permanecer hoy es más difícil. Y aunque también me pirre Netflix, qué bueno es poder recordarlo.

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