Calle Larios

Las bibliotecas y todo lo demás

  • Cuando los responsables de turno hablan de ‘dinamizar’ (con perdón) los barrios, adivinen por dónde convendría empezar. No son contenedores para leer: son espacios para vivir

En los libros de una biblioteca pública quedan huellas de los antiguos lectores. Así que cuidado con lo que apuntan en los marcapáginas.

En los libros de una biblioteca pública quedan huellas de los antiguos lectores. Así que cuidado con lo que apuntan en los marcapáginas. / Juan Carlos Gomi /Efe

En pocos lugares soy capaz de sentirme tan en casa. Cuando viajo a otras ciudades, siempre procuro dejarme caer por alguna. Si las librerías son el mercado, las bibliotecas son el salón del hogar. Por eso las frecuento desde niño; primero la mía, claro, a la que acudo con mi carnet chamuscado para disfrutar de la extraña emoción que se despierta cuando te llevas un libro a casa con una fecha bien señalada para su devolución: revisas sus pliegues, sus pequeñas marcas, los subrayados que tanto detesto encontrar en libros de uso público, y encuentras pistas de quienes han posado allí su mirada antes que tú. Y te preguntas si la lectura de aquellos habrá sido igual que la tuya, si lo habrán disfrutado o lo habrán dejado a la mitad, si habrán llegado a la misma conclusión al final, si se habrán sentido enganchados al final de tal capítulo o habrán decidido no perder más el tiempo al principio de este otro. A veces, incluso, emanan elementos olvidados por los anteriores lectores entre las páginas: una nota manuscrita en un minúsculo trozo de papel, un número de teléfono apuntado en un margen, un ticket de la compra, una tarjeta de visita que alguien empleó como marcapáginas. En una ocasión, al abrir un libro en casa se me vino a las manos un calendario antiguo de la Virgen del Carmen que a saber cuánto tiempo llevaba allí metido. El procedimiento por el que entras a la biblioteca con las manos vacías y sales con un libro es afable, limpio, humano en su carácter vecinal: das los buenos días en voz baja, vas a lo tuyo y al mismo tiempo prestas discreta atención a lo que hacen los demás al mismo tiempo que te sabes observado, pactas con otro buscador de ejemplares quién cruza primero por el estrecho pasillo, dejas la cosecha sobre el mostrador con una sonrisa y el carnet en la mano y recibes otra sonrisa de vuelta. Todo gratis, todo porque sí. En el más estricto sentido de lo público. Pero la gente no sólo viene aquí a llevarse libros, ni a leerlos: están los abuelos que leen el periódico y hojean las revistas, el variopinto público (en su mayoría de origen africano o latinoamericano) que hace uso de los puestos de internet cuando los hay, los que viven aquí al lado y acuden todos los días a pasar el rato, los que buscan información sobre cualquier cosa. Puede ser que encuentres un taller de lectura o una pequeña representación teatral para niños. Depende de la biblioteca. Las hay amplias y luminosas y otras más rudimentarias y de andar por casa. La variedad de servicios, claro, tiene mucho que decir al respecto. Igual que la ubicación: en el reconocimiento de una biblioteca como tal influye decisivamente el pueblo, el barrio, la ciudad en la que se encuentre. Pero el ritual es el mismo en todas partes. Ahora que cada cual arrima el ascua a su sardina a la hora de definir a su antojo qué es la democracia, no se me ocurre mejor símil que una biblioteca pública. Aquí todo el mundo hace lo que le da la gana y al mismo tiempo se atiene a las normas para, fundamentalmente, no fastidiar la tarde a quien ha venido también.

Viene todo esto a cuento porque la nueva consejera de Cultura, Patricia del Pozo, anunció hace unos días una mayor dotación de recursos para la Red de Bibliotecas Públicas de Andalucía. Y dentro de la prudencia cortés con la que corresponde escuchar las primeras propuestas de un político recién llegado al cargo, cabría subrayar lo mucho que gana un municipio cualquiera, una calle, un distrito, el último pueblo al Este o al Oeste con una biblioteca dotada como Dios manda. Porque no hablamos únicamente de un provecho cultural: también, y más aún, social. Basta asomarse a una biblioteca cualquiera para caer en la cuenta de la cantidad de gente que viene aquí a pasar el rato, a ocupar el tiempo, a hacer algo, a llenar el vacío, seguramente porque no tiene otra manera de hacerlo, o no se le ocurre. Más que contenedores para libros, las bibliotecas son espacios en los que se vive. Cada vez que los portavoces de turno hablan de la necesidad de dinamizar (la RAE admite el galicismo, pero qué palabra más fea) los barrios, adivinen por dónde convendría empezar. Gran parte del trabajo ya está hecho aquí. Por eso, no estaría nada mal que la nueva Junta de Andalucía empujara en la dirección útil para que Málaga recupere ya su Biblioteca Provincial. Mientras, el milagro continuará en las otras. Las de toda la vida.

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