Calle Larios

El hueco y su lógica sentimental

  • La aprobación de grandes proyectos relacionados con la construcción debería tener en cuenta que la relación que se establece con los espacios es mucho más que una cuestión de utilidad

La imagen del Cine Astoria abierto no es un signo de nostalgia, sino el señalamiento de un lazo que persiste.

La imagen del Cine Astoria abierto no es un signo de nostalgia, sino el señalamiento de un lazo que persiste. / Málaga Hoy

EN plena era de la nostalgia la independencia pasa por venderse caro ante el poder conquistador de la melancolía, pero no hay manera. La construcción emocional del hombre contemporáneo acusa aún una tara dolorosa, tal vez un lastre, anomalía sin diagnóstico, algo parecido: una aflicción ante la extinción del espacio antes habitado y ahora negado, ciego, inexistente. Un hueco. No sé qué pensaría Augusto si regresara hoy al Foro, ni lo que diría Heráclito si el río devolviera sus pasos a la antigua Éfeso. Los imagino callados, apesadumbrados, con prisa para llegar a otra parte, como si huyeran de una incomodidad no exenta de venenos. He asistido día a día a la operación de demolición de la manzana de los cines Astoria y Victoria, con interés unas veces, con indiferencia otras, a menudo más pendiente del corrillo de jubilados que seguían el desarrollo del derribo, al cabo con razones más importantes en las que ocupar mi cabeza. Pero es ahora, cuando ya no hay nada, sólo una valla blanca tras la que no se puede advertir movimiento ni trasiego, cuando el recuerdo de la habitación de aquel edificio me advierte de que la transformación de la ciudad corre en paralelo a la mía propia. La diferencia es que la mía ya sólo puede ir cuesta abajo mientras Málaga aspira a multiplicar sus cotas de cosmopolitismo y hegemonía en la siempre difícil competición por el vellocino turístico. Así, es maldita sea: descubrirán ahí abajo el viejo anfiteatro romano, o una nave extraterrestre con alienígenas hibernados, o el tesoro del faraón, o lo que sea, y después construirán encima un centro supercultural con mercados gourmets y salas de exposiciones, y yo, obstinado, me acordaré de cuando mi hermano Adolfo me llevó a ver Superman con aquel cartel tan lustroso en la fachada, o de cuando quedaba con la gente de la facultad en La Latina, o de cuando Manuela y yo tuvimos nuestra primera cita justo aquí, en esta esquina, la tarde en la que empezó todo. De todas las sesiones en las que el proyector escupió aquellas películas para mí solo, perdido en un mar de butacas, en una hora y un día en los que a nadie en su sano juicio se le ocurre ir al cine. De la última vez que fui al cine con mi padre. Augusto, al menos, podría recorrer el trazado del Foro tal y como lo hizo en vida, incluso en algunos tramos con el pavimento que él mismo mandó instalar. Heráclito encontraría su Éfeso muy cambiada, con la Biblioteca de Celso que mandaron construir los romanos y otras maravillas posteriores a su paso por la Tierra; pero contaría con una columna del Templo de Artemisa, la última que queda en pie, para procurarse un consuelo. Pero en el hueco que yace ahora en la Plaza de la Merced y en lo que se eleve a partir de ahí no quedará nada a lo que aferrarse. Todo será nuevo, distinto, me recordará que el tiempo ha pasado y que lo ha hecho en mi contra.

El vínculo con los espacios que habitamos nunca puede dejar de ser emocional

No me refiero, que conste, a una cuestión de mera melancolía. No es un echar de menos vacuo y blandito, ideal para perder el tiempo después de comer cuando no hay nada mejor que hacer. No es éste un asunto de pérdidas irreparables ni, mucho menos, de conciencia de la madurez como desprendimiento, aunque inevitablemente algo de esto hay. Lo que supongo que se le mueve dentro a mucha gente cuando un edificio con el que guarda una relación más o menos cercana aparece un día reducido a escombros es la evidencia de que la relación que establecemos con los espacios que habitamos nunca puede dejar de ser emocional. Al menos, en un determinado grado. La habitabilidad nunca puede reducirse a una mera ocupación utilitaria y racional. Es más, pienso en sistemas políticos que han procurado exactamente esto, como el comunismo, y en su rotundo fracaso. Pienso en los casos de personas secuestradas, en topos de la Guerra Civil y otros protagonistas de historias extremas que llegaron a establecer este vínculo especial con los espacios en los que estuvieron confinados, a veces durante décadas. Los espacios urbanos se incorporan a la experiencia personal a través del modo en que los habitamos, en que nos reconocemos en ellos como personas. Dulce María Loynaz lo expresó a la perfección en su poema Últimos días de una casa: Y es que el hombre, aunque no lo sepa, / unido está a su casa poco menos / que el molusco a su concha. / No se quiebra esta unión sin que algo muera / en la casa, en el hombre... O en los dos. En gran medida, la ciudad es nuestra casa. Málaga está llena de sitios que hemos incorporado a nuestra concha y que llevamos encima a todas partes, edificios, plazas, calles, jardines, recodos, bares, salas de teatro y de conciertos, incluso bancos y fuentes que por mil y un motivos nos importan y consideramos tan nuestros como nuestros salones y dormitorios. Es más, el carácter mediterráneo se asienta precisamente en este principio: la calle como extensión de la propia casa. Y a lo mejor, tal vez, en una ciudad como Málaga, donde la metamorfosis más audaz es casi diaria y se da por sentada, donde los responsables públicos nos pintan un futuro inmediato lleno de hotelazos y rascacielos, igual se podían tener estas cosas en consideración. O no. Bah, no tiene importancia.

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