Coronavirus en Málaga | Calle Larios

Apuntes a una resurrección

  • El debate no debería girar en torno a cuándo y cómo recuperaremos la normalidad, sino de qué modo incorporaremos los aprendizajes que ha dejado la pandemia

Una mujer con mascarilla hace cola a la puerta de un supermercado.

Una mujer con mascarilla hace cola a la puerta de un supermercado. / Marilú Báez (Málaga)

Si algo ha logrado la epidemia, también, es que difícilmente hablemos de otra cosa. Que semejante evidencia resulte lógica no lo hace menos significativa. Lo curioso es el modo en que esta conciencia ha estimulado, entre las fórmulas habituales de cortesía, la reparación en el cuidado: en las llamadas telefónicas se ha instaurado la costumbre de preguntar por la salud y por la de la familia, lo que nos devuelve a ciertas épocas en que tales circunstancias no estaban ni mucho menos garantizadas. La cuestión es que hablaba el otro día por teléfono con la bailarina y coreógrafa malagueña Luz Arcas y terminamos conversando sobre la muerte; no porque tuviéramos el ánimo por los suelos, sino porque su último espectáculo, ideado y producido antes del coronavirus, aborda la cuestión desde la tradición del luto y diversos rasgos folklóricos. Reparaba Luz en el modo en el que de alguna forma la opinión pública se ha habituado al goteo diario de fallecidos, a los funestos recuentos de cada mediodía, recibidos con angustia, sí, también con esperanza cuando en los últimos días el recuento parecía ir cuesta abajo, pero, inevitablemente, dado que la sensibilidad humana atesora sus límites, con cierta costumbre. Esta costumbre, que para Albert Camus constituye el principio del absurdo, tiene sus matices geográficos. Luz reparaba en que este tipo de goteos nos llegaban habitualmente desde lejos, desde hambrunas, guerras y catástrofes de eso que llaman el tercer mundo, ante las que el corazón se encoge, tal vez, si bien casi de inmediato vuelve a lo suyo, qué remedio. La crisis humanitaria del Mediterráneo nos trajo el goteo a las puertas, con un recuento inadmisible de refugiados que morían ahogados en su huida de la barbarie: aquella tragedia llamaba a nuestra puerta, pero en nada impedía nuestro quehacer diario ni la liturgia de nuestras rutinas. Ahora el goteo está en nuestras ciudades, en nuestros barrios, para muchos en sus familias, en círculos próximos. Ahora sí que conocemos a alguien que lo ha sufrido de manera directa cuando no lo hemos sufrido nosotros. Aquellos recuentos que nos quedaban demasiado lejos y contra los que no podíamos hacer nada nos tienen ahora metidos en nuestras casas. Muchos han perdido sus puestos de trabajo, el sustento, la seguridad, los asideros para seguir haciendo frente. Y sin embargo, la costumbre sigue reclamando lo que es suyo. Como cuando en el funeral de un ser querido lo que parecía una excepción inaceptable se convierte, de repente, en un hecho natural y empiezas a hacer planes para el día siguiente.

Soledad en la calle San Juan. Soledad en la calle San Juan.

Soledad en la calle San Juan. / Javier Albiñana (Málaga)

Bajo tal costumbre llega este Domingo de Resurrección de emociones encontradas: a tenor de los primeros plazos anunciados por el Gobierno todo apuntaba a que hoy, en un día tan señalado, acabaría la cuarentena. Ahora sabemos que el confinamiento durará mucho más y que se irá aligerando de manera paulatina, mediante tentativas que seguramente nos obligarán a volver atrás más de una vez. Al mismo tiempo, los últimos recuentos, decididamente esperanzadores, nos invitan a pensar en una próxima vuelta a eso que podríamos considerar normalidad, mutilada aún, vigilada, controlada, pero más parecida a lo que éramos antes, aunque sea aún en rasgos mínimos. Junto al consuelo de un inferior número de víctimas, late así la sospecha de que la resurrección, la que nos corresponde, la que nos hemos ganado, asoma al final del túnel, por más que resulte desolador encontrar colas de catorce personas frente a un estanco, corrillos de paseadores de perros en las esquinas y gente que sigue haciendo trampas con la excusa de ir a comprar el pan mientras la Policía no da abasto a la hora de advertir y sancionar. Comprueba uno el ridículo registro de sanciones de Portugal y encuentra una sociedad bien consciente respecto al bienestar común, un compromiso que aquí hay que mantener, parece, a base de multas. Y aunque el seguimiento de la cuarentena sea mayoritario, y por más que, a su manera, también la sociedad española esté brindando su particular lección, esta disparidad invita a sospechar que la resurrección no servirá de nada si no se incorporan los aprendizajes que esta epidemia ha procurado. Hemos tenido la ocasión de demostrar en la praxis algunas verdades que antes podían quedar difuminadas. Si al final todo pasa por olvidarlas, estaremos vendidos para cuando llegue el próximo virus.

No habrá muchas más ocasiones para ajustar el consumo a la necesidad, no a la especulación, lo mismo a nivel urbano que particular

El primer aprendizaje tendría que ver, precisamente, con la responsabilidad. Y la misma debería servir de antídoto a dos tipos de insolidaridad: la más directa y encarnizada, la que se manifiesta sin más como ajena a las necesidades comunes, la que hace de su capa un sayo sin que importen las consecuencias en los otros; y otra que se arroga cierta legitimidad intelectual, emblema del liberalismo deshumanizador contra el que advirtió María Zambrano, de la que hacen gala quienes aseguran que se han hecho a sí mismos y que no deben nada a nadie, como si hubieran venido al mundo caídos del cielo. Ahora ha quedado bien claro que no, que es mentira: que nuestros actos tienen consecuencias directas en quienes nos rodean, aunque no los conozcamos, y que nos necesitamos unos a otros, todos, para salir adelante. Que el individuo sea una institución sagrada, y que convenga evitar la masa a toda costa, no significa que los lazos sociales que nos definen no existan. No sólo existen, sino que corresponde reforzarlos. Nadie se ha hecho aquí a sí mismo. El esfuerzo propio no basta. Para que alguien pueda alcanzar el éxito, otro alguien ha tenido que ejercer una responsabilidad. Así funciona. Y así lo ha demostrado la epidemia.

Un hombre con mascarilla pasa frente a una peluquería. Un hombre con mascarilla pasa frente a una peluquería.

Un hombre con mascarilla pasa frente a una peluquería. / Javier Albiñana (Málaga)

Pero convendría reparar en otro posible aprendizaje no menor. El coronavirus nos ha pillado en pleno apogeo de la post-postmodernidad, en un imperio del marketing que hace de la vida en las ciudades un ejercicio directo de especulación. El negocio ya no se sustenta en mercancías, sino en marcas e imágenes proyectadas en escaparates cada vez más amplios. Y de esto sabemos algo en Málaga, una ciudad mutada en pura especulación con tal de resultar más atractiva en el escalafón turístico. A nivel tanto urbano como particular, el marketing especulativo se sostiene en un consumo hinchado, que hace pasar por imprescindibles productos que no lo son hasta el punto de que la abultada inflación de sus precios, en un panorama general de congelación de salarios, es asumida como una consecuencia inevitable y, de nuevo, natural. Esta asimilación nos lleva lo mismo a comparar Málaga con Nueva York (más aún, a querer convertir Málaga en Nueva York a base de alumbrados navideños delirantes y de una escalada absurda de proyectos de rascacielos para su construcción a corto y medio plazo) que a interpretar como imprescindibles elementos insertados en la vida cotidiana que sólo son especulativos.

En este contexto, la cuarentena nos ha conducido a una situación que parecía imposible: por una vez, aunque haya sido a la fuerza, el consumo se ha centrado en la necesidad, no en la especulación. Y sería una lástima que este paréntesis quedara pasado por alto. Porque si Málaga aprovechara la oportunidad, podríamos alentar un consumo dirigido a satisfacer la necesidad, definida ahora de manera cristalina. No vamos a tener muchas otras ocasiones como ésta para dilucidar qué es importante y qué no lo es. Y quién sabe: tal vez el estímulo de un consumo centrado en lo necesario permitiera la generación de un nuevo tejido industrial en Málaga que pudiera equilibrar la excesiva dependencia del turismo que acusamos y que tan cara va a salirnos ahora. Que la producción haya desaparecido para entregar todas las cucharas a la importación tiene que ver con la absoluta especulación; pero quizá una atención a la necesidad serviría para invertir los polos. Algo de esto se ha logrado en los últimos años en Portugal, por cierto, donde el rescate económico abrió las puertas a una política económica centrada la necesidad (que no tiene nada que ver con la pobreza igual que la especulación no tiene nada que ver con la riqueza) que ha permitido reflotar la industria nacional. No sería un mal modelo, aunque sea a nivel local. No es que ya no podamos ser los mismos: es que sería una auténtica pena.     

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