Coronavirus en Málaga

Málaga, cuando todo esto acabe

  • Por más que esta situación sea temporal, convendría tomar nota de algunas cuestiones antes de emprender la recuperación

  • Como la posibilidad de incorporar a la gran transformación lo que hasta ahora se había quedado fuera: lo público

Una joven con una bolsa de la compra y mascarilla, este sábado, en la calle Císter.

Una joven con una bolsa de la compra y mascarilla, este sábado, en la calle Císter. / Marilú Báez (Málaga)

Los malagueños de la generación de quien esto escribe hemos sido testigos de una de las transformaciones más asombrosas que ha experimentado su ciudad en cerca de tres mil años de historia, comparable a la industrialización del siglo XIX y, quién sabe, a otros episodios fundacionales de su relato urbano. En poco más de dos décadas, Málaga ha pasado a ser de un entorno repleto de posibilidades inutilizadas a una realidad en la que sus recursos rinden hasta extremos que pocos podían aventurar a comienzos de los años 90. De ser una capital vacía en gran parte, exenta de atractivos, sucia, insegura, con hechuras provincianas (por más entrañables que pudieran resultar), con un centro atestado de tráfico en el que nadie se aventuraba a partir de cierta hora y considerada mera plaza de paso en los circuitos turísticos, Málaga ha pasado a deslumbrar con un centro favorable al paseo y atestado todo el tiempo, coronada como Ciudad de los Museos, con el Puerto devuelto a la ciudadanía, segura y abierta, con atractivos incontables que van mucho más allá de la fórmula sol y playa, apetecible siempre, con una oferta cultural creciente y a la vez bien afirmada y convertida en foco turístico de primer orden. Esta transformación ha sido reconocida como modélica no sólo en España, también a nivel internacional, donde el nombre de Málaga constituye una pieza cada vez más relevante y referida. Es cierto que la vorágine, seguramente por el breve plazo en que se ha dado, atesora muchas luces pero también algunas sombras, como una desigual asistencia a los barrios, que en demasiados casos parecen estar abandonados a su suerte, por no hablar de entornos directamente marginados como los Asperones; una cierta erosión de la identidad de Málaga en relación con su abultada historia, especialmente en el centro, donde el entusiasta protagonismo de la hostelería ha impedido la preservación de espacios, relatos y nombres que pudieran dar cuenta de los orígenes y raíces comunes desde un sentido plenamente urbano; y la evidencia de que faltan zonas verdes y de que las calles siguen estando sucias, quizá no tanto como a finales de los 80, si bien la sospecha de que Málaga no presume de sí todo lo que pudiera (o de que presume mal de sí, lo que viene a ser lo mismo) sigue latente. En cualquier caso, la transformación, sustentada en un Aeropuerto internacional que recibe a cerca de veinte millones de viajeros cada año, es un hecho y ha resultado más que positiva. Algunos, incluso, hemos tenido la oportunidad de dar cuenta de este salto a través del ejercicio periodístico, saludando cada nuevo museo, haciendo balance, llevando las crónicas al corazón del milagro. Y nada parecía poder frenarlo.

Clientes en el Mercado de Atarazanas, este sábado. Clientes en el Mercado de Atarazanas, este sábado.

Clientes en el Mercado de Atarazanas, este sábado. / Marilú Báez (Málaga)

Porque, lejos de estancarse, la transformación ha seguido su curso, de manera invariable y a buen ritmo. En los últimos meses hemos asistido a un desfile de proyectos para la construcción de grandes rascacielos, con la gran torre anunciada para el dique de Levante como emblema pero también en la parcela de Repsol y últimamente en el Muelle Heredia. Es lógico: si, a tenor de su actividad económica, y del interés de no pocas empresas turísticas y tecnológicas en campar por sus lares, Málaga es ya una gran capital cosmopolita, el crecimiento en altura era una cuestión a debatir y a asimilar tarde o temprano (otra cosa es que ese crecimiento hubiera de darse en los parámetros deseables y razonables, pero para eso, también, está el ejercicio de la política). Ahora, justo en medio de esta planificación, la emergencia sanitaria a cuenta de la pandemia del coronavirus ha obligado a un frenazo en seco con el que nadie contaba. Las imágenes de las calles del centro vacías, de la Terminal 3 del Aeropuerto precintada, de los comercios y restaurantes cerrados a cal y canto y del confinamiento general, por más que pareciera costar en un principio que los malagueños se lo tomaran en serio, nos devuelven a aquella otra Málaga anterior a la gran transformación, peligrosamente inerte, sin nadie en las calles y con menos ganas de meterse en ellas, sin turistas, sin nadie que asome, con la vida sometida a la costumbre más gris, con la actividad financiera mermada y con toda la esperanza puesta en un prodigio que nos saque de aquí. Seguramente la comparación no es del todo justa, pero, a cambio, sabemos que el paréntesis que nos toca atravesar ahora es sólo temporal: podrá prolongarse más o menos, las consecuencias económicas serán más o menos duras, pero todo esto es coyuntural. Lo que predominará, en todo caso, y de ahí en gran parte provendrán nuestras garantías, es la capacidad de Málaga para transformarse a su gusto, aunque sea a merced del empleo estacionario y la dependencia del clima. Podemos, por tanto, limitarnos a esperar para que cuando acabe todo esto Málaga vuelva a ser la que fue. O, quizás, tomar nota de ciertos aspectos antes de emprender una recuperación que, también lo sabemos, no será fácil.

Pocas veces en la historia de Málaga había sido dejada tanta responsabilidad en manos de los ciudadanos. Sería una lástima no aprovecharlo

Soy escéptico ante la posibilidad de que esta crisis llegue a cambiar a la gente en un sentido, digamos, positivo. Y respecto a las ciudades, mi escepticismo es el mismo. Pero no podemos ocultar otra evidencia: después de décadas en las que la presencia del turismo ha sido más que notoria, en las que hemos aprendido a convivir y en las que la presencia de visitantes se ha hecho mayoritaria en el centro, bajo la premisa de que ese mismo turismo era el que nos sostenía a prácticamente todos los efectos, ahora nos hemos quedado solos. No hay turistas. Nos corresponde a nosotros, los malagueños, los que vivimos aquí, donde quiera que hayamos nacido, vengamos de donde vengamos, pero recluidos en esta ciudad bendecida por la luz y el mar, hacer frente a esto por nuestra cuenta. El resultado de lo que pase será responsabilidad nuestra en exclusiva. Podremos criticar al Gobierno y a la oposición, pero ha quedado bien claro que la corrección de la tendencia del virus a propagarse depende, en última instancia, de que seamos capaces de hacer lo que hay que hacer. Y, si bien es cierto que a no pocos malagueños les costó hacerse a la idea de lo que entrañaba la cuarentena, lo cierto es que la resistencia fue disipándose y Málaga lleva varios días registrando una desaceleración notable en el crecimiento del contagio, muy a pesar de contar con un elemento tan desfavorable como el mismo Aeropuerto internacional, del que hasta hace sólo unos pocos días salían once vuelos diarios a varios destinos en Italia. Es decir, demostrando que se puede, le pese a quien le pese. De manera que confluyen aquí dos circunstancias en las que, sin remedio, debutamos: en pleno frenazo a una era de esplendor, pocas veces había sido dejada tanta responsabilidad en manos de los ciudadanos. Y, a falta de que lleguen las mejores noticias, podemos ir intuyendo que también en esto estaremos a la altura.

Colas en el acceso a un supermercado. Colas en el acceso a un supermercado.

Colas en el acceso a un supermercado. / Marilú Báez (Málaga)

Perdonen, por tanto, el quite chauvinista. Pero, para Málaga, ha llegado la hora de los malagueños. Serán ellos los que dictaminen cómo se escribirá la historia de la ciudad en los próximos años. Ante semejante reto, de nuevo, estamos solos. Así que, cuando todo esto acabe, podemos volver a lo de antes: es decir, poner todos los huevos en la cesta del turismo, sí o sí, aunque sea a costa de la calidad de vida de no pocos vecinos que querrían tener sus barrios más limpios, disfrutar de más espacios y servicios públicos y llevar a sus hijos a zonas verdes reales, el bosque urbano que la ciudad sigue pidiendo a gritos; o establecer, de una vez, los mecanismos para que la prosperidad que la actividad turística y económica genera, el milagro reconocido en todo el mundo, arroje beneficios concretos a los ciudadanos. Que son, insisto, los que sacarán a Málaga de esta crisis. No los turistas. De manera que, quién sabe, a lo mejor el coronavirus provee la oportunidad de incorporar a la transformación de Málaga lo que hasta ahora se había quedado fuera: lo público. La convicción de que el Estado del bienestar empieza (y, seguramente, termina) en la política municipal, ahí donde el ciudadano comprueba con claridad e inmediatez si la realidad responde a sus expectativas, si el empeño tiene sentido. Y, a lo mejor, ya puestos, tenemos la oportunidad de comprobar que una apuesta seria por lo público no sólo no coarta las aspiraciones económicas más elevadas, sino que, muy al contrario, las alimenta, oxigena y dota de significado. A día de hoy, Málaga sólo tiene a los malagueños. Y sería una lástima desaprovecharlos.         

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