Peineta en ristre y leche de pantera: en la recta final

Quizá el pleno municipal debería decretar que la Feria no terminase nunca Así no se hablaría de otra cosa, no importaría que todo esté hecho unos zorros y habría Cartojal fresquito todo el año ¿Dónde hay que firmar?

Estampa familiar y amistosa en la Feria del centro, alrededor de una mesa.
Estampa familiar y amistosa en la Feria del centro, alrededor de una mesa.
Pablo Bujalance

21 de agosto 2015 - 01:00

LA Feria de Noche en el Real del Cortijo de Torres se parece, mucho, a lo que ha sido siempre, pero entre los carricoches abundan los mecanismos para jugarse el pellejo, ya saben, artilugios que te impulsan a sabe Dios qué velocidad y en los que es fácil dejarse los ojos o la rabadilla. Tales cacharros no existían hace treinta años, cuando lo más arriesgado en el Real de Teatinos era subirse a la Noria o a la Nube; y, en parte, que las atracciones mecánicas hayan experimentado esta evolución responde a la evidencia de que quienes entonces se encaramaban a la Olla o al Barco vikingo quieren seguir experimentando ahora sensaciones igual de fuertes. He aquí materia prima para una investigación sociológica: que los carricoches hayan crecido en complejidad, aparatosidad y peligro en paralelo a mi generación es signo, tal vez, de un rasgo de inmadurez; muchos se han quedado ahí tal vez, subidos al cacharro, de donde no quieren bajar. También resultaría apropiada la adopción de una perspectiva psicoanalítica: Freud vincularía la perpetua ilusión de vivir la misma Feria cada agosto desde la infancia con el retentivo anal, pero ya saben que Freud, como advirtió Nabokov, era un humorista de primera. Más allá de lo que diga el austriaco, lo cierto es que la Feria significa para muchos entusiastas esa oportunidad de volver a la infancia, de rescatar aquellas emociones conservadas intactas en un crisol que, me temo, no responde ya precisamente a la verdad. Si uno acude a la Feria como padre, el esperpento sucede cuando un gitano lleno de colorao y un hincha del Málaga peinado con una cresta que debió fijarle su peor enemigo casi se lían a tortas con tal de hacerse con el último asiento libre en una pista de coches de choque para sus respectivos vástagos. Ante una escena así, como la que un servidor presenció en la noche del miércoles, uno no puede más que encogerse de hombros y caminar pacientemente hacia una atracción menos bullanguera, pero este extremo adquiere matices utópicos en la Feria de Málaga. De cualquier forma, la sintonía de las Hamburguesas Uranga ejerce los mismos efectos que la Magdalena de Proust, y sigue habiendo algodón dulce como para colapsarse a gusto el riego sanguíneo. Una vez que se llega a la Explanada de la Juventud, recinto idóneo para el cultivo de patatas que ofrece una idea bastante exacta del concepto que el Ayuntamiento tiene de la juventud, el presente se revela ya poderosamente distinto. Y quizá aquí también se demuestra hasta qué punto la memoria es selectiva. Uno cree que la Feria de su infancia y su adolescencia era la mejor del mundo, seguramente, porque en aquella infancia tenía todas las de ganar y ahora el juego consiste en que la derrota no abulte demasiado. Eso sí, hacer de padre en la Feria implica ir de frío, mostrarse escéptico y mirar el reloj de vez en cuando, vamos que se nos está haciendo tarde. Y, créanme, esto no lo iguala ni la Feria, ni el Ayuntamiento ni la madre que los parió.

Licencias sentimentales aparte, el jaleo afronta ya eso que se llama su recta final. Ayer en el centro las peinetas seguían en ristre pero a media asta, como si hubiera muerto Franco. Hubo una afluencia más que sobresaliente, en la misma tónica de todos los días, pero también más jaleo de sirenas, más ir y venir de efectivos sanitarios y agentes del orden. Ya a eso de las cinco una jovencita se derrumbaba en Molina Lario y cuando se armó el corrillo de gente interesada en el estado de la chica, el chaval que la tomó en brazos para acomodarla en uno de los bancos de Santa María espetó: "No es que esté borracha, es que está muy cansada y hace calor". Calor, hacía; que estuviese cansada resultaba más que probable; pero sobria, lo que se dice sobria, no se encontraba. Resulta lógico: si la fiesta se vive a diario desde los fuegos, con la cogorza como objetivo predominante, lo normal es que el jueves el personal ya no dé más de sí. Y esto no afecta sólo a la ingesta de alcohol: en Carretería, un cincuentón canijo de canillas repeladas, camisa empapada de sudor y bragueta abierta, que había bajado a la Feria con la oronda parienta metida en un imposible vestido de gitana a punto de estallar, le decía a un compadre bastante más perjudicado que él: "Ya me he dejado trescientos euros en esta Feria. ¿Cómo he podido gastarme tanto? Es que el dinero se va sin que uno se dé cuenta". Y, bien, es una manera de verlo, pero trescientos euros es una bagatela comparado con lo que otros feriantes de pro ahorran durante el año para que el saldo de Cartojal salga positivo en diciembre. Quienes menos gastan, ya saben, son los listillos del botellón: con diez euros en el chino se pueden obrar milagros. Y luego la ciudad corre gustosa con los gastos de limpieza y restauración del mobiliario urbano dañado. Así que no hay excusas: en la Feria cada uno gasta lo que quiere. Durante la tarde de ayer, unas diez amables señoras uniformadas de verde estuvieron dando la matraca a base de bien con sevillanas rocieras en la confluencia de Larios y Salinas, se lo pasaron en grande y no se dejaron un céntimo. Justo enfrente, los antitaurinos proseguían la manifestación silenciosa contra la corridas de todos, y a ellos, tan serios y afectados, sí que entraban ganas de echarles un euro para que tomasen un café. Si se instalaran en la puerta de San Juan a la salida de misa, con tal rictus, se harían de oro. Pero a la hora de ponerse beodos cuales acólitos de Baco y gastarse de paso la nómina, una de las opciones más interesantes que presentan algunos bares del centro en Feria es la leche de pantera, tomada en chupitos. La fórmula consiste en la combinación de licor y leche, ya saben, a lo Gran Lebowski. Jeff Bridges se lo pedía con vodka (lo llamaba ruso blanco), aunque parece que la opción preferida por aquí es la de ginebra con leche condensada. Igual en el pelotazo está el truco para llegar vivo al sábado. Ah, ruin estómago.

A modo de apostilla: ¿Y si, ya que estamos, el pleno municipal decreta el estado permanente de Feria? Si es tan rentable como asegura el alcalde, ¿por qué cerrarla el domingo? ¿No estaría precioso el mismo jolgorio en febrero, con Cartojal fresquito, o caliente al estilo bohemio? Así quedaría la alegría fijada a perpetuidad por obra y gracia del bando pertinente. Y la suciedad que arrastran las calles en cada una de las cuatro estaciones tendría, al fin, sentido: es que estamos en Feria y, claro, las plazas se quedan hechas una pocilga después del botellón. Es un mal menor. Pero no hay que fijarse en esas cosas, sino en lo bueno. Y olé.

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