Prohibido molestar
A poco que uno se asoma a la calle repara en que la vida infantil, con sus condiciones y sus ritos, no tiene espacio en esta ciudad Los derechos impuestos también son una cuestión de poder
ME llama alguien la atención sobre el hecho de que en prácticamente todas las plazas del centro (incluidas esas secciones áridas diseminadas entre edificios por las que nunca pasa nadie y que la política urbanística también considera plazas, lo que viene a ser, como el Espíritu Santo, una cuestión de fe) lucen ya carteles que prohiben expresamente a los menores jugar con balones. Y yo introduzco un leve matiz: no sólo en el centro. También en los barrios las plazas que colindan con viviendas cuentan con normativas bien restrictivas al respecto, expresadas a base de carteles, señales y hasta placas que ríase usted de la Lex Flavia Malacitana. La variedad de elementos prohibidos y susceptibles de sanción, eso sí, es diversa. Lo de jugar a la pelota constituye, ciertamente, un pecado general; pero en algunos casos también se desestiman bicicletas, artefactos, bullas y, grosso modo, cualquier tipo de práctica ruidosa. También se da cuenta a menudo de los horarios en los que más cara puede salir la vulneración de las advertencias. Nada de correrías nocturnas, por supuesto, pero también hay que guardarse de sobresaltos y jaleos durante el periodo reservado a la siesta, que a veces se prolonga hasta durante tres horas, lo que corresponde a un país tan trabajador como el nuestro. Parece que, en fin, las comunidades de vecinos tienen a la municipalidad a favor cuando de garantizar el derecho al descanso se trata. Y, desde luego, a nadie se le ocurriría esparcir la menor duda sobre esta aspiración, legítima donde las haya dentro de los estados democráticos. Lo que sucede es que semejante proliferación de cotos adquiere un significado en una ciudad como Málaga próximo al cinismo. El admirable desarrollo urbanístico que ha emprendido en los últimos años no ha podido materializarse, lástima, sin algunos daños colaterales; y posiblemente uno de los más dolorosos es de la vida infantil, expulsada sin demasiadas contemplaciones no sólo del centro, sino de los más celebrados ejes calientes de la Málaga cultureta y cosmopolita. El principal problema de todo esto, ya se sabe, es que los niños ejercen de tales gastando energía: corriendo, gritando, propinando patadas a cosas. Es así, qué le vamos a hacer. Algunos raritos, cuando éramos niños, nos poníamos enfermos cada vez que los colegas del barrio venían a buscarnos con el fin de completar la formación necesaria para jugar un partidillo porque preferíamos quedarnos en casa leyendo; pero la mayoría, ay, es de explayarse y saltar al elástico, o al menos lo seguirá siendo hasta que la domesticación digital los convierta a todos en adorables criaturas impasibles y al fin los viejos podamos dormir tranquilos. Esta ciudad a la que le cuesta la vida poner un parque ni siquiera contempla esta necesidad a la hora de diseñar su fisonomía. La infancia, sencillamente, no existe en las planificaciones. Y no existe porque no vota. Los niños no son ciudadanos. En esto nuestra democracia sí se parece un poco a la de los griegos. Un consuelo.
Leo que durante la pasada noche de Halloween una manada de cabestros le prendió fuego a un parque infantil en Churriana a modo de inolvidable fin de fiesta. Para colmo, eso sí, no faltan los guardianes de la moral que se llevan las manos a la cabeza al ver a los peques disfrazados de monstruitos o de demonios: la cuestión es que el niño salga perdiendo siempre. Así habrá cada vez algún listillo disponible para enseñarles qué hay que hacer. Pero basta un mero paseo para comprobar cómo se encuentran los recintos infantiles de la ciudad, en gran parte ya mal diseñados y escasamente eficaces desde el principio. Así que los vecinos celosos de su descanso pierden el tiempo con tanta parcanta: no hay un pequeño sitio aquí donde los niños puedan jugar a gusto. Insisto, no se trata de negarle a nadie el derecho al descanso. Pero que la prohibición del juego se extienda sin más en un ecosistema que sí niega a los niños su derecho a jugar en la calle (¿En qué convención se recogía esto? Aguarden un segundo, busco en mis apuntes) deja bien claro quién sostiene aquí el poder, y el poder político. Un desequilibrio así acontece cuando la propia política municipal renuncia a sus funciones. Es rematadamente difícil gobernar para todos, desde luego. Pero a ver a quién excluimos de ese todos.
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