Calle Larios

La normalidad imposible

  • Todo debía salir bien, pero las miradas que se cruzan en la calle los que llevan mascarilla y los que no delatan que el escrúpulo seguirá haciendo de las suyas bastante más de lo deseable

El turismo es un aliado inestimable para el lucimiento del semblante completo.

El turismo es un aliado inestimable para el lucimiento del semblante completo. / Javier Albiñana (Málaga)

En la cola de una copistería, en pleno centro, las cosas han cambiado poco. El aforo permitido en el interior sigue siendo extraordinariamente restrictivo y la demanda mucha, así que toca guardar el turno, armarse de paciencia y distraerse con cualquier cosa a tiro. Los que esperamos fuera, al aire libre, en la intemperie deliciosa de este mes de septiembre fresco al fin, nos disponemos en fila india sobre una acera estrecha, pegados por tanto sin remedio al muro, con las distancias de seguridad convenientemente respetadas. Y es curioso cómo el instinto gregario que antaño invitaba a la aglomeración masificada, a base de empujones y algún codazo, ha quedado, salvo ciertas excepciones poco honrosas, domesticado sin remisión: cada uno va a lo suyo, en solitario o en parejas, pero a al menos metro y medio de los desconocidos, lo que habría hecho las delicias, tal vez, de un Cioran en decadencia parisina, o de un Schopenhauer ciego de ambiciones espirituales: si para Hobbes el hombre es un lobo para el hombre, lo mejor será tenerlo así, a buen recaudo, vaya a ser que se escape algún mordisco. Eso sí, en esta cola, respetado el volumen de aire entre ejemplar y ejemplar, y plantados al aire libre como si de una hilera de batatas se tratase, algunos se consideran legitimados para quitarse la mascarilla o no llevarla de antemano y así que se quedan, con el morro bien ventilado. Nadie dice nada. El derecho prevalece y la normativa se respeta. Corre además una brisa anunciadora del otoño que promete llevarse los malos bichos o, al menos, los que no pesen demasiado. Pero cunden de inmediato las miradas cruzadas. No hay que ser un lince para advertir que los que llevan la mascarilla puesta no terminan de fiarse del todo de los que no la llevan. Una joven hace a su pareja un comentario que inspira tanta ingenuidad como nostalgia: “Qué sensación tan rara es sentir ahora el viento en la nariz”. Y tiene razón: habíamos olvidado que los rostros, parapetados tras sus muros oficiales, también sienten, acusan el frío y el calor, reaccionan a los estímulos y perciben los elementos del ambiente. No era sólo la sonrisa ajena lo que habíamos perdido, también la percepción del propio semblante. Y ahora, cuando la escasa afluencia invita a desprenderse del apósito bajo el cielo azul, si es que acaso se brinda tal milagro en una ciudad como Málaga, registramos emociones que no echábamos tanto de menos como extrañas resultan hoy. Confieso que, en aquella cola, por más que fuésemos cuatro y convenientemente separados, cierto instinto habría agradecido en lo que a un servidor respecta que todo el mundo se hubiera cubierto lo suyo. Pero nos corresponde afrontar, todavía, una transición en la que la normalidad se resiste a dejar de ser una excepción. Quién habría dicho que, en plena post-postmodernidad, el instinto volvería a reclamar lo que era suyo.

“Qué sensación tan rara es sentir ahora el viento en la nariz”, dice una joven en la cola

Desde marzo de 2020 aguardaba todo hijo de vecino la ocasión de decir se acabó, listo, fuera, cerramos el paréntesis, a lo que íbamos. Pero el mismo instinto advierte de que dar por zanjada la epidemia no será sencillo, por más que más temprano que tarde llegará el momento, tal vez el momento presente, éste que nos atañe, en que corresponda dar el paso adelante y darle al virus el protagonismo preciso en nuestras vidas. Ni un ápice menos, pero tampoco más, lo que, con el volumen de población vacunada, y una vez que cumplan la pauta los más pequeños, debería darse con suficiente confianza. Si convenía no hacer mucho caso a los que vaticinaban terribles efectos secundarios a las vacunas, tampoco es cuestión de hacer ahora como si las vacunas no hubieran servido para nada. Mientras tanto, ahí seguiremos, supongo, amparándonos en el resquemor del instinto, echando cuenta de quién se pone la mascarilla y quién no, poniéndonos firmes en el teatro y en el cine cuando se nos siente al lado a saber qué espécimen contagioso por mucho que lleve la FFP2 de Darth Vader, sin saber todavía cómo saludar a los aliados, nos damos la mano, nos frotamos el antebrazo, juntamos los coditos, nos propinamos una serena inclinación con la mano en el pecho como si fuésemos extraterrestres en señal de buena voluntad. Málaga, al menos, lo pone fácil: cuando de perder el sentido y la responsabilidad se trata, y más si hay alcohol por medio y un centro urbano al que reventarle la cabeza, nada mejor que la confraternización a cara descubierta con alguna peleílla de vez en cuando y mucho ruido de fondo. Ahí será mejor no arrimarse. De momento.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios