Calle Larios

Nostalgia de las calles vacías

  • Ya sabíamos que no íbamos a salir mejores de la pandemia, pero algunos confiábamos en que al menos no saldríamos más embrutecidos

  • Si la alternativa es esto, igual hay que parar la película

Que sí, que las terrazas así de nutridas son una alegría. Pero a ver cuál es el precio.

Que sí, que las terrazas así de nutridas son una alegría. Pero a ver cuál es el precio. / Marilú Báez (Málaga)

Esta tarde empieza a hacer calor de verdad. Vuelvo a casa con la cabeza puesta en mis cosas pero con la antena bien orientada, por si acaso. Sucede, a veces, que lo que encuentras no es precisamente lo más agradable: entonces lamentas la atención prestada y añoras una clausura sensitiva más acusada, digna de un molusco o un monje tibetano. En la otra acera de la calle, dos tipos discuten en voz muy alta. Parece que uno de ellos ha ido a mover su coche para salir de su plaza de aparcamiento y le ha dado un golpe o un roce a otro coche, cuyo propietario no es otro que el anterior tipo en cuestión. Los dos se enzarzan en una refriega a gritos. El primero sigue metido en el coche, el segundo está de pie justo al lado. Éste viene acompañado de una joven que tira de su brazo como para evitar la pelea, pero él la aparta a un lado mientras le advierte que no se meta. Finalmente, el que está dentro del coche sale al aire libre. Las amenazas se hacen bien visibles y caen los primeros golpes. Desde una ventana, una mujer se esfuerza por gritar más alto: lo estoy grabando todo, voy a llamar a la policía. El duelo acontece en mitad de la calle. Los coches no pueden abrirse camino y los conductores piden paso. Algunos minutos después se oyen las sirenas de la policía. El público que se ha reunido a contemplar la escena comienza a dispersarse. Sólo la joven se ha atrevido a intentar detener la pelea: lo más fácil si te metes ahí es salir con algún cate en la mollera. Una vez que los agentes hacen acto de presencia continúo mi marcha, a mayor velocidad, como impulsado por un temor inconsciente: deseo llegar a casa y sentirme seguro. Paso junto a un quiosco de helados. Tres zagales que no han cumplido los doce acaban de comprarse unos almendrados, unos polos, lo que sea. Observo cómo extraen con el mayor deleite los helados de sus envoltorios y cómo estos caen, invariablemente, con la levedad con la que la escasa masa que atesoran les permite afrontar la atracción gravitatoria, al suelo. No están solos: una mujer de cualquier edad entre los cuarenta y los sesenta, que fuma un pitillo como si le fuera la vida, con la mascarilla al cuello, parece estar a su cargo. El pitillo resulta ser el último de la remesa y el paquete de tabaco termina en el mismo destino, la acera sucia, convertida así en contenedor de las sobras de sus usuarios. Todo sucede con la más absoluta naturalidad, como un fenómeno acostumbrado. Intento consolarme pensando en el abismo insondable que me separa de esta mujer y los tres críos, guiado por mis peores escrúpulos de clase, pero me reprocho a mí mismo que no les haya llamado la atención a la vez que pienso en todas las consecuencias que podrían haberse dado si lo hubiera hecho. Paso página y sigo. Ya falta menos. Hay un tipo orinando en un buzón. En la Alameda de Capuchinos, a plena luz del día. El tío está meando parapetado tras un buzón de correos. Termina, se queda a gusto, se abrocha lo suyo y a otra cosa. Con la mascarilla correctamente empleada, eso sí. Nadie le va a poner una maldita multa.

Admito que echo ya de menos las calles vacías, la soledad intacta de una avenida en pleno confinamiento

No puedo más. Me rindo ante los energúmenos. Me calzo los auriculares y escucho la radio. Necesito huir. Juanma Moreno anuncia el plan a seguir tras el fin del estado de alarma. La normalidad volverá, parece, a partir del 21 de junio. Se intuyen celebraciones, fiestas, bares abiertos hasta las tantas, procesiones y verbenas. La pandemia ha terminado. Bueno, o casi. Pero este paseo me ha permitido comprobar que mi perspectiva es ya distinta. Todo ese jaleo prometido me aterra. Admito que echo ya de menos las calles vacías, la soledad intacta de una avenida en pleno confinamiento, en otra primavera como ésta, una quietud sólo rota por los compradores en los supermercados y los paseadores de perros. Echo de menos una Málaga en la que la gente se peleaba a golpes, tiraba los envoltorios y meaba fuera del tiesto en su puñetera casa, no en la de todos. De modo que yo, que presumía de que la pandemia no iba a modificar un ápice mi criterio ni mi conducta, que me las daba de estoico senequista o de vaya usted a saber qué otra sandez, admito que la epidemia ha afilado mis tendencias misantrópicas hasta niveles próximos al eremitismo. Si la alternativa al coronavirus es esto, un momento, igual hay que parar la película y empezar de nuevo. Ya sabíamos que no íbamos a salir de esto mejores, pero algunos confiábamos en que al menos no saliéramos más embrutecidos. No pasa nada: habrá Feria en agosto.

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