Calle Larios

Para quien pueda pagársela

  • A la hora de vaticinar cómo será el mundo postpandémico, algo se puede concretar respecto al modelo malagueño como referente de éxito

  • La nueva libertad también tiene su precio

Ya están al alcance los nuevos privilegios: la vida de siempre con un precio más elevado.

Ya están al alcance los nuevos privilegios: la vida de siempre con un precio más elevado. / Marilú Báez (Málaga)

Hubo cierta guasa el otro día en el barrio cuando descubrieron el radar adosado a un vehículo aparcado en Cristo de la Epidemia. Acababa de entrar en vigor la limitación a treinta kilómetros por hora y aunque se trataba de un coche de paisano, era un agente uniformado el que iba tomando nota justo al lado. Comenzaron a circular fotos en las redes sociales para advertir a los incautos, pero una vez sacado el pastel a la luz acudieron no pocos vecinos a meter chanza, que duró hasta bastante después de que el agente y el vehículo se largaran. “Entre esto y los peajes nos van a dejar la cartera vacía”, afirmaba un señor de sombrerito con faja y bastón distinguido, como salido de una novela de Galdós. Poco después explicaba la DGT que lo que persigue con la medida, antes que cualquier otra cosa, es salvar vidas; pero el personal parece ya resignado a los inmediatos sablazos. De alguna forma, esta limitación impuesta a nivel nacional encaja bien en la definición del inmediato mundo postpandémico, en el que ya cabe advertir una afirmación de ciertas líneas esenciales ampliamente generalizadas y asumidas. No tanto por la cuestión recaudatoria, necesaria, incluso loable, cuando de corregir desigualdades sociales se trata; sino por la certeza de que no pocas costumbres que hasta ahora formaban parte de la cotidianidad menos advertida van a pasar, y de hecho están pasando, a adquirir el rango de privilegios. Podría parecer que la vacunación masiva reforzaría en el debate social la importancia de lo público, especialmente en términos sanitarios; sin embargo, la lección aprendida ha resultado ser, no sin paradoja, muy distinta: ha sido tanta la incertidumbre, tan ciego y rabioso el caos que ha habido que afrontar, también en lo que a la misma vacunación se refiere, con escasa o nula información respecto a los retrasos, los grupos, los beneficiarios y las alarmas que han cundido a cuenta de los dichosos efectos secundarios, que lo único que cabe concluir a ciencia cierta es que sólo quien pueda pagársela llegará a disfrutar la deseada estabilidad. El modelo estadounidense ha sido en este sentido ejemplar: tras el negacionismo de Trump, la posibilidad de dirigir el país como una empresa ha llevado las vacunas hasta el último brazo. Esa aspiración es bien visible y la pandemia no ha hecho más que consagrar aún con más ímpetu la solución neoliberal como única eficaz. A este lado del charco, cuando Ayuso distingue en Madrid (con tan buena acogida) entre comunismo y libertad, no está cometiendo un exabrupto, sino liquidando un modelo basado en lo público, asociado ya sin remedio al comunismo, con toda su connotación de prisión social, frente al apogeo del mercado más excluyente como sinónimo de libertad. No será sólo cuestión de radares: los privilegios cuestan dinero y quien aspire a ellos tendrá que apoquinar. Aunque llamen privilegio a dar un paseo por el parque o a sentarse en una plaza.

No será sólo cuestión de radares: los privilegios cuestan dinero y quien aspire a ellos tendrá que apoquinar

Esta deriva admite diversas concreciones, en la medida en que se da a nivel europeo, nacional, autonómico y también municipal. Las ciudades han ido adoptando el modelo de gestión empresarial con mayor o menor resistencia: se trata de cuadrar los balances de gastos e ingresos de la manera más satisfactoria, lo que exige una clientela cada vez mayor (toda empresa que no crece, muere). Y es ahí donde lo público, que hasta hace cuatro días definía no ya nuestro modelo económico, sino nuestro sistema de convivencia, se convierte en un estorbo y en un incordio. Lo bueno es que si hay quien acepta esto de tapadillo, como dando a entender que preferiría otra solución, hace ya tiempo que Málaga presume de manera abierta de un modelo de gestión de éxito basado, justamente, en criterios de rentabilidad financiera. Tonterías las justas: aquí se ha cedido el espacio público al sector hostelero por ser el único capaz de generar ingresos, se ha fomentado la especulación inmobiliaria, se ha destruido la habitabilidad del centro en una acción expansiva que afecta ya a buena parte de los barrios, se ha concedido toda la cancha a los apartamentos turísticos hasta fulminar el derecho a la vivienda, se han cerrado las puertas a los tejidos locales y hasta se ha sacrificado lo último que nos quedaba, lo último que era de todos, el paisaje, para terminar de hacer el pastel atractivo a los inversores. De manera que Málaga posee, por derecho, rango pionero en este nuevo orden que pasa por la demonización de lo público, por la feliz sustitución de ciudadanía por consumo a precios cada vez más elevados. Éramos tan libres, ay, que ni siquiera lo sabíamos.

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