Calle Larios

Quedarse en Málaga

  • Frente a los señuelos de la especulación ante los que se reclama el aplauso unánime, resulta que es la gente la que sigue construyendo la ciudad 

  • Y no precisamente con todo a favor

Quién sabe: las mejores historias suelen empezar con una puerta cerrada.

Quién sabe: las mejores historias suelen empezar con una puerta cerrada. / Marilú Báez (Málaga)

La veo habitualmente en el barrio. Trabaja en un centro de estética y peluquería que anuncia sus ofertas, a precios irresistibles, con una cartelería de impacto. Su clientela es en su mayor parte de por aquí cerca, pero también llegan a su local desde otras esquinas de Málaga. No es fácil precisar su edad: debe estar más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Es una mujer menuda, rubia, de piel clara y gesto generoso. Tiende con naturalidad a la sonrisa. Se la ve siempre aquí metida, en su negocio, atendiendo a clientes y manteniendo todo en orden, pero sabe darle una palabra amable a todo el mundo. Hay personas junto a las que el tiempo parece multiplicarse o, como poco, gastarse con menos facilidad, como si fuese posible atender a lo importante sin renunciar a lo urgente. Ella pertenece a esta categoría. Hace unos días tuve ocasión de conocerla un poco mejor. Es de Venezuela. Se instaló en la Costa del Sol hace tres años y abrió su negocio. Vivió durante un tiempo en Fuengirola, pero logró trasladarse después al barrio, a unos pasos del local, lo que le facilitó mucho las cosas. Antes probó suerte en Estados Unidos, en Colorado y en Florida, con un familiar. No salió bien. En Venezuela se había dedicado a la medicina. Ejerció como doctora muchos años. Después, decidió emprender un negocio algo singular: abrió un restaurante dirigido a personas sometidas a dietas y restricciones alimenticias de cualquier tipo. Un sitio bonito donde cualquiera con la más extraña intolerancia o en proceso de adelgazamiento podía ir a cenar a gusto, sin la sensación de tener que conformarse. El negocio fue bien y después del primer restaurante llegaron otros. “Era un tiempo en que en Venezuela, si trabajabas y tenías suerte, podías ganar dinero. Pero eso se terminó. No había nada que hacer”, afirma. Tiene un hijo que se marchó a estudiar a Estados Unidos para formarse como piloto, pero una mala pasada truncó sus expectativas. Se vino a Málaga y ahora trabaja en la gestión de la franquicia en la que trabaja su madre. Ella habla sin darle coartada a la nostalgia. Evoca sus buenos años sin reparo, pero mira hacia adelante: “Antes era yo la que iba a las peluquerías y los centros de estética para que me hicieran las uñas y me dejaran guapa. Ahora, yo me encargo de dejar guapa a la gente. Es lo que hay. Y no está mal”. Algunos clientes y paisanos le preguntan de vez en cuando si, ya que se lio la manta a la cabeza y salió de Venezuela, no preferiría vivir en otro sitio en el que pudiera dedicarse a la profesión para la que estudió. En el que, por lo menos, le homologaran el título. Pero ella niega tranquilamente con la cabeza: “¿Sabes lo que pasa? Que me gusta mucho Málaga. Me encanta estar aquí. Y qué sucede, ¿que tengo que trabajar en otra cosa para poder vivir en Málaga? Bueno, pues eso hago. Hay que trabajar, y esto es lo que hago ahora. Ésta es mi profesión y me dedico a ella con todas las ganas para poder disfrutar después de mi ciudad. Allí donde podría ejercer la medicina, sencillamente, prefiero no vivir”. No hace mucho, una amiga llegada también a Málaga después de décadas de consagración a la medicina en Venezuela se lamentaba, en una suerte de confesión, de que aquí sólo podía trabajar de camarera. “Y yo le dije que tenía que hacerse a la idea. Que sus días de doctora habían terminado y que seguramente no iban a volver. Que tenía que pasar página y dedicarse a otra cosa. Que no valía quedarse colgada con lo que había sido y lo que había tenido. Que había que empezar de nuevo”.

La peluquera del barrio ejerció la medicina en Venezuela. Llegó hace tres años: “Es lo que hay”

Respecto al futuro, mi vecina quiere vivir en Málaga. No se pone plazos, eso es todo. Asegura que vive al día, y es difícil no creerle. A partir de ahí, ansía ver a los suyos felices. Y eso es todo. Ahora, cuando la veo al pasar por la puerta de su peluquería, pienso que no para todo el mundo es igual de fácil empezar de nuevo. Más aún a partir de una edad en la que correspondería, al menos en cierto mundo ideal, comenzar a recoger los frutos y las ventajas de lo que has sembrado; o, cuanto menos, tomar rumbos que no entrañen un salto al vacío. Hay personas, sin embargo, que siembran siempre. Que empiezan de cero muchas veces, muchas más de las que con toda probabilidad tenían calculadas en su juventud. Esta mujer habla de Málaga con pasión y yo admito que me gustaría ver la ciudad a través de sus ojos, compartir su asombro, alumbrar sus razones. Desde una perspectiva muy diferente, yo también decidí quedarme una vez, hace mucho, cuando poco antes había optado por marcharme. Y encontré aquí las posibilidades y los medios para llegar a ser, más o menos, el que quería ser. Tengo claro, sin embargo, como la peluquera de mi barrio, que Málaga es una ciudad ideal para vivir cuando tienes que convertirte en otra cosa. Cuando ya no se trata tanto de querer ser como de querer lo que tienes que ser. Tal vez porque esta ciudad cambia siempre, a la velocidad del rayo, algo se inclina aquí con cierta facilidad al borrón y la cuenta nueva. Y más aún a la certeza fiel de que habrá valido la pena.

No es difícil considerar las oportunidades que entrañaría una mayor atención a las personas

Querría dejar claro que la mujer sobre la que escribo no da a entender que se ha conformado. No se trata de eso. Por el contrario, ha cambiado su escala de valores: su prioridad era antes la medicina. Ahora, es otra cosa. Supongo que en este hemisferio la posibilidad de elegir se nos pone delante como la zanahoria frente al asno, cuando lo cierto es que las opciones al respecto son mucho más restringidas de lo que estamos dispuestos a admitir. La cuestión es que en Málaga cada vez es más difícil dedicarse a otro menester que no sea la hostelería. El horizonte se hace cada vez más estrecho: por más que nos vendan los esplendores especulativos del desarrollo tecnológico, por más que incluso nos pidan que aplaudamos a cuenta de no sé qué posición de liderazgo, si algo tenemos claro es que ese pastel quedará servido sólo para unos pocos. Málaga tiende a definirse, con creciente empeño, en parámetros en los cabe cada vez menos gente. No hace falta haber venido de otra parte para darse cuenta. Mientras a los señuelos de la especulación, cuyos efectos han quedado ya tristemente demostrados en otras ciudades, se les pone la alfombra roja, la esperanza para la mayoría pasa por la construcción de un rascacielos gigantesco en la bahía al que podamos ir a hacer las camas y tirar las cervezas. No es difícil considerar las oportunidades que entrañaría una mayor atención en Málaga a la gente, a los vecinos, a los que, como la peluquera de mi barrio, trabajan con todo el empeño para vivir aquí felices. Pero lo que tenemos a cambio es una ciudad más sucia, menos amable, menos habitable, más ruidosa, con servicios reducidos y más caros. Y sí, ya ven, somos muchos, tantos, los que hemos decidido quedarnos. Porque nos gusta. Porque la amamos. Porque, donde quiera que hayamos nacido, ésta es nuestra casa. Lo que no quiere decir que nos conformemos.

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