Calle Larios

El síndrome de la cara vacía

  • Dicen los terapeutas que la gente siente ahora nostalgia de las mascarillas cuando sale a la calle, pero a lo mejor la verdad del gesto no está en el rostro, sino en otra parte

Resulta que la mascarilla ahora nos protege, sobre todo, de nosotros mismos.

Resulta que la mascarilla ahora nos protege, sobre todo, de nosotros mismos. / Javier Albiñana (Málaga)

Afirma el dicho popular que la cara es el espejo del alma, pero Aristóteles reconocía tal cualidad en las manos. Son ellas, extremas, condenadas a la utilidad, las que dan más y mejor cuenta del mundo interior de cada cual, ágiles y nerviosas en las edades tempranas, previsibles y eficaces en la madurez, mansas al fin, posadas y quietas en el último tramo del viaje. En los últimos años gran parte de la atención ha ido dirigida a las manos de los otros por una inevitable reacción a modo de alternativa: suprimidos los gestos faciales bajo las mascarillas, y por más que los viejos apretones hayan quedado suprimidos también en virtud de la precaución ante el contagio, o sustituidos por el ridículo y pueril choque de puños que tan mal llega a hablar de de nuestra especie, constituía casi un consuelo poder fijarte en las manos de los recién conocidos, o de quienes tratamos más a menudo sin haber reparado antes en ellos de esta forma. Y, sí, los mismos dedos que se aferran a lo prescrito, que aporrean teclados, manejan herramientas o dejan sus huellas en pantallas hipnóticas, el pulgar opuesto que bendice nuestra evolución, expresan con fidelidad, a la manera aristotélica, estados de ánimo, expectativas, ilusiones y frustraciones, emociones y memoria. Mucha memoria. Un sentido que va mucho más allá del tacto. Sobre todo en los momentos, todavía extraños, en los que era posible mantener una conversación con cierto sosiego, mascarilla en ristre, y atisbar lo que las manos nos decían del prójimo. Un servidor es de los que mueven mucho las manos cuando hablan, como si las palabras no bastaran, como si el lenguaje oral fuese insuficiente para expresar todo lo que se siente y hubiera que echar mano, valga la estúpida redundancia, para decir lo que se quiere, y cabe la sospecha de que, por lo general, todo el mundo ha movido más las manos, ha dado un apretón al aire y desde la distancia para expresar afecto, ha mostrado palmas abiertas y desnudas para compartir un sentimiento de acogida, ha hecho colisionar el puño cerrado de una mano con la palma abierta de la otra para dar a entender rigor y contundencia, impulso y bravura. En las unidades familiares, allí donde la complicidad necesaria ha puesto límites a los escrúpulos sanitarios, las manos entrelazadas, las caricias, los roces y tientos han multiplicado significados y alcances, como la antigua bendición hebrea en la que el padre de la familia posa sus manos sobre las cabezas de sus hijos. La adopción por parte de la población general del lenguaje de signos habría resultado, en consecuencia, mucho más sencilla y más justa, dada la cantidad de personas sordas condenadas al aislamiento a cuenta de las mascarillas: dejemos, al fin, que hablen nuestras manos, digamos en la misma medida que hacemos.

Y qué gesto adoptaremos cuando haya que volver a fingir. Y qué gesto adoptaremos cuando haya que volver a fingir.

Y qué gesto adoptaremos cuando haya que volver a fingir. / Javier Albiñana (Málaga)

Hay a quienes inquieta tal protagonismo de las manos, todo ese meneo de apéndices arriba y abajo, pero cuánto debemos a nuestras abnegadas siervas esta otra manera de estar en el mundo, de conectar con los vecinos, de presentarnos ante los ajenos, de ocupar un sitio y honrarlo, de hacerse notar y sentirse, tal vez, menos solo. Ahora ya nadie habla de pandemia. Los problemas son otros. Podemos caminar por las calles abiertas sin mascarilla, el gobierno nos deja, pero ante lo que parecía un feliz despojarse se ha dado una resistencia marmórea: muchos van y vienen por ahí con las mascarillas puestas todavía, como si nada hubiese cambiado, como si el contagio estuviese aún a la vuelta de la esquina. Los terapeutas de guardia han bautizado al fenómeno con un lema de alto vuelo poético: el síndrome de la cara vacía. Resulta que ese pedazo de tela pegado al rostro despierta cierta nostalgia y sin él ahora sentimos que nos falta algo. Ya sabemos que, desde Freud, el negocio del siglo consiste en ofrecer diagnósticos traumáticos a todo el mundo con una mano y el remedio con la otra, pero una vecina manifestaba a las claras el otro día los motivos reales en la puerta del centro de salud: si tienes que estar quitándote y poniéndote la mascarilla cada vez que entras o sales de un sitio, mejor me la dejo puesta todo el rato y ya no tengo que andar acordándome. 

Ya sabemos que, desde Freud, el negocio del siglo consiste en ofrecer diagnósticos traumáticos a todo el mundo con una mano y el remedio con la otra

Lo verdaderamente peliagudo respecto al dichoso síndrome no es la percepción del propio rostro como de una cara vacía, sino la percepción ajena. Quizá el problema no sea tanto sentirnos desprotegidos, sino exhibicionistas. Porque una cara vacía no es más que una cara desnuda, abierta, despojada de artificios. Durante mucho tiempo hemos salido a la calle sin tener que fingir estados de ánimo, dando alas a la transparencia sin temor a ser vistos, pero cuidado, ahora la transparencia, apartada la mascarilla, sí es reconocida como tal. Y, bueno, en los valientes que deciden ya salir a la calla a cara descubierta, ahí me las den todas, esa transparencia hace su trabajo. Quién lo diría: hemos perdido la destreza en aparentar lo que no se es, lo que no se siente. Y ahora, tanto habíamos confiado en las manos, hay que volver a aprender aquellas estrategias, entre lo cortés y lo hipócrita, con tal de que no terminemos devorándonos como lobos. Podrá el lector comprobar por su cuenta, a poco que preste un poco de atención, qué dicen estos rostros ahora redescubiertos, qué afirman, qué es lo que no pueden ocultar. Hay de todo, claro. Esto de la transparencia también va por barrios. Pero no es descabellado considerar que hay una tónica general marcada por el cansancio y la fatiga, consecuencias, seguramente, de una adaptación constante a circunstancias inauditas, de un mes para otro, olas y valles, promesas incumplidas, expectativas truncadas. Ahora tenemos una guerra narrada al minuto, con todo su efecto desestabilizador, lo que no parecía posible termina siendo, una pandemia inexplicable, un país que invade otro en este continente, y al gesto le cuesta tornarse en sonrisa, en descanso, en signo distendido hacia el otro. Demasiado que rumiar, tanto que asentar aún para seguir adelante. Tampoco vivir en una ciudad como Málaga, donde cada vez es más difícil resistirse a la impresión de ser expulsado, con la mayor escalada nacional de precios de los alquileres y una creciente consideración del espacio público como lugar exclusivo, contribuye precisamente a sentirse en buenas manos. Pero a esto volvemos, a las manos. A lo mejor no estaría mal que siguieran siendo ellas las protagonistas. Las manos dicen y no mienten. Y eso es justo lo que necesitamos.  

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