"Mi casa ha quedado reducida a escombros"

"Mi casa ha quedado reducida a escombros"
"Mi casa ha quedado reducida a escombros"
Leonor García Málaga

22 de noviembre 2015 - 01:00

Dos veinteañeras que huyen de China porque profesan la fe cristiana, un gay marroquí que aspira a poder vivir libremente en España conforme a su orientación sexual, un puñado de ucranianos que escapan del conflicto en su país y muchísimos sirios que han sobrevivido a los bombardeos o solo buscan un futuro en paz. Son refugiados de la intolerancia. Una babel de víctimas con diferentes idiomas, distintas historias y un mismo objetivo: vivir sin sobresaltos y con derechos. Ese esa es la amalgama humana que vive en el edificio de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) de la calle Ollerías de la capital.

Cuando a Osama Al Musa se le pregunta por su casa no hace falta traducción. Su gesto es inequívoco. Las bombas la convirtieron en polvo. "Mi casa ha quedado reducida a escombros", dice este sirio de 37 años oriundo de Halab, uno de los primeros pueblos bombardeados en una guerra que está convirtiendo su país en ruinas. Hace tres años salió con su mujer y su hijo de Siria. Escaparon con lo puesto y los pocos ahorros que tenían. Turquía, Argelia, Marruecos, Melilla. La ruta es una de las que siguen los sirios para escapar del horror que imponen Al Asad de un lado y los yihadistas del otro.

En Marruecos nació su segundo hijo. La historia se repite. Muchas parejas jóvenes huyen de Siria con uno o dos niños pequeños y en el trayecto hacia Europa vuelven a ser padres.

Osama cuenta que en Argelia tuvieron que pagar 500 euros por persona para pasar a Marruecos. Entonces eran tres en la familia. Así que desembolsaron 1.500 euros. Y luego, para entrar en Melilla desde el país alauí, 800 por cada miembro. Otros 3.200 euros. En total, 4.700 euros para acceder a suelo europeo. El monto es sólo el peaje que tienen que pagar a las mafias. "Así que estamos sin casa, sin ahorros y sin energías", admite.

Hace poco más de un mes, Málaga Hoy hizo un reportaje con los refugiados de CEAR. Ahora sus protagonistas son otros, pero las historias son calcadas. Cada conflicto en el mundo marca las nacionalidades de los alojados. Por el patio corretean niños sirios de cuatro o cinco años. Juegan y ríen, ajenos al drama del que son víctimas. Sus padres, en cambio, tienen otro semblante. Llevan la preocupación encajada en el rostro.

Como Samir, que prefiere no dar su apellido. Salió hace tres años de Siria con su mujer y su hijo. Se establecieron en Argelia y allí tuvieron a su segundo hijo. Tenían planeado quedarse en este país, pero el niño mayor enfermó. Sin recursos y sin cobertura médica, la única salida que vieron fue Melilla. Allí se confirmaron los peores presagios: el hijo tenía un tumor cerebral. Fueron trasladados a la Península y ahora el niño recibe radioterapia en el Materno. Mientras la madre acompaña al hijo mayor en el hospital, él se queda con el otro, de dos meses, en la sede de CEAR. Lo mece y lo muestra con orgullo a todos los que se acercan a verlo.

La familia vivía en Damasco. "Mi casa está arrasada por las bombas. Allí además hay guerra. No podemos volver", relata. Cuando se le pregunta a dónde se dirigirán cuando el niño acabe el tratamiento, respira hondo, suspira y admite que no sabe. "Estoy perdido", dice. Aunque tiene claro que la prioridad es permanecer en Málaga hasta que su hijo se cure.

La conversación es posible gracias a la traducción de un refugiado marroquí que se pone el nombre de Tony porque prefiere ocultar el suyo. Su ayuda es impagable. Sin ella no habría sido posible recoger los testimonios de este reportaje.

Alain Diabanza, un joven de República Democrática del Congo y trabajador de CEAR, también colabora para que los refugiados se abran a contar sus vidas, sus sufrimientos y sus esperanzas. Alain los entiende muy bien. Él fue refugiado en el edificio de Ollerías antes de empezar a trabajar para la ONG. "Los comprendo perfectamente porque son como un espejo en el que se refleja lo que yo he vivido. Me encanta mi trabajo porque intento dar lo que a mí me dieron durante un año", comenta. Después precisa que el centro tiene una capacidad para 65 personas, que acaban de irse dos y que quedan 59. "Está a tope", resume.

En un extremo del patio, un refugiado cuenta su historia a una veintena de jóvenes. Son alumnos del Politécnico Jesús Marín que han decidido saltarse las clases de contabilidad para tomar otra lección: una de dura realidad.

Osama desgrana su odisea. Ellos escuchan, preguntan, piensan. Para ser chavales de 19 y 20 años, muestran inquietudes que otros adolescentes de su edad quizás no compartan. Pero su curiosidad tiene una explicación. Entre sus compañeros de instituto están Salwa Benboubker, Abdul El Atiqi y Mohamed Bouhti. Los tres son marroquíes, pero viven desde pequeños en España. Están a medio camino entre dos culturas. También hacen de traductores y, sin pretenderlo, se convierten en lazos de unión entre dos mundos que -tras los atentados de Francia- se miran con recelo.

"He querido que mis compañeros vean de primera mano a los refugiados, que tengan la oportunidad de hablar con ellos y de preguntarles lo que quieran", explica Salwa con un acento andaluz rotundo. "No es lo mismo verlo por la tele a que te lo cuenten ellos; conocer a las personas, ver sus caras", argumenta María Jaime, alumna del politécnico.

Wassim Zabad, coordinador de la campaña de apoyo al pueblo sirio, aclara que la visita de los estudiantes a CEAR no ha sido idea de ningún profesor como podría pensarse, sino de Salwa. En el instituto les pondrán falta, pero los jóvenes aseguran que no les importa porque han aprendido mucho de la vida, de la injusticia, de los sueños y de las consecuencias de las guerras.

-Aquí no viven con lujo, pero por lo menos es mejor que allí y tienen donde dormir, dice uno.

-Han cruzado varios países, pero ha valido la pena, añade otro.

Alain despliega un cartel que reza No permitas que la Europa de los valores se hunda en el Mediterráneo. El lema alude a los miles de inmigrantes que se ahogan intentando llegar a suelo comunitario.

Después de un rato de conversación, hay un par de preguntas que se imponen ¿Qué piensan de los atentados de París? ¿Cómo ven los bombardeos franceses sobre Siria?

Samir aclara que no quiere hablar de política, que está en contra de los atentados y que teme que estalle la Tercera Guerra Mundial. "Yo sólo quiero comer, vivir en paz y ver un futuro para mis hijos", dice. Y concluye que el Islam no dice que haya que matar.

Osama también se muestra contrario a los atentados de París, pero agrega que en los bombardeos sobre Raqa "mueren cientos de civiles que no tienen ninguna culpa". Tercia entonces Salwa: "En París han muerto inocentes. Pero Francia ha hecho lo mismo. La guerra trae más guerra".

Los sirios son el grupo mayoritario de refugiados. El segundo lugar lo ocupan los ucranianos. En sus 22 años de existencia, han pasado más de 2.300 personas por el inmueble de calle Ollerías. Algunos refugiados buscan protección para salvar su vida, otros son inmigrantes vulnerables que encuentran en CEAR un asidero para salir a flote. José Manuel Mochón es el presidente de la delegación malagueña de la ONG desde su creación en 1993. Ante sus ojos ha visto pasar cientos de personas de medio mundo. Hombres, mujeres y niños forzados a huir de sus países por política, religión u orientación sexual. "Sin dejar de poner el corazón, tienes que poner la razón para que la situación no te supere", explica.

Además de alojamiento, la ONG ofrece clases de español para que los refugiados pueden integrarse. La profesora trabaja delante de un espejo con dos mujeres chinas. Las alumnas analizan los movimientos faciales para repetir sonidos inexistentes en su idioma. Una cuenta que el fin de semana estuvo en la ciudad del Tajo. "Ronda, hermoso paisaje", pronuncia lentamente. Aunque es china, la erre le sale casi perfecta.

Entretanto, en el patio, el bullicio se asemeja al de un corralón. Varios ucranianos hablan con un abogado que les ayuda a tramitar sus papeles, Samir sigue acunando a su bebé, la profesora de español habla con sus alumnos, los estudiantes del Jesús Marín siguen escuchando historias de refugiados y un puñado de niños corretea con un juego recién inventado. La vida sigue. Las esperanzas siguen; a pesar de la intolerancia y de las bombas.

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