Bloguero de arrabal
Ultraoceánicos
Aquí hubo una vez un río, así que el nombre Arroyo de los Ángeles responde a una realidad histórica, no tan antigua como creen algunos. Hoy, aquel caudal se resuelve en el asfalto de la larga avenida que da nombre al barrio, desde el cuartel de la Guardia Civil hasta Miraflores, flanqueado por dos hospitales enormes y los más sorprendentes complejos urbanísticos; y en el de la gente que va y viene por todas partes, una marea mestiza pero con sabor añejo, amante tanto de la guayabera jubilada y el chándal de las chapuzas, como otro río repleto de aliento y del reto de llegar a fin de mes. En su horizontalidad estrecha repleta de surcos inesperados, el Arroyo de los Ángeles es un expositor privilegiado de la clase media, pero no lo es igual en todos sus recodos. El cruce con la calle Blas de Lezo y la Avenida de Simón Bolívar constituye una frontera de calidad transoceánica: en dirección al oeste, tras un primer hemisferio señalado por la seriedad de los muros blancos del Hospital Civil y de la fachada principal del Materno Infantil, así como por la autoridad competente del cuartel de la Guardia Civil, con su vigilancia perenne y el trasiego de uniformes, se abre un segundo tramo en el que conviven altísimos bloques de pisos y algunos de los más hermosos parajes de casasmatas de Málaga, como una ciudad que, a pesar de su disposición extendida digna del río que fue, crece en realidad en todas direcciones. Basta situarse unos minutos en esta frontera, junto a Blas de Lezo, como en la base de un kilómetro cero desde el que estallan cuatro puntos cardinales (en sentido, respectivamente, a Martiricos, Miraflores, Camino Suárez y La Roca) para asistir al admirable espectáculo de lo humano: un camión del reparto de bebidas se sube en la acera justo al lado de la salida de coches del Materno, un maese entrado en carnes que luce rapado inmisericorde y un chaval con pinta de no haber acabado la ESO comienzan a descargar cajas repletas de botellas de refresco, el ruido es infernal pero los dos se las apañan para discutir sobre si el Málaga jugará igual de bien que contra el Granada o habrá que esperar más apuros, mientras el sudor copioso les invade y una jovencita de delantal a cuadros se asoma a la puerta del bar para esperar plácidamente la introducción del cargamento; una señora avanza por la acera vestida con una rebeca fina que sobra decididamente con el calor que hace, sus gruesas piernas plagadas de varices permanecen sin embargo al descubierto y caminan despacio, hay algo distraído en su mirada, una pinza infantil recoge su pelo hacia el lado izquierdo y lleva un ramo de flores en la mano derecha, espera su turno en el semáforo y todo un mundo parece transcurrir hasta que alcanza el otro bordillo, enfila la pequeña cuesta y entra al Materno, tal vez alguien ha nacido, alguien merecerá unas flores ahí dentro; una joven con camiseta de Minnie y short rosa sobre el que luce el filo de la ropa interior al más puro estilo yoli empuja a su hijo pequeño, que berrea a placer en un cochecito de lona heredado por al menos tres generaciones, el bebé anuncia en cada grito inconsolable el varón que será dentro de poco, incombustible, rotundo asfixiante, su madre se detiene donde no hay posibilidad de alcanzar la sombra, cierta dureza parece conferirle una edad superior pero no debe tener más de diecisiete años, biberón de agua, error, chupete, error, un pequeño muñeco de Bob Esponja, error, el niño llora y llora, será que tiene hambre, dice una señora que pasa como si le hubieran pedido su opinión, la joven madre no responde, tiene en mente al menos cien sitios en los que preferiría estar; dos adolescentes que deberían estudiar en clase caminan dando zancadas, uno lleva una camiseta del Málaga y el otro el torso desnudo, se pasan una pelota de playa con la bandera de Brasil mientras ríen sin cesar, como si la playa estuviera allí ciertamente, como si el viejo lema del Mayo del 68 mantuviera su rango y debajo de aquel asfalto continuara su curso el arroyo en el que los dos mozalbetes se darían el baño de sus vidas. Hay mujeres que arrastran sus carros de la compra, hombres ociosos en las puertas de los bares, gitanos que montan en bicicletas de las que apenas queda el chasis y se quejan de lo mala que está la vida y abuelos que pasean a sus nietos sin demasiado entusiasmo. Todo acontece en la misma esquina.
Atravesada la frontera, el barrio es otro. A espaldas de la avenida, entre las calles Juan de Ruiz Zorrilla y Pacheco, se extiende un entramado de vías estrechas con viviendas unifamiliares, como un municipio independiente que ha caído aquí desde el cielo. Abundan patios recién regados, jardines improvisados, ropa tendida, parabólicas descomunales y miradas curiosas desde las ventanas. Pronto, como si de un precipicio se tratara, el enclave entra en altura y se resuelve en altísimos bloques de viviendas que se mantienen hasta Miraflores, con arquitectura propia del desarrollismo local. En un paso la placidez silenciosa; al siguiente, la dimensión superpoblada, la absoluta imposibilidad de encontrar un aparcamiento, bloques de doce pisos separados por centímetros y zonas comunes (si las pocas jardineras y los columpios escasos pueden considerarse tales) claramente insuficientes. El paisaje humano antes representado aquí se multiplica. Hay cafeterías de las de toda la vida en las que las señoras toman el sombrita antes de ir al supermercado, bares de copas de diversa índole, restaurantes de comida rápida y algunos de mayor categoría como la pizzería El Pavone. En el otro extremo abundan las casasmatas, pero en un orden más racional y también más hermoso, entre Morillas y Bursoto, con viviendas más pequeñas pero también más coquetas. En Alcalde Ronquillo destaca el restaurante La Casamata, uno de los más recomendables de la ciudad para los aficionados a las carnes a la brasa. De nuevo en la avenida se destapa el festín frenético, las aceras invadidas, los contenedores repletos, la tragedia del paro traducida en seis hombres reunidos en torno a un banco de la acera discutiendo, de nuevo, sobre fútbol. La rutina parece esperar algo nuevo, pero se complace mientras tanto. Algo pasará, de un momento a otro.
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