EDITORIAL
Toda preparación es poca ante los temporales
VISITAR el Edificio Negro (creo que éste es el nombre más apropiado) en los compases previos al inicio del curso escolar significa enfrentarse a sensaciones nada agradables. Todo está lleno de maestros y profesores en situación inestable que van arriba y abajo, de los sindicatos a las oficinas de la Delegación de Educación, en busca de información sobre bolsas de trabajo, vacantes, puestos específicos, convocatorias diversas y otros elementos burocráticos que salen en su mayoría sin previo aviso y exigen la alerta máxima de los interesados las veinticuatro horas del día. Caminan los enseñantes sin plaza fija cargados de impresos de cuya eficacia y oportunidad cabe dudar siempre. Las emociones son encontradas: hay quien se desconsuela porque no hay una mísera sustitución con su nombre y quien se angustia porque en un plazo de dos días tiene que incorporarse en un centro a 350 kilómetros, y qué hago con mi bebé, y qué pasa con el trabajo de mi cónyuge. Y encima hay que escuchar a los delegados y consejeros de turno asegurando que sí, que el Gobierno andaluz garantiza en cada caso la unidad familiar, que van a haber muchas guarderías nuevas. Pero, eso sí, los expedientes se expiden (valga la redundancia) in extremis, y si alguien pregunta por qué diantre esto no estaba resuelto a mediados de agosto corre el riesgo de que lo miren como a alienígena de trapo. Vaya por delante que el trato de los funcionarios suele ser amable; el problema es que el sistema es terrible. Uno está allí, en medio de tanta gente que se juega su destino inmediato a una carta, y no puede evitar la sensación de zozobra. El mecanismo educativo de la Junta de Andalucía, en lo que se refiere al personal docente, constituye el último refugio del franquismo.
A esta visita que describo se une el accidentado comienzo del curso escolar, de cuyos pormenores les ha informado Nacho Sánchez al detalle en este periódico. Tanto como accidentado, sin embargo, podría considerarse habitual. Por una vez, y sin que sirva de precedente, escribo sobre un tema que conozco bien: aquí donde me ven, también estudié Magisterio y viví un breve periplo de maestro, con oposiciones y bolsas incluidas. Conozco a mucha gente del gremio y, por cuestiones familiares, convivo diariamente con el asunto. Así que lo de las aulas prefabricadas, las familias rotas sin más solución aparente que unas comisiones de servicio adjudicadas según criterios irracionales, la masificación (el cupo de los 25 alumnos es, hoy día, una película de ciencia-ficción para muchos colegios e institutos, por mucho que la Junta diga lo contrario), la más que tardía asignación de profesores sustitutos para cubrir las bajas, la falta absoluta de recursos (humanos y materiales) con que cuentan los profesores tanto para tratar con alumnos conflictivos (si un agente de Policía te mete en la clase a un adolescente recién recogido en la calle ciego de farlopa, pero matriculado en el centro, hay que comérselo) como para ofrecer estímulos suficientes a todos los chavales, los obstáculos absurdos que se ponen en el camino de los docentes que podrían intercambiar sus destinos para una solución más beneficiosa y tienen que quedarse donde les toca porque sí, es decir, lo que se repite año tras año sin que nadie se preocupe de arreglarlo, es un cúmulo de dramas reales que afectan a muchos contribuyentes. Así funciona: los docentes son números en listas interminables y los alumnos matrículas para los balances de las ruedas de prensa. Alguien debería recordar que la escuela es un espacio humano antes que político.
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