La lucha de una familia malagueña por la educación inclusiva con hijos con síndrome X frágil
Los padres se han visto obligados a cambiar de centro una y otra vez porque "no buscan soluciones para ellos"
La familia malagueña Serrano Martín: seis de ocho hijos disléxicos que han ganado el pulso al sistema educativo
Javier Acevedo y Ana Pérez nunca supieron exactamente en qué instante empezó todo, porque en su casa siempre ha habido preguntas que nadie sabía responder. "Tenemos tres hijos, dos de ellos tienen síndrome X frágil", cuenta Javier sin tapujos. Lo supieron gracias a revisiones y pruebas. Durante años caminaron sin saber qué sucedía exactamente entre los pasillos de los hospitales. El 3 de diciembre se celebra el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, y este síndrome es una discapacidad intelectual hereditaria. Desde entonces, sus vidas giran en torno a ellos dos, con las dificultades económicas, sociales y laborales que supone.
Rubén, el mayor, empezó con problemas con los oídos. Con el pequeño, Daniel, vinieron los retrasos en el habla, en los aprendizajes, en la manera de relacionarse con el entorno, retrasos motores, dificultades para andar -no lo hizo hasta los tres años-. "Siempre estábamos con problemas, pero no daban con lo que pasaba", recuerda Javier. La confirmación llegó gracias a las pruebas genéticas. Lo que durante años fueron sospechas por fin tuvo nombre. "A raíz del pequeño descubrimos lo que tenía el mayor", cuenta el padre. Ese día, la familia comprendió que llevaba mucho tiempo en contra para que no se agravase con los años.
A Rubén, que ahora tiene 17 años, lo define una mezcla de fragilidad y personalidad arrolladora. Javier se ríe con cariño cuando lo cuenta: "Él piensa que es Anuel". Anuel AA es su cantante favorito. Su forma de comunicarse es imitar, y eso es lo que hace con el artista: "Imita todo, los gestos, se crea su mundo, muchas veces estamos hablando con él y nos cambia de tema".
Su autonomía sigue siendo un trabajo diario. "Valerse por sí mismo todavía le cuesta", confiesa su padre. En el gimnasio, en la compra, en las salidas del día a día, siempre necesita acompañamiento. No es dependencia absoluta, pero no es capaz de hacerlo solo: "Si va con un amigo, entra, pero que le pidan por él". A veces el propio Rubén no es consciente de sus limitaciones. "Se siente mal cuando ve que no sabe hacer cosas que los demás sí", añade el padre.
Por su parte, el pequeño de los tres hermanos, Daniel, a los 12 años todavía no sabe ni leer ni escribir. Se proteje bajo el cobijo de sus padres, los abraza, se esconde en su lugar seguro, que son sus dos defensores a capa y espada. Durante años también hubo episodios difíciles porque "tenía rabietas, tiraba cosas, se mordía". Según asegura Javier, con medicación y seguimiento, esas crisis se han ido controlando: "Ahora no las tiene tan a menudo".
En cuanto al colegio, para la familia es de los aspectos más duros. "Cuando no tenía diagnóstico, todo iba bien, pero cuando ya lo tuvo, ya no lo querían", lamenta, en el caso del más pequeño. La familia se vio obligada a cambiar de centro una y otra vez porque "no buscan soluciones para ellos" y los padres son los que se tienen "que mover".
Javier recuerda que, en el colegio, "no buscan una solución al problema de ellos". Cada curso era empezar de cero, explicar otra vez, pedir otra vez que los tuvieran en cuenta, justificar de nuevo. El pequeño, además, tiene autismo y una discapacidad del 65%. "Por ejemplo, en el patio, yo lo veía jugar, pero no salía con los otros, lo sacaban solo, y eso no es integración", señala Ana, su madre, con indignación y tristeza.
Las instituciones tampoco dieron respuestas claras. Y a todo eso se sumaba el miedo al futuro, esa pregunta que pesa cada día: "A partir de los 21 años ya no hay nada. Si no hay plaza en centros, ¿qué hacemos con un niño con una discapacidad del 65%?", denuncia Ana. La madre lamenta que la única solución es que acaben en un centro especializado de Granada. Rubén acabó Educación Secundaria Obligatoria y las opciones para seguir formándose eran "mínimas": jardinería, cocina o comercio. "Eligió comercio y menos mal que al final le ha gustado", relata su padre.
La conciliación laboral tampoco existe para ellos. "He tenido muchos problemas con los horarios, con reuniones, con noches, con fines de semana", explica Javier, y lamenta que "te prometen ayudas, pero luego desaparecen". Él trabaja de repartidor y ella es limpiadora. No tienen una gran solvencia económica y han rotado en muchos puestos de trabajo, ya que se han tenido que ausentar en varias ocasiones por crisis que sufrían sus hijos. Lamentan que las empresas "no entiendan" su situación.
La Fundación Héroes ha sido el único lugar donde la familia ha sentido que alguien realmente los entendía y estaba dispuesto a apoyarlos. Silvia García, la gerente de la entidad, cuenta que "llega un momento en sus vidas en que os encontráis un poco abandonados y solos". Ellos, asegura, están para sostener cuando las instituciones fallan.
Han pasado por neuropsicología, logopedia y por refuerzo educativo, al que acudía dos veces por semana y en el que estuvo cerca de 10 años. Antes incluso venía más, pero con el tiempo entendieron que no siempre se puede —ni se debe— "apretar más la tuerca". "Todo tiene que ser también con salud", explica la gerente, porque tan importante como avanzar es respetar sus tiempos, su espacio y "lo que él mismo va pidiendo, siempre que se vea una evolución a mejor".
A diferencia de un aula con 25 alumnos, su grupo era reducido, apenas cinco niños, y eso permitía la coordinación entre todos los profesionales. Tutores, refuerzo educativo, logopedia y neuropsicología trabajaban en la misma línea, remando todos a una. Los especialistas se reunían, compartían criterios y ajustaban el trabajo conjunto, porque, como explican, lo que se avanza por un lado necesita tener continuidad por el otro "para que todo cobre verdadero sentido". La familia Acevedo Pérez llegó en 2014 y hasta hoy han recibido más de 28.000 euros en ayudas.
Silvia reconoce algo que resume la paradoja del trabajo que llevan a cabo con miles de familias en Málaga: "Ojalá no estuviéramos aquí, sería muy buena señal de que no nos necesitáis". Pero mientras el sistema no cambie, garantiza que estarán. Y esa presencia se convierte, para familias como la de Javier y Ana, en poder coger un poco de aire para seguir en el camino. En esta mezcla de lucha incansable, cansancio, amor y mucha burocracia, la familia sigue adelante.
También te puede interesar