Málaga: la ciudad suplantada
Calle Larios
En ocasiones, la ciudad emite ciertos mensajes que nos hacen dudar de su naturaleza, de que sea ella la que está realmente detrás, como si otra ciudad hubiera usurpado su identidad
Victoria: la vida en una calle

Málaga/Disculpe el lector que empiece este artículo con una historieta personal: hace unos días, alguien suplantó mi identidad en Instagram y replicó mi cuenta. Creó una exactamente igual a la mía, con la misma foto, el mismo perfil y el mismo contenido, con una ligerísima variación en el nombre para poder colarla en el océano de cuentas de la red. El asunto ya está denunciado, pero el indeseable que está detrás de la operación tuvo tiempo de seguir y pedir seguimiento a buena parte de los que ya eran mis seguidores para invitarles, a través de un mensaje privado, a incorporarse a un presunto grupo de inversión en bolsa; es decir, uno de los miles de fraudes que circulan a diario por esta red social. Poco después me vi en un artículo en el que aparecía como damnificado junto a otros a los que les habían hecho la misma jugarreta, como la primera teniente alcalde de Málaga, Elisa Pérez de Siles, lo que, claro, despertó en un servidor una espontánea emoción de solidaridad. Paradójicamente, la experiencia me sirvió para sentirme querido y protegido: muchos, muchísimos amigos que recibieron el mensaje se apresuraron a escribirme por otras vías para advertirme de la suplantación y procedieron a denunciar la cuenta usurpadora. A todos les resultaba raro que de repente me hubiera dedicado a esas cosas y entendieron que había un fraude detrás. La mayor gracia la tuvo mi amigo Raúl Rodríguez, que me sacó la sonrisa más abierta: “Sé que en lo del teatro, la poesía y la prensa la cosa está regular, pero no creo que te hayas metido a bolsista”. Esta era la cuestión: todos ellos creyeron imposible que yo procediese de este modo y vieron claro que no se trataba de mí. E, insisto, su reacción me hizo sentir a salvo. Justo para eso están los amigos.
Me apunta Manuela que Séneca recomendaba a sus discípulos, como regla fundamental, “decir lo que sentimos, sentir lo que decimos, concordar las palabras con la vida”. Esta armonía es la que nos permite ser reconocidos, que nuestra identidad sea transparente para los nuestros. Si observamos en alguien cercano una desconexión entre lo que dice y lo que hace, si dice o hace algo que no concuerda con lo que esperamos, algo falla. Las personas cambian, por supuesto, no solo con todo el derecho sino con toda la necesidad; pero lo que cambia en nosotros suele ser accidente, no sustancia: si la sustancia íntima se modificara, podríamos encontrarnos, tal vez, ante una historia del tipo La invasión de los ladrones de cuerpos. Ya puestos, se podría aplicar la misma tesis a las ciudades, con las que en muchos sentidos nos relacionamos como con las personas: cambian, evolucionan, pero siempre confiamos en encontrar en ellas ciertos signos por los que esperamos reconocerlas. Si esos signos no se manifiestan, o lo hacen los signos contrarios, entendemos que algo ha salido mal. Semejante lógica se acentúa si hablamos de la ciudad en la que vivimos. La extrañeza que genera la sospecha de que tu ecosistema vital se comporta de manera anómala, como si fuese otra ciudad, no la que tú creías, puede llegar a ser desoladora. Y me temo que es más común todavía que los fraudes en las redes sociales.
Y, bueno, me temo que tal sospecha es ya habitual en Málaga. Cuando te encuentras otro pub irlandés recauchutado, cuando aquella casa que te gustaba se ha convertido en un alojamiento turístico, cuando comprendes que no queda un solo establecimiento señero para tomar un café, cuando adviertes que en cada vez más áreas dentro y fuera del centro el extranjero eres tú, cuando ves que los rasgos de la Málaga que te gustaba han mutado en una parodia o, peor aún, en otro reclamo turístico; cuando escuchas a los abusones y quinquis descamisados hablar en otros idiomas (el relevo del merdellonerío ha sido harto eficaz gracias al turismo de calidad), cuando en el bar en el que desayunas cambian la carta con productos más propios del almuerzo porque hay que adaptarse, cuando todavía conoces a tanta, tantísima gente a favor de que planten un rascacielos en el Puerto después de la experiencia que hemos tenido en Martiricos (¿quién quiere acaso un bosque urbano en el suelo de Repsol pudiendo levantar más torres?), cuando el guiri que ha plantado los pies sucios en la silla del chiringuito te mira como si te estuviera perdonando la vida, cuando ves a los músicos callejeros reprendidos y las despedidas de soltero legitimizadas te preguntas si de verdad esta es tu Málaga, la que tú creías, en la que viniste al mundo, en la que vives; si esos mensajes tienen sentido o si, tal vez, alguna otra ciudad, prefabricada, cutre y cocinada en un par de vueltas, ha usurpado su identidad. Creo, no obstante, que conviene valorar estas cosas en un tono igualmente positivo: la extrañeza es creciente entre cada vez más malagueños que no reconocen su ciudad en lo que ven, que se sienten fuera de sitio y entienden que ha habido una suplantación. Así que supongo que sí queda una resistencia en la que podemos confiar, que sabrá distinguir entre la ciudad real y la replicante, la vivida y la promocionada, la querida y la ajena. Y que, de paso, denunciará la situación y reivindicará sus derechos. Que aquí cabemos todos. Y todos significa todos.
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