Málaga: de qué hablamos cuando hablamos de turismo
Calle Larios
El problema tiene que ver con la dependencia absoluta de un sector volátil, dispuesto a devorarse a sí mismo a la primera de cambio, contenedor de las peores contradicciones del presente
Cómo meter a Málaga en la bañera
En lo que va de verano he podido dar algunas escapadas de pocos días por el territorio nacional. En dos de estas ocasiones fui a Madrid, de manera fugaz, con ida y vuelta en la misma jornada gracias a la alta velocidad (y, para mi fortuna, no tuve que hacer frente a ninguna cancelación ni retraso relevante), una por ocio y otra por negocio. En todas estas ocasiones he recurrido a la hostelería para comer y beber, claro, unas veces con un tapeo ligero y otras con mesa y mantel, que ya va uno teniendo una edad. Y ha sido entonces cuando he podido constatar que los servicios de hostelería en Málaga se han encarecido notablemente en los últimos años. Especialmente relevantes fueron las visitas a Madrid: en la última, no me pregunten los motivos, terminé nada menos que en el barrio de Salamanca, en plena calle Serrano, donde me permití un refrigerio primero y un almuerzo después. Y, sí, la cantidad reclamada en ambos casos me llamó la atención y confieso que llegué a mirar la cuenta por si acaso habían cobrado de menos. No era así. Resulta, parece, que en Málaga nos hemos acostumbrado a pagar precios por servicios de hostelería que en otros lugares se dispensan por bastante menos, y no hablo necesariamente de pueblos pequeños. Me refiero a Madrid, en la calle Serrano, al lado de una tienda en la que vendían relojes por 40.000 euros. Habrá quien diga que Madrid no es un destino tan turístico como Málaga en verano, seguramente, pero ¿realmente esto justifica el alza de precios de la hostelería, especialmente en el centro?
Tiene sentido: si vienen tantos turistas a Málaga, lo suyo es sacarles los cuartos como buenamente se pueda. Lo malo llega cuando los turistas también se dan cuenta de la diferencia y deciden irse a otro lado. Ya en el segundo trimestre de este año Exceltur anotó en su informe una caída en la ocupación hotelera del 5,9% y una caída en los ingresos del 2,2%, con especial protagonismo del mercado nacional. Sin embargo, el sector muestra algunas paradojas interesantes: varios profesionales de la hostelería han señalado que no hay que hablar tanto de una pérdida de afluencia como de un gasto mucho menor. El perfil del turista de bocadillo, que viene a su vivienda turística, compra lo que consume en el supermercado y gasta aquí menos que un nativo, parece imponerse. Cuando se inauguró el nuevo supermercado de la Plaza de la Constitución, en el, no pocos hosteleros pusieron el grito en el cielo, con razón: siguiendo el modelo de otras ciudades, tales supermercados tienen su principal clientela entre los usuarios de los apartamentos turísticos y funcionan como agentes disuasorios contra la hostelería, y cabe recordar que durante muchos años, cuando pudieron haber prestado un servicio distinto y, quizá, frenar de algún modo la sangría de vecinos del centro, estas tiendas se vieron como agentes devaluadores del caché turístico del centro de Málaga. Ahora parece que no importa tanto. Qué cosas.
El problema es que el turismo es un sector volátil, que encierra de manera ilustrativa las contradicciones más dolorosas del capitalismo más voraz. La misma afluencia de visitantes que un día prodiga el florecimiento de la hostelería, al día siguiente es capaz de certificar su defunción, tan solo porque los mismos visitantes tienen acceso a soluciones más baratas. En este ámbito, lo que parece un negocio seguro puede devenir en ruina por los motivos más banales. Y tiene su miga que una ciudad como Málaga haya puesto todos sus huevos en una cesta tan convulsa; más aún, que durante tantos años se nos haya querido convencer desde las administraciones públicas de que todos vivimos del turismo, incluidos los que no tenemos nada que ver con el gremio; que, incluso, se hayan puesto en marcha campañas escolares de prevención contra la turismofobia, cuando ahora el turista lo tiene cada vez más fácil para pasar por aquí, reírse en nuestra cara y no dejarse ni un céntimo. Hay que tener claro de qué hablamos cuando hablamos de turismo: una actividad económica basada en el criterio de gente que quiere ser servida con todo por delante por cada vez menos dinero. O este es, al menos, el turismo al que Málaga ha querido resultar atractiva durante demasiado tiempo, indiferente del todo a la ciudad, su historia, su identidad y sus costumbres. El fracaso en la convocatoria del turismo de alto standing debería dar que pensar, sobre todo porque el alto standing se mueve exactamente bajo los mismos criterios. Otra cosa es que podamos ofrecer algo interesante a gente a la que le gusta visitar lugares con encanto, que cuentan historias, que prenden experiencias; me refiero a la definición de Málaga como destino para gente interesante, sensible, con valores estables, no meros consumidores. Que se haya concebido aquí el turismo cultural como un adorno para el alto standing y no como una oportunidad para la fidelización de un turismo deseable, popular y educado es un error cuyo precio todavía tendremos que pagar. Pero, de nuevo, todo esto tiene que ver con cómo se percibe Málaga a sí misma. Y me temo que las noticias tampoco son buenas.
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