De los paisajes mutantes
Si para Heráclito resultaba imposible bañarse dos veces en el mismo río, también es difícil, por lo menos, pasar dos veces por la misma ciudad l Los chinos y sus babilónicos bazares han prestado una inestimable ayuda para comprender este axioma l Pero, ¿y si el que cambia es uno mismo? l Ah, bueno
HACE unos días terminé 1Q84, la última novela de Haruki Murakami publicada en España (en realidad, el volumen que contiene las dos primeras partes; la tercera, en una estrategia comercial digna de Esquilache, saldrá dentro de unos meses). En el primer capítulo, una chica se mete en un taxi y el taxi se mete a su vez en un atasco cuando atraviesa una autovía urbana. Entonces, la chica, que tiene prisa, decide apearse en el atasco y salir de la autovía por un acceso al que puede llegar a pie y desde el que puede descender hasta una calle. Pero justo cuando baja por este acceso tiene la sensación de que la calle es otra, de que la ciudad es otra, de que el mundo es otro. Algunos detalles apenas perceptibles le llevan a concluir que algo ha cambiado irremediablemente en una zona que creía conocer bien. Y esa perturbación la acompañará durante toda la novela. Cuando leí esta parte, me resultó vagamente familiar. Es extraño, pero hay momentos en que uno, siendo de Málaga y viviendo en Málaga, cree pasar de pronto por un lugar desconocido cuando en realidad camina por alguna calle de la ciudad que conoce como la palma de su mano. En esos momentos se adopta en la boca cierto sabor de extranjería, y luego salta la indignación: pero esto qué es que me lo han cambiado, dónde está esa tienda, esa farola, ese escaparate, esa esquina, ese restaurante. Málaga, dada la manía de sus notables y mandamases de meterle mano a todo, es una ciudad idónea para este tipo de experimentos: en los últimos días, al pasar por lo que ha venido a ser la Plaza de San Ignacio en la calle Compañía (por obra y gracia del Museo Thyssen) o por la subida del Monte Calvario más allá de la calle Amargura (por donde a veces saco de paseo a Sócrates), cercada ahora por un muro digno de Omar ibn Hafsún que atravesé por una puertecita rematada con tres incómodos pivotes en el suelo, he tenido la sensación de que nada de aquellos paisajes me pertenecía, y de que nada en mí les pertenecía a ellos, lo que crea un desarraigo incomprensible en un tipo de costumbres tan sedentarias como las mías. Pero una cosa es la amnesia, o el derribo, o el mal gusto, y otra el exilio, la noción perdida, el túnel por el que uno, en plan déjà vu, juraría que ha salido de su ciudad para llegar a otra. Debe ser que Heráclito tenía razón, uno no puede bañarse dos veces en el mismo río por mucho que corra, así que, de igual modo, uno no alcanza a pasar dos veces por la misma ciudad: siempre hay urbanistas desalmados y alcaldes entusiastas dispuestos a cumplir el todo fluye.
Pero quienes nos han dado la verdadera lección al respecto, quienes nos han demostrado la fragilidad de los códigos de pertenencia respecto a las ciudades, quienes han confirmado que eso de la topofilia es un cuento chino han sido, precisamente, los chinos (perdón por el chiste, no lo volveré a hacer). Regreso a veces a ciertos barrios por los que hacía tiempo que no pasaba, y camino por las calles a la vez que las rememoro, sus gentes, sus atractivos, sus imperfecciones. Y entonces caigo en la cuenta, un momento, aquí había un videoclub que me gustaba, o una frutería, o una papelería, o una copistería donde atendía aquella chica tan simpática. Entonces voy a reencontrarme con estos templos de la memoria y lo más fácil es que me encuentre con que han sido convertidos en bazares chinos, donde puedo comprar toallas de Dora la exploradora, encendedores de gas, lencería picante, bustos de Cristos bizcos hechos de cera, helados y una sartén Magefesa. Pero un momento: igual el que ha cambiado soy yo. Eso lo explica todo.
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