Calle Larios

Para contar la historia de Málaga

  • Con la calidad del vestigio arquitectónico como único rasero aceptado, la consideración de que el pasado de la ciudad tampoco es para tanto tiene consecuencias directas en su transformación

Mientras no sirva para atraer turistas, tampoco hay que preocuparse demasiado por la historia.

Mientras no sirva para atraer turistas, tampoco hay que preocuparse demasiado por la historia. / Javier Albiñana (Málaga)

De manera imprevista coincidí hace unos días con mi admirado Luis Ruiz Padrón, arquitecto, dibujante, escritor y dueño de una mirada imprescindible para la Málaga contemporánea. Me gusta considerar, en virtud de esa misma admiración, que los dos formamos parte de esa rara estirpe que va por ahí con una libreta pequeña en la mano para tomar nota de cualquier elemento del entorno que pueda llamar nuestra atención, sugerirnos cualquier historia, cualquier idea desde la que prolongar los efectos de esa mirada. Mi proverbial torpeza con los lápices me condenó hace mucho a la palabra (no menos torpe ella, incapaz, por mucho que se lo proponga, de alumbrar la impecable verdad del trazo) como única solución para manchar mis libretas, pero, en cualquier caso, Ruiz Padrón ha sido y es para mí un modelo bien eficaz desde el que aprender a perfilar la mirada. La cuestión es que coincidimos, felizmente, y en cuanto tuvimos oportunidad nos pusimos a conversar sobre nuestra pasión común: Málaga, sus paradojas, sus contrastes y la manera en que determinadas esencias fidedignas terminan aflorando, a menudo cuando menos se las espera, entre marcas, campañas, planes estratégicos, rigores de la competencia y lemas al uso. Coincidíamos en lo maravilloso que entraña a menudo el hallazgo de estos elementos de resistencia en los barrios, en la barra de un bar, en los puestos de los mercados, en el quiosco al que, obstinados, vamos todavía a comprar la prensa, frente a una Málaga cada vez más homogénea, cada vez más plató y menos ciudad. Contra los eslóganes y el encantamiento ensimismado, es posible escuchar todavía a gente hablar como se habla en la calle, igual que se conservan casas, fachadas, portales y balcones, quién lo diría, cargados de memoria y afecto, de humanidad latente frente al avance de los paisajes poco o nada favorables a la experiencia. Conversamos sobre la naturaleza de esta paradoja, sus razones y sus ritos, y fue Ruiz Padrón quien consideró que buena parte de este carácter, de esta tensión urbana al cabo determinante en la vida de muchos vecinos, tiene su raíz en la evidencia de que Málaga no ha sabido divulgar bien su historia. Coincidimos en valorar que existe una cuenta pendiente al respecto: la historia de Málaga se ha contado a menudo mal, y cuando alguien se ha empeñado en hacerlo bien no se le ha prestado suficiente atención. Ha prevalecido, ay, el complejo que señala que Málaga no vale tanto la pena en términos históricos como otras ciudades andaluzas, sobre todo cuando se ha considerado la clave patrimonial como única válida a tales efectos. Sin una historia propia desde la que construir el desarrollo siempre tendremos la sensación de que estamos partiendo de cero, de que todo es nuevo, de que cada paso es el primero, de que nos jugamos la vida y de que las víctimas colaterales serán muchas. A menudo se considera que justo esa falta de lastre histórico es lo que nos da alas para una transformación más espontánea, menos deudora del pasado. Pero también aquí caben algunos matices.

A menudo se considera que esa falta de lastre histórico permite una mayor espontaneidad

Conviene recordar, siempre, que los efectos homogeneizadores y hasta gentrificadores de la gran transformación urbanística que ha experimentado Málaga en las últimas dos décadas pueden distinguirse con igual incidencia en otras muchas ciudades de España reconocidas por haber puesto sobre la mesa apuestas similares. Después de mi conversación con Ruiz Padrón, de vuelta ya a casa, pensaba un servidor, sin embargo, en cuántas ciudades habrían aceptado tan por las buenas que se hiciera lo que se hizo en Málaga con La Coracha, seguramente uno de los atentados más dolorosos contra la memoria urbana en la España del último medio siglo y asumido sin más, como si del alicatado de un aseo se tratase. Es ciertamente muy difícil contar la historia de Málaga bajo la premisa de que nuestro patrimonio es menos valioso que el de otras ciudades que pudieron salir más beneficiadas del capricho de los siglos, pero esa historia existe, se ha contado y se sigue contando (un ejemplo reciente es la muy recomendable Guía por los espacios visibles e invisibles de la Málaga fenicia de Leticia Salvago y José Antonio Hergueta, quienes, con el mayor criterio, desligan el esplendor histórico de la calidad del vestigio arqueológico para obtener una imagen mucho más justa y veraz del primero) muy a pesar de que no se haya conferido a este discurso la centralidad axial merecida. Una mayor conciencia de la historia de Málaga, obtenida a base de divulgación y análisis, se traducirá, como ha sucedido siempre, en una mayor conciencia ciudadana. Otra cosa es que esta operación no se considere rentable: tal y como ha venido sucediendo desde el desarrollismo franquista, la idea de que a nivel urbanístico podemos cometer aquí todas las tropelías que queramos porque, total, nada resulta demasiado valioso, ni paisaje ni edificio alguno merece ser preservado, sigue muy en boga: el negocio, señor mío, es lo primero. Y si hay que tapar la Catedral o la bahía con un hotelazo, pues se tapan. Mientras no se inventen una Alhambra, la apisonadora tendrá campo abierto. Y que cuenten la historia otros, si quieren.

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