Algo parecido a la Feria: ¿Dónde puse el bonobús?

Domingo de Feria

Tras la batalla de las Termópilas armada el sábado, la segunda jornada transcurrió ayer de manera considerablemente más relajada tanto en el centro como en el Real. Aunque quien quiso jaleo lo tuvo, y a raudales.

Una pareja a caballo, ayer, en el Real del Cortijo de Torres.
Pablo Bujalance

17 de agosto 2015 - 01:00

UN tipo barbudo, bajito, con camiseta gris agujereada por varios sitios, chanclas ajadas hasta en la suela y litro de sangría en la mano izquierda avanza por Calderería con una peluca roja de cabaretera. Equipado así, hasta se parece un pelín a Alaska. Va moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás al ritmo que marca una canción de David Civera en algún altavoz. Se queda mirando impunemente a una chica cuyo lema impreso en su camiseta anudada delata la evidencia: la despedida de soltera del sábado está durando demasiado. Son cerca de las cinco de la tarde, hace menos calor (o eso parece) y el olor a freidora esquilmada que perdura en los bares de tapas se mezcla con el efluvio agrio a vinagre que se eleva desde el suelo. El tipo en cuestión, que se abre camino con otros cuatro, toma a uno por el hombro, le obliga a inclinarse un poco y le grita al oído: "¡Carlos, tío, aquí no hay nadie comparado con ayer!" La expresión nadie da la razón a quienes afirman que los malagueños somos muy exagerados: y sí, lo somos. Alguien hay. Eso sí, resultaba probable incluso sentarse a tomar algo en Pepa y Pepe, una opción que el sábado resultaba directamente descartable, incluso a esta hora. Sí, la Feria del centro transcurrió ayer de manera considerablemente más relajada, con menos apretones y con más libertad de movimiento, que no es poco. Es cierto, que conste, que el botellón volvió a cundir donde siempre, que los contenedores y las papeleras volvieron a no dar abasto en Uncibay y bastante más allá, que había que armarse de paciencia para hacerse con una cerveza en Alcazabilla y que los aficionados a aporrear los tablaos de la calle Larios hasta bastante más tarde de las seis tarde, cuando oficialmente todo ha terminado pero todo sigue más o menos como antes, seguían haciendo de las suyas como si no hubiera un mañana; pero también lo es que sonaron menos sirenas de ambulancias, que quien quiso vivir la fiesta en paz pudo hacerlo sin demasiados obstáculos y que un servidor adquirió una tarrina de stracciatella en Casa Mira a eso de las siete sin tener que partirse la cara con nadie. El contraste resultaba especialmente llamativo, casi paradójico, en la Plaza de la Merced, donde un mercadillo de artesanía ocupaba ayer el lugar otrora consagrado al exceso. En Beatas y Ramos Marín apestaba a alivio impúdico como para ahuyentar al Estado Islámico, pero una ardilla lo habría tenido más difícil para atravesar Tejón y Rodríguez hasta Ollerías de cabeza en cabeza. Hubo bulla y de la buena en Álamos, con la chiquillería entregada a lo suyo, que rule que rule, pero también más sevillanas, más coros y palmas, más baile, más fanfarria y más elementos propios de eso que llega a parecerse a la Feria de Málaga. Viendo a la Free Soul Band en la Plaza de las Flores, donde montaron un festival muy divertido, no resultaba difícil tener la sensación de que aquello acontecía en una urbe civilizada, transigente con la Pax Romana. Demasiados cartuchos, al parecer, ardieron el sábado, cuando el desmadre dejó tras de sí efectos nada colaterales que no serán eliminados del todo hasta que todo esto termine; el de ayer fue así, por tanto, un domingo de resaca, al menos en gran parte: en la calle Victoria, casi a las puertas de la cofradía de El Rico, tres tipos dormían una siesta morrocotuda dentro de un Seat Ibiza con las ventanillas a media hasta a eso de las tres de la tarde. Tan pronto los dioses habían dejado de mostrarse propicios a su causa.

De modo que sí, con gran parte de la jauría hibernando la modorra a pata suelta, resultaban visibles las estampas que uno identifica a priori con una feria. Bajo la portada de Larios, acaso último reducto para los gustadores de sensaciones ya extintas, las pandas de verdiales le daban rienda suelta a su frenesí campesino como si mandaran a paseo a los mismísimos belcebúes (ciertos ritmos egipcios reproducidos desde antiguo para la expulsión de los demonios domésticos guardan una notoria semejanza con el ir y venir de crótalos y panderos; desconozco si Miguel Romero Esteo ha contado o no esto; en cualquier caso, el Mediterráneo es muy grande y vaya usted a saber), mientras que en Sancha de Lara gentes de todas las edades bailaban por rumbas y sevillanas con eficacia, diríase, adquirida en competente academia. En la Plaza del Siglo, una fanfarria ponía boca arriba el repertorio de Raphael ante un círculo de acólitos dispuestos a seguir el rollo sin que se derramara más Cartojal del necesario, y en Moreno Monroy una jovencita se empeñaba en sacar a bailar a un hombre de rictus serio y vestimenta intachable, que leía el ABC con gesto de "oiga qué me dice, yo he venido aquí a acompañar a mi señora". Así que los defensores de la tradición que encarna la Feria del centro se desplazaron ayer más a gusto, aunque no hubiera ofrenda ni patrona. Es curioso, pero a menudo quienes lamentan la deriva actual de la fiesta rememoran las ediciones en las que, según los defensores de esta tesis, todo salía a pedir de boca como si se tratara de una novela de Tolstoi: escuchándoles, parece que hace veinte años todo el mundo venía a la Feria en calesas tiradas por briosos percherones; ellas vestían de goyesca, ellos de levita y los niños con pompones en los calcetines; tomados de la mano, los caballeros y sus damas bailaban galantes polonesas, todo el mundo hablaba en francés, Lepanto servía su catering con deliciosos canapés en manteles de Holanda, Antonio Banderas recibía a propios y extraños en El Pimpi y, por supuesto, a nadie se le ocurría tirar un papel al suelo. En Málaga, ya se sabe, cunde la nostalgia por los señoritos y las formas cabales, pero la Feria, me temo, siempre ha sido una cosa del pueblo, sea éste lo que sea. Poco antes de las tres, una cincuentona que bailaba sevillanas en la calle Granada como dando lecciones se detuvo ayer de repente, frenada en seco, se miró en el escote y preguntó acto seguido a su compañero con el rostro pálido: "José Miguel, ¿tú sabes dónde he puesto yo el bonobús? A ver si vamos a tener que volver a la casa andando". Ahora que es tan fácil confundir el bonobús con el DNI, estas cosas pasan. A los contribuyentes ya no les llega ni para el taxi, por mucho que haya quejas con los tiempos de espera de la EMT. Pero ya ven, hasta un partido político como Ciudadanos pretende eliminar los coches de caballos del centro y cambiarlos por carritos eléctricos, en plan cortacésped. Al final, todos son vasallos.

El Real tuvo ya ayer jornada al sol y allí, por el momento, sí quedan enganches. También gastronomía, con la paella como producto más reclamado del domingo, si bien ayer las casetas no estaban precisamente a rebosar. Respira todavía el Cortijo de Torres durante el día una cierta tonalidad postapocalíptica, como si resistieran en sus hechuras los desmigados restos de una Feria que ya no existe. Había que esperar a los carricoches y toda la marimorena nocturna para que el Real obtuviera su esplendor, aunque también se notó ayer que hoy es lunes y algunos tenemos que trabajar. Ah, pérfido fruto del pecado original.

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