El precio de una mujer
calle larios
Aleluya: los precios anticrisis han llegado a todas las mercancías posibles. Quien se consuela pensando que la prostitución ha recibido suficientes sanciones sociales anda muy equivocado.
Hace unos días andaba yo por la Plaza de Uncibay con mi alúa habitual, pensando en las musarañas en el camino de vuelta a casa. En la adyacente calle Calderería y demás vías del entorno, ya saben, los bares y restaurantes tienen en sus puertas a pregoneros de sus productos que proponen a los transeúntes, a veces con chirriante vehemencia, que entren, se sienten un rato y se pidan unas tapas y una cervecita. Yo paso por allí a diario a la hora en la que todavía muchos buscan un sitio para cenar (bastante más tarde del momento indicado por la tradición cristiana para tal menester) y, sin embargo, los mismos pregoneros me siguen saliendo al paso para que atienda a las calidades de sus jamones, croquetas, rabos de toro y cubos de botellines. Aunque la temporalidad en la hostelería es tan implacable, ya me conozco a la mayoría y nos basta un cruce de sonrisas para que quede declinada por mi parte la invitación. En ocasiones, sin embargo, todavía algunos recaderos me entregan en mano sus panfletillos promocionales donde se informa de todas sus ofertas, dos por uno en platos de queso y carne con tomate y cosas así; uno los coge por mera amabilidad, o por simple apatía, y luego los deposita en el lugar que más garantía ofrece para su reciclaje. La cuestión es que aquella noche se me cruzó un joven ya en la misma plaza y me puso en el pecho una hoja publicitaria que, por lo mismo, acepté. Pero mi sorpresa llegó al instante cuando comprobé que lo que se promocionaba en la misma no eran viandas gastronómicas: a uno y otro lado de la hoja aparecían fotos de mujeres desnudas y en posición harto complaciente, con un lema algo grosero, un par de números de teléfono móvil y un mensaje que aseguraba que las mismas señoritas harían realidad mis ensoñaciones eróticas. Pero lo que más llamó mi atención fue otro reclamo textual de sólo dos palabras: "Precios anticrisis". Después de los apenas cinco segundos que se tomó mi cabeza para reaccionar, me di la vuelta pero el joven ya se había esfumado. Primero percibí cierta confusión: me costó un tanto asimilar que en pleno centro, a la hora en que todavía algunas familias andan de recogida, alguien fuese repartiendo pasquines tan explícitos. Luego sentí una notable de indignación: me preguntaba de qué me había visto cara aquel pánfilo para suponer que me podría interesar aquello. Por último, antes de tirar la hoja al mismo punto soterrado de reciclaje, comprendí que lo que había en mi paladar era tristeza. Y no precisamente pequeña.
Hace no mucho tiempo mantuve una conversación con mi compañera y sin embargo amiga Isabel Guerrero, cuya Última Mona pueden leer en este periódico cada dos domingos. Isabel y yo nos declaramos feministas esencialmente en los mismos términos, y los puntos en los que no coincidimos nos sirven para mantener interesantes debates y obligarnos a hacernos preguntas. En aquella ocasión, pude comprobar que nuestra idea sobre la prostitución había evolucionado con los años de manera muy similar, pero, eso sí, Isabel lo explicó mucho mejor que yo. En su momento, los dos considerábamos que si una mujer decidía ofrecer esos servicios a cambio de dinero tenía derecho a hacerlo, siempre que no hubiera ningún tipo de esclavitud de por medio. Se trataba, o podía tratarse, de una expresión de libertad; y lo cierto es que, tanto entonces como ahora, no han faltado agentes que han hecho una promoción concienzuda de esta idea en el más abierto prime time, incluidas no pocas mujeres que se dedican a la prostitución y reivindican, empleemos los mismos términos, su derecho a hacerlo. Últimamente, incluso, han cobrado especial protagonismo mujeres que forman o han formado parte del gremio y que presumen de cierto corte intelectual, muy lejos de los contextos marginales que habitualmente se atribuyen a su ejercicio, lo que por otra parte supone un argumento a favor de su legitimidad y legalidad por parte de quienes ven en la prostitución, también, un atractivo cultural. Parece que para algunos debe ser el no va más poder irse de putas y conversar sobre la influencia de Flaubert en Proust mientras recibe los servicios por los que ha pagado. De cualquier forma, si las mujeres fotografiadas en la hoja que me dieron en la Plaza de Uncibay están ahí porque quieren, ¿quién es nadie para juzgarlas?
Sin embargo, en nuestra conversación Isabel y yo no tardamos en mostrarnos de acuerdo ahora en lo contrario: la prostitución no debe tener espacio alguno en nuestra sociedad. Debe ser erradicada. Y los clientes deben ser sancionados sin contemplaciones. El único marco deseable es el que nos permita hablar de prostitución únicamente en referencia al pasado. Isabel expuso la razón esencial muy bien: "Mientras la prostitución esté ahí, habrá mujeres jóvenes que puedan pensar que, si la cosa se tuerce demasiado y no encuentran otra salida, siempre podrán recurrir a eso. Pero lo más justo, lo que hablaría mejor de nosotros como sociedad, sería que esa opción no llegara a contemplarse nunca". Por mi parte, la idea de sellar a una mujer con el gancho de precios anticrisis me sigue llenando de tristeza. No es una cuestión moral, sino ética: este tiempo lleno de chacales sigue poniendo precio a las personas. Lo peor, claro, es que hay gente dispuesto a pagarlo.
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