La Viking odisea XII: Estocolmo III
En los años 50 y 60, tras la Segunda Guerra Mundial, la ciudad se desnudó de su vieja piel medieval para revestirse de hormigón, vidrio y geometría
La Viking odisea XI: Estocolmo II
El corazón palpitante del Estocolmo moderno es Sergels Torg, una plaza que no se deja mirar de una vez, que se pliega en varios niveles como un escenario. Abajo, el paso subterráneo con su ajedrezado blanco y negro vibra con músicos callejeros, arte urbano y prisas coreografiadas. Arriba, la Kristall (aguja de cristal del escultor sueco Edvin Öhrström), una escultura de luz, se alza como el tótem de una utopía funcionalista. Aquí nació el nuevo Estocolmo, no sin polémica.
En los años 50 y 60, tras la Segunda Guerra Mundial, la ciudad se desnudó de su vieja piel medieval para revestirse de hormigón, vidrio y geometría. El barrio de Norrmalm, uno de los más antiguos, fue demolido en gran parte —un acto quirúrgico y audaz— para dar paso a la ciudad moderna con amplias avenidas, edificios funcionales y plazas peatonales.
Se sacrificaron callejones históricos, pero a cambio, se construyó un nuevo lenguaje urbano. Dominando la plaza se encuentra la Kulturhuset (la Casa de la Cultura), de arquitectura brutalista, es la casa del alma contemporánea de la ciudad. Ese bloque transparente que parece flotar, guarda dentro teatros, librerías, salas de exposiciones y cafeterías. La madera clara y el hormigón te abrazan con una austeridad amable. En su terraza puedes, con una taza de un excelente café en la mano, mirar hacia abajo y sentir como la ciudad vibra, sin gritar.
La plaza del mercado Hörtoget hierve bulliciosamente. En los puestos se ofrecen fresas silvestres, pan recién horneado, o quesos de Västergötland. El aroma es dulce, y se mezcla con el murmullo del tranvía. Entre los edificios que rodean la plaza se encuentra el Konserthuset que se alza en azul neoclásico. Es la sede histórica de la Orquesta Filarmónica Real de Estocolmo.
Aquí, cada diciembre, los Nobel celebran su banquete musical. Por unas pocas coronas (11 K = 1 €) puedes deleitarte con los más variados compositores clásicos. O, por cero coronas, te sientas en las escaleras, junto a la Fuente de Orfeo, y escuchas un cuarteto de cuerdas que ensaya al aire libre. Las notas flotan como pétalos. Mientras se puede, se debe -diría yo-, darle gusto al paladar con unos típicos kanelbullar (bollitos de canela).
Lo que antes fue el parque real, Kungsträdgården, fue convertido en paseo urbano. El “jardín del rey” se convirtió en el “jardín del pueblo” y lo usan familias, ejecutivos, jóvenes con patinetes, es igual, todos comparten las viejas sombras de los tilos centenarios. Es un parque inspirador. En primavera los cerezos estallan en flor y en invierno se convierte en pista de patinaje sobre hielo. Contiene numerosas esculturas de gran interés, y magníficas cafeterías, tan interesantes como las esculturas porque ponen un excelente café con los típicos kanelbullar.
El Estocolmo posbélico está representado por un espectacular edificio sobrio y funcional denominado Sverigehuset (La Casa de Suecia) que es un pequeño museo exposición donde informan sobre Suecia y que no hay que confundir con el Ayuntamiento (Stadshuset en sueco). Junto a este edificio se encuentra la iglesia de San Jacobo (Jakobskirka), sobreviviente a la brutal remodelación de la zona que, con su campanario barroco y su color rojo, parece un eco de otro siglo que se niega a desaparecer.
Bordeando el canal se encuentra la Ópera Real, cuya cúpula dorada brilla bajo el sol. El edificio fue diseñado por Axel Johan Anderberg en estilo neoclásico e inaugurado por el rey Óscar II de Suecia en 1899. En ella, el drama se viste de gala con Wagner, Verdi, Strindberg, … Y, a unos pasos, el Kungliga Dramatiska Teatern (Dramaten) que, con su fachada de mármol blanco, guarda los fantasmas de Bergman y los suspiros de actrices legendarias. Fundado en 1788, es el teatro más importante de Suecia. Aunque desde 1908 el teatro tiene su localización en un edificio diseñado por el arquitecto Fredrik Lilljekvist en estilo art nouveau en el Nybroplan, en el centro de Estocolmo, al lado del mar y del puerto. En restaurantes cercanos, se puede comer a base de un gravlax (salmón marinado) sobre pan crujiente con eneldo y mostaza, acompañado de un snaps frío. Un plato barato, claro, simple y exquisito, como la ciudad misma.
Pronto se llega al Nationalmuseum, restaurado con delicadeza. Por dentro, el mármol blanco y la luz natural enmarcan cuadros de Rembrandt, Goya, Zorn, y Carl Larsson. Las vistas al agua son casi parte de la colección. Afuera, los barcos esperan pasajeros para llevarlos por el archipiélago.
Djurgården es la isla donde la ciudad respira. Fue isla real, ahora es refugio verde y santuario de memoria. El aire huele a pino y a historia viva. Puede que Estocolmo sea la ciudad que más museos contenga del mundo, lo que sí es cierto es que es imposible en un corto viaje visitarlos todos, muy a pesar de que la mayoría son interesantísimos. Visitamos algunos de los que consideramos imprescindibles.
Comenzamos por el Vasa Museet, con su barco hundido en 1628, rescatado 333 años después. Es un testigo mudo de las ambiciones imperiales. El Skansen fue el primer museo al aire libre del mundo: casas, molinos, mercados del siglo XIX, con actores vestidos de época. Una Suecia rural, detenida en el tiempo. El Museo Nórdico es como una catedral civil del pueblo sueco. Inspirado en la arquitectura del Renacimiento fue fundado en el siglo XIX por el mismo mecenas que creó el Skansen. De hecho, en un principio fueron el mismo proyecto, pero acabaron separándose en 1963. Este museo (Nordiska museet en sueco), que se encuentra en la isla de Djurgården, está dedicado a la historia del pueblo sueco y su cultura desde finales de la Edad Media hasta el tiempo contemporáneo.
Caminar por senderos flanqueados de robles. Los holmienses (gentilicio de los habitantes de Estocolmo, cuyo nombre latino era Holmia) suelen hacer picnic, footing, leer o pasear al perro, …, porque Djurgården, no es solo un parque: es un estilo de vida, una necesidad de equilibrio entre modernidad y raíces. Desde esta paradisíaca isla volvimos al centro para ver el Stadshuset (Ayuntamiento), símbolo de la ciudad. Su torre con las tres coronas domina el lago Mälaren. De hecho, parecía adentrarse en las aguas en aquel atardecer de la luz dorada que lo hacía irreal.
Contemplar el Salón Azul, donde se celebra la cena de los Nobel, y luego el Salón Dorado, recubierto con mosaicos de millones de piezas, deja boquiabierto al visitante. Desde la torre se dibuja el perfil de Estocolmo: moderno, verde y fluido. Un puzle de historia y futuro flotando sobre el agua del lago. Dedicar un día a recorrer islas del archipiélago es el antídoto del stress, es alcanzar la paz y gozar de una belleza sin igual.
En menos de una hora el barco te lleva a algunas de las islas del archipiélago de Estocolmo —quizá Vaxholm, Sandhamn o Grinda—. El tiempo se ralentiza. Casas rojas junto al mar, silencio salado, pinos solitarios. No hay monumentos, solo naturaleza apabullante. Allí, sentado en una roca, entiendes el alma de esta ciudad: Estocolmo no crece contra su historia, sino a través de ella. Lo moderno no borra lo antiguo, lo transforma. Lo incorpora. Lo vuelve arte. Quizá por eso sea una de las más bellas ciudades del mundo.
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