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Antoñito Cordero celebra el inolvidable gol del ascenso / Málaga CF

22 de junio de 2024. Una fecha más en el calendario para cualquier español, salvo para miles de almas nacidas a orillas de la Costa del Sol. Todo por un partido que ni siquiera se disputó en La Rosaleda. Pero así es el fútbol: puede hacer temblar una ciudad entera desde cientos de kilómetros de distancia.

Ese día no solo ascendió el Málaga CF. Se levantó una ciudad entera. Se premió una temporada de entrega, de barro, de viajes interminables por rincones que pocos podrían ubicar en el mapa, pero que el malaguismo convirtió en santuarios: Linares, Antequera, Mérida, Granada... Lugares donde la fe nunca se negoció. Donde se alentó como si cada partido fuera una final.

Hubo otros ascensos, claro. Los de Peiró, el de Muñiz, pero ninguno tuvo tanto de redención como este. Porque en los anteriores el club crecía; en este, resucitaba. Porque venía de la ruina institucional, del descrédito deportivo, del pozo anímico de un descenso sin alma. Sin embargo, existió la capacidad de volver a luchar por empezar a emprender el camino de regreso ya no solo al balompié profesional, sino para devolver al Málaga CF a una senda de felicidad y éxitos deportivos. Algo que los blanquiazules llevaban más de una década sin experimentar y tanta represión sentimental unida a la frustración de los fracasos provocaron que todo se volviese mucho más especial que nunca.

El gol de Antoñito Cordero hizo temblar Málaga. Un chaval de 17 años que, con un empujón casi medido al balón, culminó una obra maestra. Porque su pierna fue solo la última pincelada de un cuadro que ya llevaba meses dibujándose: el proyecto de cantera de Loren Juarros, que construyó un plantel sólido casi desde cero; la convicción de Sergio Pellicer, que regresó al club de su vida para grabar su nombre en la historia; y, por encima de todo, la fidelidad de una afición que jamás dejó de creer.

Fue la recompensa a una respuesta ejemplar. Cuando el club tocó fondo, tras uno de los descensos más duros que se recuerdan en Martiricos, la reacción del malaguismo fue cerrar filas. La ciudad entera abrazó al escudo. Nadie se bajó del barco. En vez de resignación, hubo compromiso. En vez de silencio, aliento. Porque cuando más herido estaba el Málaga, más fuerte se sintió el latido.

Y por eso aquel gol fue más que eso. Porque cada malaguista lo vivió a su manera, como solo se vive lo que duele de verdad. Hubo abrazos entre generaciones. Lágrimas contenidas en casas humildes de barrios que vieron al Málaga en su peor momento y ahora lo veían volver. Miradas al cielo, suspiros con nombre propio, silencios que decían más que mil cánticos. Algunos lo vieron en casa. Otros, en plazas llenas. Y unos pocos afortunados lo vivieron en directo, recorriendo el país como tantos otros fines de semana.

Durante meses se encendieron velas al Cautivo. Se cumplieron promesas, se buscaron señales en cartas echadas por gitanas de confianza, se pidieron favores a vírgenes y santos. Y todo, por un club que parecía maldito. Uno que arrastraba la herencia envenenada de la gestión de los Al Thani y que, en los últimos años, se había acostumbrado al sufrimiento. Una entidad que descendió por una plantilla sin alma, sin fútbol y sin orgullo, salvando apenas a unos pocos futbolistas que aún mantenían el tipo.

Pero algo cambió. Porque el malaguismo no se resignó a desaparecer. Se negó a volver a abrir la puerta a la refundación. Y en ese gesto de fe colectiva empezó el ascenso, mucho antes de que rodara el balón en Castalia en la primera jornada. El verdadero gol se marcó cuando la afición decidió no rendirse. Cuando cada malaguista entendió que, si el club caía, lo hacía con ellos. Y no lo permitieron.

Por todo esto, el gol de Antoñito Cordero trascendió mucho más allá que eso, porque lo que estaba en juego no era solo regresar a LaLiga Hypermotion, sino que era un paso hacia delante para huir de los fantasmas del pasado, que volvían a tocar la puerta, al miedo de que todo volviese a tornarse tan negro como cuando hace décadas hubo que decir adiós al CD Málaga. Esa tranquilidad de la Segunda División, de poder seguir con vida, de no tener que despedirte del club de tus amores.

El bullicio fue solo la consecuencia directa de la alegría y el desahogo de una afición que estuvo meses peleando no solo la promoción de categoría, sino también contra sus demonios que aparecían asiduamente para recordar la existencia del peligro una y otra vez. Esos millares de almas reunidos en el Aeropuerto de Málaga fue la muestra de que la ciudad estaba parada y con su equipo como máxima prioridad aquella noche, porque había mucho en juego. Sin embargo, la mejor representación de la importancia de lo sucedido se dio en el corazón de Málaga, el centro. Tanto justo después del partido ante el Nàstic como al día siguiente, la ciudad se vistió de blanquiazul al completo y se reunió en comunión como llevaba años sin verse en una sociedad cada vez más enfrentada por distintas cuestiones.

Esta explosión de felicidad representó muchas cosas más allá de un gol. Fue la fiel imagen de la redención y un broche de oro a una temporada para el recuerdo para un malaguismo que sorprendió y dejó boquiabiertos a todo el panorama futbolístico nacional con su entrega tanto antes como después del descenso y durante todo el camino de regreso al balompié profesional.

El 22 de junio de 2024 fue más que un ascenso. Fue un acto de resistencia. De memoria. De compromiso. Y de fe. Fue la prueba de que este club, por muy profundo que caiga, siempre tendrá quien lo levante. Porque el Málaga CF no son solo sus jugadores. Ni sus dirigentes. Es su gente, que está hecha de otra pasta.

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