El parqué
Continúan los máximos
El hermano de mi bisabuelo era un extravagante; pedía que le pagaran en oro. En Madrid lo llevaban de un lado para otro en coche de caballos. Cuando una casa costaba 250 pesetas, él ganaba 50 por actuación, dice Antonio Núñez, al recordar a Juan Breva (Antonio Ortega Escalona, considerado el más grande de los cantaores de Málaga).
Mi familia es de Vélez-Málaga; mis padres fueron maestros rurales en Almayate, o en Setenil de las Bodegas (Cádiz). El obispo de Málaga Ángel Herrera Oria, un hombre con inquietudes sociales, había puesto en marcha las escuelas-capilla rurales en pequeños núcleos y cortijos aislados; los maestros sabían hasta poner inyecciones. Mis padres, como maestros, cobraban 1.200 pesetas y eso no les alcanzaba para sostener una familia. Mi padre decidió entonces ingresar en la Guardia Civil, donde le pagaban 3.000 pesetas. Lo destinaron a la casa cuartel de la Torre del Duque, en Puerto Banús. Desde allí, en los años setenta, veía la casa de Antonio El Bailarín, la teníamos a menos de cien metros.
Fernando Lázaro Carreter se sorprendió de que un camarero del hotel donde se alojaba le presentara un ejemplar de su libro El dardo en la palabra, para que le estampara una firma. “A Antonio Núñez, agradable encuentro en el hotel Puente Romano. Muy agradecido por su interés en los escritos del idioma”, le correspondió el director de la Real Academia Española.
No he sido un mal estudiante, pero preferí trabajar en la hostelería, donde se ganaba muy bien. Estuve unos diez años en el hotel Puente Romano; entonces comencé a estudiar Geografía e Historia a distancia, en la UNED, porque me gustaba la prehistoria, pero no lo terminé.
En una ocasión le servía el desayuno a B.B. King (el rey del blues) y le pregunté: "Coffee, black or white?" (¿café, solo o con leche?). "Black", me dijo. Entonces le lancé: Black is beautiful (eslogan cultural de los años sesenta que promovía el orgullo racial de las personas negras). Agradeció el halago y me regaló un llavero de plata que reproducía un dólar con su efigie. En el hotel había una cocinera muy, pero muy guapa; le di el llavero con la esperanza de algo más. Perdí el llavero y la ilusión de tenerla más cerca.
Mohammed bin Salmán, el hijo favorito del rey Salmán de Arabia Saudí, solía alquilar una sala grande del hotel para ver películas. Estaba ambientada como un cine, con Lacasitos y botellas de Pepsi. Las 24 horas del día había allí una persona de guardia, viniera él o no. Veían películas egipcias; parecían unas comedias costumbristas de los años sesenta, donde estaban el guapo y el gracioso. Cuando llegaba, lo hacía acompañado por un grupo de personas, que nada más sentarse lo rodeaban y se ponían genuflexos, de rodillas. Siempre, ante la presencia del rey o un príncipe, todos suelen ponerse de pie.
El rey Fahd era muy amigo de Mouffak Almidani –el sirio-saudí que compró el hotel Marbella Club a Alfonso de Hohenlohe, y después el vecino Puente Romano–, al igual que el príncipe Salmán lo fue de David Shamoon, el posterior dueño de los dos hoteles. En una ocasión, Shamoon entró al comedor y Salmán se puso de pie para saludarlo y darle dos besos. Shamoon era un empresario iraquí, que tenía nacionalidad italiana y pasaporte inglés.
Una vez, en el club de playa, Shamoon me pidió que llamara al servicio técnico para que cambiaran una palmera quemada. Le dije que no era nuestra, que era municipal.
–Que la cambien, para eso la pagamos nosotros, me contestó.
Esto me recuerda cuando Jesús Gil, que era un prepotente, llegó al beach club, pidió un botellín de agua y cuando fui a cobrarle, se negó y me dijo: "Que la pague Shamoon, por lo que me debe".
Un cristalero le había hecho unos trabajos en un edificio a Gil y este no le había pagado. En Navidades, fue a pedirle que por favor le abonara la deuda para hacer frente a la nómina de sus empleados.
—Alégrate, que estas Navidades las vas a pasar con tu familia, que no sabes qué pasará la próxima, le dijo, así era.
Al hotel también acudía Marc Rich, un comerciante de materias primas incluido en la lista de los más ricos de la revista Forbes, acusado de evadir cerca de 50 millones de dólares en impuestos y de fraude fiscal en EEUU. Se libró de la Justicia gracias al pardongate, del presidente Bill Clinton. La amnistía se asoció a las grandes donaciones que Rich había hecho al Partido Demócrata, a través de su exmujer.
–Tenía mucho dinero, llegaba de Suiza con cuatro o cinco guardaespaldas, se decía que eran agentes del Mossad. Se dedicaba a la compra de crudo y a refinar el petróleo en el Golfo Pérsico; tuvo como pareja a Dolores Sergueyeva, la nieta de la Pasionaria.
Había un general de la ex Yugoslavia, que parecía Gary Grant, vestía chaqueta azul, camisa blanca y gemelos. De un día para otro desapareció del club de tenis, al que acudía con frecuencia, tras estafar a un empresario madrileño. Era un gánster muy elegante, un bon vivant. Al traficante de armas Monzer Al Kassar lo vi dos veces por la tarde, venía a tomar café.
Cuando los jeques o jefes árabes se marchaban, los miembros de su séquito pedían jamón con Black Label y Coca Cola; boquerones fritos con tocino de cielo; y al jamón de bellota le ponían pimienta, unas mezclas rarísimas. Alquilaban el ala norte del hotel, que da a la carretera, para alojar a un grupo de prostitutas, que no hacían vida en el hotel.
La familia Junco, dueños de Hola, traía como invitados a Adolfo Suárez o Martín Villa. Y José María Ruiz Mateos venía y daba conferencias. Antonio Asensio, cuando tenía Antena 3 Televisión, solía jugar al tenis con Patxi Andión. Una vez Jesús Quintero, El Loco de la Colina, a las tres de la tarde me pidió una tila doble; iba a presentarle a Asensio el proyecto del programa Cuerda de presos. Manolo Santana, que era el director del club de tenis del hotel, de trato afable, era un tipo muy sencillo, fabuloso.
El ventrílocuo José Luis Moreno se pasaba un par de meses del verano en el hotel con su familia. A veces me tocaba hacer el servicio de habitaciones. Me advirtieron que si al abrir la puerta imitaba a uno de sus muñecos, había dormido bien y te daba una propina.
El pianista Arturo Pavón, que tocaba coplas de los años cuarenta y cincuenta, ensayaba en el hotel Carcelero carcelero, la canción que había hecho popular Manolo Caracol. Paco de Lucía, era un tipo tranquilo, iba a su bola, lo vi un par de veces por el hotel y también a Tom Jones, que me parecía una señora mayor británica, o a Jimmy Page, de Led Zepelin, enseñando a su hijo las clases de árboles de los jardines.
Prince, tenía casa en Guadalmina Baja, su mujer pedía cóctel seco, que se supone que es más de hombres, y él piña colada. Antes de comer se daban la mano y rezaban. No era muy alto y hacía gracia verlo cómo se balanceaba sobre unos zapatos con tacones.
He trabajado en la discoteca de Olivia Valère. Cobraba un sueldo de 120.000 pesetas, pero recibía propinas de 20.000 pesetas al día. Ahí vi al guitarrista Brian May, de Queen, y a un actor porno inglés, que llevaba el pelo recogido en cola de caballo. Venía con unos pibones con unas piernas larguísimas. Había que andarse con cuidado porque cuando estaba puesto, de bebida o de coca, le metía mano a los camareros.
Un expresidente de una antigua república soviética bebía el coñac Hennessy XO por botellas. Acabó con las reservas que había en toda Málaga. Uno de sus acompañantes abrió el bolso, en su interior llevaba una pistola con mango de escoba. En la discoteca se organizaban cenas amenizadas por bailarines que se descolgaban de las paredes. A estas fiestas acudían desde Carlos Slim, el hombre más rico de México, a raperos americanos o rusos con mucho poder. En la celebración de un certamen de belleza en el hotel, la fiesta terminó con uno de los asistentes rusos empuñando un arma y disparando al aire.
En los ochenta, en la discoteca Ra Ra, que estaba en los bajos del casino, un embajador de Suiza cerraba la sala repleta de bebidas y rodeado de prostitutas. Rod Stewart venía y bebía piña colada, ahí se reunían los prestamistas, uno tenía un sicario, que al que no le pagaba le rompía las piernas.
Durante un verano trabajé en una cafetería de Puerto Banús en la que Julián Muñoz era el encargado. El local se llamaba Loudenvielle y era de una familia judía. Había que guardar la propina porque Julián se la llevaba.
Cuando el hotel estuvo bajo una administración judicial, el juez Francisco Javier de Urquía (al que el Consejo General del Poder Judicial expulsó de la carrera tras ser condenado por soborno) colocó a dedo, a un administrador que cobraba 68.000 euros. Al abogado de la empresa el sueldo le pareció excesivo y dijo: “Su actuación es más cercana a la extorsión”, a lo que el administrador le respondió: “Seguro que su factura es más gravosa que la mía”. Ahí vi la Marbella de los negocios, se decían cosas fuertes pero sin alterarse.
Después de diez años en Puente Romano me despidieron con mentiras, por la discusión con un compañero que nunca existió. Pertenecía al sindicato y participé en algunas protestas y el corte de la carretera en la Alameda. Tras el despido del hotel, nadie me quería contratar. Para reciclarme profesionalmente, estudié Especialista en Nutrición, Vino y Gastronomía en la Universidad Camilo José Cela.
En la oficina de empleo vi la posibilidad de cambiar de aires. Trabajé en un barco de Royal Caribbean, que hacía cruceros por El Caribe. Allí he tenido a Celia Cruz con su marido, Pedro Knight, y a Tito Puente de pasajeros.
–No todo es trabajar, hay que disfrutar del dinero que ganamos en la película Los reyes del mambo, me dijo Celia Cruz. Cuando bajamos en Puerto Rico, compré un CD de ella para que me lo firmara.
Estuve durante un año navegando, cada semana hacíamos un crucero que salía de Miami y recorría Saint Thomas, en Islas Vírgenes, San Juan de Puerto Rico, isla CocoCay, en Bahamas, y regresaba a Miami. CocoCay era propiedad de la empresa de cruceros, en el archipiélago donde había una isla que utilizó el narcotraficante Pablo Escobar.
Durante un crucero sufrimos el huracán Andrew, el más fuerte que tocó tierra en EEUU. En un momento la proa del barco se hundió 12 metros, como cuatro pisos de altura, y luego emergió. La parte central, donde estaba la bodega y el ascensor, era la más vulnerable, la más desfavorecida, en la que un golpe de mar podría partir el barco en dos.
He tenido un local de flamenco, debajo del bingo Magallanes: el tablao Doñana. Manuel Molina, del dúo Lole y Manuel, era el asesor artístico del tablao. Gracias a él pudimos tener las actuaciones de Diego Carrasco o Juana la del Revuelo. En el tablao, Manuel escribió una letra que decía: “Amor es vivir, es vibrar”, se lo enseñé a Lole y ella escribió en la otra cara del folio: “Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?”. Lole llevaba una Biblia encima, que siempre consultaba, decía que estaba dedicada al culto.
Soy un ácrata. Con quince años leí a Marx y el materialismo histórico. Cuando escuché a Ruiz Mateos en una charla, pensé: con lo bien estructurado que lo tiene esta gente, cómo hacer una revolución. Comprendí lo difícil que es cambiar el mundo. Preferí entonces, centrarme en lo que tenía cerca y lo que podía hacer.
Núñez asegura disfrutar con la coctelería; haciendo la descripción de vinos, o hablando de los menús saludables, en el hotel Hapimag, lugar donde actualmente trabaja. Allí presentará su tercer libro, Jugando a la rayuela con Bocaccio, –una sucesión de relatos de autoficción, basados en cuarenta años entregados a la hostelería– a cargo del escritor Alejandro Pedregosa, el día 24 de este mes.
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