El aviador que invitó a Nueva York a una monja de clausura

Eugenio Rodríguez Casado con 13 años escribió a El Pentágono para dar su pésame por la muerte de los astronautas del Apolo I

Fue piloto del club de fútbol Barcelona

Miguelón, notario de la vida cotidiana de Marbella

El aviador Eugenio Rodríguez Casado. / ARCHIVO PERSONAL

La llegada de una carta de El Pentágono de los Estados Unidos conmocionó la pequeña oficina de correos de Peligros, el pueblo granadino en 1967 cuando contaba unos tres mil habitantes. El destinatario era un chico de trece años, Eugenio Rodríguez Casado. Tres meses antes había enviado una carta al Departamento de Defensa estadounidense para testimoniar sus condolencias por la muerte de los tres astronautas del Apolo I. El 27 de enero de ese año, en una prueba rutinaria, se produjo el incendio de la nave espacial que acabó con la vida de los tripulantes que se disponían a pisar la luna, tres semanas antes del lanzamiento.

En un rudimentario inglés, el joven le confesaba a El Pentágono que de mayor soñaba con ser piloto y que le ilusionaría tener una maqueta de avión, si ellos tuvieran a bien enviársela. Tres sucesos habían marcado la infancia de Eugenio: la muerte del Papa Pío XII en 1958; el asesinato de John F Kennedy en 1963 y la explosión del Apolo I en 1967.

—La carta que recibí estaba firmada por un general, quien me agradecía el pésame, al tiempo que me felicitaba por tener las ideas tan claras y me auguraba que sería un buen piloto. Entonces no sabía suficiente inglés y pude escribir la carta con la ayuda de un diccionario. Toda mi vida quise ser piloto de avión. La primera maqueta me la regaló mi tío, era un MI Zero japonés, Tora Tora Tora (la frase en clave que utilizaban los japoneses para indicar que se había alcanzado el éxito) que participó en el ataque a la base americana de Pearl Harbor. Hoy tengo más de 200 maquetas de aviones.

Rodrígez Casado en la cabina de un avión. / ARCHIVO PERSONAL

Empecé a los 18 años con los vuelos sin motor en Ocaña, (Toledo) y luego en Monflorite (Huesca). En la base aérea de Armilla (Granada) hice el curso de piloto elemental, después en Salamanca el de piloto instrumental y en Estados Unidos, en Fort Worth, Texas, el multimotor de línea aérea para piloto comercial además del Fly Students, prácticas de un multimotor en Iberia. Entonces, a los 16 años ya se podía ser piloto de avión, Alemania lo había puesto en práctica en la Segunda Guerra Mundial porque necesitaba aviadores. Aquí lo adoptó el Gobierno de Francisco Franco y el Ministerio del Aire lo autorizaba. Podías volar antes de tener el carné de un coche.

A través de un contacto en Texas pude volar en la línea aérea Venezuela Saudí, donde las condiciones económicas eran muy buenas, se ganaba mucho dinero, el doble que aquí. Fue la mejor época de mi vida y en otro aspecto también la más dolorosa, al perder a mi hijo de cinco años.

En Venezuela he sido piloto de Jaime Lusinchi, (presidente de ese país de 1984 a 1989). Subía al avión bebido y dispuesto a cambiarte el rumbo. Salíamos para Barquisimeto y te ordenaba ir a Caracas, y luego decía no, a Aruba. Para ir a la isla del Caribe holandés, que está frente al litoral venezolano, tenía entonces que aterrizar para hacer el plan de vuelo. En alguna ocasión lo sacaron del avión entre cuatro. Los usuarios de aviones privados son muy caprichosos.

Una noche en Venezuela me tocó hacer un vuelo de urgencia, de Mérida a Bachaquero, al Sur de Maracaibo, para llevar unas vacunas contra la viruela. Aterricé en una pista improvisada, de tierra, iluminada por las llamas de una hilera de barriles de petróleo y las luces de unos coches que marcaban el final. Pasé la noche en una choza hasta el día siguiente.

Eugenio Rodríguez Casado, posando sobre una aeronave. / ARCHIVO PERSONAL

En Maracaibo, por un error acabé en los calabozos. Me metieron en una denuncia por tráfico de estupefacientes, fue una experiencia malísima, que duró varios días, hasta que enviaron una jueza de Caracas a revisar el caso. Desarmaron todo el avión, hasta las ventanas, en busca de drogas, y no encontraron nada. Entonces decidí abandonar Venezuela y marcharme a Panamá. De Venezuela me traje siete baúles de caoba con ron Pampero.

Me fui a la línea panameña Inair, que volaba a Sudamérica, EEUU y Europa. En una ocasión que iba de Estados Unidos a Venezuela se paró un motor del avión. Aterricé en Camagüey, Cuba, de noche y sin luces, con la llamada de socorro mayday, mayday, mayday (ayudarme) y nada. Hasta que de pronto me vi rodeado por ocho tipos armados con ametralladoras que bajaron de dos coches. Comenzaron a averiguar, investigar, para cuatro días después autorizar la entrada al país de los mecánicos para arreglar el avión americano. Cuando Estados Unidos invadió Panamá en 1989, vi al presidente Manuel Noriega esconderse en la embajada del Vaticano y cómo los americanos lo sacaron de allí y se lo llevaron. (Noriega, un militar entrenado en Estados Unidos y colaborador de la CIA, fue acusado por ese país de narcotraficante, terrorista y dictador).

Con Messi y Mascherano. / ARCHIVO PERSONAL

Volví a España como piloto de Air Europa. Al quebrar Air Europe, en la Guerra del Golfo, Pepe Hidalgo se la compró al grupo inglés de Harry Goodman, pionero en el turismo low cost, que quiso hacer la línea bandera de Europa. De la empresa solo recibió los permisos. Comenzó con tres aviones, dos Boeing 737 y un 757. Estuve en esta línea 29 años, con Tomás Cano y José María Llodrá.

Nadie conocía El Caribe. Fue una osadía de Hidalgo la campaña de Curro se va a El Caribe, donde un botones de la oficina o un fontanero podían viajar allí. Hasta entonces los destinos a los que iban los suecos y finlandeses eran Canarias, Mallorca o Málaga. En el imaginario estaba un lugar de palmeras y arena blanca. Hice el vuelo inicial de Madrid a Santo Domingo en 1996, el ministro de Turismo de República Dominicana dijo que tenían que cambiar el monumento de una carreta con seis bueyes, un reconocimiento del país a la industria de la caña de azúcar, por un monumento al turismo. Fue un éxito, no solo de españoles, también de italianos y franceses que volaban a Madrid para ir a Santo Domingo y Punta Cana. Luego vendría Tailandia, con otro tipo de playas y Caribe, en la parte oriental.

Realicé vuelos a todo el mundo, transporté fuerzas de la ONU de Uruguay al Congo o Afganistán. Estuve en Angola y Ruanda, donde no había blancos, los belgas los mataron a todos. Entré a un bar del centro, todos me miraron, bebí una cerveza y me fui. Me alojé en el hotel Siete Colinas de Ruanda, me dijeron que no había habitaciones, que esperase a que desocupasen una. Me dieron la suite que acababa de dejar el presidente francés Nicolás Sarkosy.

Entre Cruyff y Carles Rexach. / ARCHIVO PERSONAL

Era uno de los pilotos encargados de transportar al equipo de fútbol del Barcelona de Johan Cruyff con Iniesta, Laudrup y Stoichkov. Recuerdo en 1994 cuando perdieron la final de la Copa de Europa (Champions League) ante el Milan, que supuso el fin de una etapa dorada. También el viaje de la Supercopa de la UEFA contra el Sevilla en Tiflis, Georgia. Todos eran muy correctos, pero Iniesta y Cruyff unos verdaderos caballeros.

En Indonesia pasábamos tres meses para llevar peregrinos, que venían de Marruecos o Filipinas, a la Meca de Arabia Saudí. Hice buenos amigos. Participé en un equipo de fútbol, ayudaba a los jugadores, hasta hice de entrenador. Les enseñaba las fotos que tenía con jugadores del Barcelona y les llevaba algunas camisetas.

Rodríguez Casado disponía de un talonario de billetes, como cheques en blanco en los que podía rellenar el lugar donde quisiera viajar. Fue así como a un trabajador del campo de golf Santa Marta de Marbella, le pidió de un día para el otro que se sacara el pasaporte, después que éste le dijera que nunca había montado en un avión.

—No le dije adónde iríamos. Lo llevé a Madrid. Él venía con una bolsita, creía que iríamos a alguna ciudad europea. Nos fuimos a Río de Janeiro en cabina. Estábamos ya en el cerro del Corcovado cuando recibió una llamada de España, le advertí de que no cogiera el teléfono, la llamada le costaría un riñón.

Con futbolistas del Swadiri de Indonesia. / ARCHIVO PERSONAL

—Antonio, que te estoy esperando en el bar, le dijo un compañero que le llamaba desde Marbella.

—Que estoy en Río de Janeiro, le respondió en voz baja. Le llamaban Mac Gyver, por el agente secreto de la serie de televisión que era capaz de resolver cualquier problema con la herramienta que tuviera a mano. Para mí esa era la forma de hacer feliz a la gente.

Conocía a una monja de clausura, que nunca había salido del convento, porque les llevaba comida y vino. Le pregunté qué iba a hacer en las próximas vacaciones, que tenía cada diez años. No sé me dijo. Me había comentado que tenía familiares en Nueva York. ¿Quieres visitarlos?, le pregunté. Tuvo que hablar hasta con el arzobispo para que la autorizaran a viajar. Lo hizo en primera, en el mejor sitio, con su hábito de monja y con una comida de puta madre. El resto del pasaje viajaba tumbado y ella iba sentada, se resistía a tumbarse como los demás pasajeros. No concebía levantar las piernas.

También tuve que transportar a inmigrantes que eran deportados a sus países. Algunos eran casos duros, como el de una chiquilla que le acusaban de ser prostituta. La policía les quitaba el pasaporte y me los entregaban a mí. En este caso la condujeron a la última fila y se quedaron vigilando hasta el despegue del avión que iba a Caracas. Yo la pasé a la primera fila.

Mi madre era muy católica, en un viaje a Maracaibo la llevé a un convento a visitar las monjas.

Con su madre y monjas en Maracaibo. / ARCHIVO PERSONAL

Lo peor de un vuelo es apagar un fuego dentro del avión. Un MD11 de Swissair, en 1998, en Nueva York se incendió la cabina y a diez minutos del aeropuerto de Halifax (Canadá), donde intentó aterrizar, se precipitó al mar. En Manchester, en 1985, ardió un motor de un Boeing 757 en la pista de despegue. Si ocurre algo en el avión tienes tiempo, no hay que precipitarse. Hay un protocolo para todo, se está preparado para salvar las vidas y seguir. En una ocasión volando de Nueva York a Madrid, saltó una chispa en el pedestal de la cabina con un fuerte olor a plástico quemado. Qué hacemos me dije, observamos una hora, el olor y el humo desaparecieron y seguimos viaje a Madrid. El avión fue a revisión y no detectaron nada. La aviación es el transporte más seguro que existe. Cada seis meses tenemos exámenes médicos, psicológicos y simulador. Hay miedo a levantar los pies de la tierra porque no estamos hechos para volar, miedo a la gravedad, es psíquico, y se puede superar.

En un vuelo de línea llevé a la reina Sofía a inaugurar el Teatro Liceo de Barcelona después del incendio. El comandante del avión saluda si hay una autoridad, una personalidad importante, un premio Nobel, en el pasaje. Al presidente de Perú Alan García, lo saludé a la entrada del avión. Y dos semanas después se suicidó cuando iban a detenerlo. Me impactó.

Soy un gran lector y he hecho muchos amigos, uno es Jorge Blanco, el encargado de gestión de Air Europa en Buenos Aires. Creo que la vida es una cadena de favores.

Para mí la cabina es la oficina con la mejor vista del mundo. He volado más de 19,5 millones de kilómetros —equivalente a 487,5 vueltas a la tierra— hice unas 30.000 horas de vuelo, como pasar cuatro años en el aire. No me hubiera importado ser piloto de guerra. Sí me hubiese gustado ser astronauta, observar las estrellas y la esfericidad de la tierra en el silencio del espacio. Como dijo el aviador y astronauta John Young, lo importante es que el sueño espacial sigue vivo.

No hay comentarios

Ver los Comentarios

También te puede interesar

Lo último