Argumentos para el síndrome de Stendhal

En el Museo Thyssen, por ahora, sí es todo lo que reluce, pero un recorrido a fondo por toda la colección requeriría varios días de contemplación absorta

De acuerdo, uno se siente inexplicablemente ridículo cuando entra a un museo y exclama: "Qué bonito". Pero hay ocasiones en que no hay más opción que la de dejarse secuestrar por ese pasajero síndrome de Stendhal. La mayor parte de la colección permanente del Museo Thyssen está dedicada a la pintura andaluza y española del siglo XIX, así que hay mucho en su amplio recorrido de cierto dolor de España, de ocaso definitivo, de esplendor perdido, pero también de reafirmación, de reivindicación expresada a menudo en estampas festivas. Como si el país se hubiera dado cuenta entonces de que apenas se conocía a sí mismo y de que ya iba siendo hora de hacer las paces. En principio, uno se divierte con paisajes reconocibles y cercanamente malagueños, como La Cueva del Gato de Barrón y Carrillo (1860) y La fuente de Reding de Guillermo Gómez Gil (1880-1885). Pero luego no queda más remedio que dejarse embriagar por Julio Romero de Torres, por el magistral silencio repleto de esencia femenina e inspiración metafísica de La buenaventura (1922) en su conjunción de esoterismo y fe religiosa como dos caras de la misma moneda, por la enigmática mirada de La monja (1911) como dardo lanzado a la humanidad de quien observa, por el tríptico de inspiración bizantina que es en realidad el Boceto del Poema de Córdoba (1913). Sólo por la embriaguez que sigue a la contemplación de estos misterios, delicados, más insinuados que efectivamente plasmados, merece la pena visitar este museo. Afortunadamente, entre tanta tragedia, alguien tuvo los redaños suficientes para recordar que Andalucía y España también eran, en buena parte, una cuestión de magia, de misterio. Nunca se agradecerá lo suficiente al cordobés este legado.

Otra de las piezas maestras que nadie debería perderse es la Corrida de toros en Eibar (1899) de Zuloaga. Aquí España es una liturgia de sombras, de rostros cubiertos por mantillas, de picadores ataviados por mantos negros, como un luto en el que se presagia la sangre. El color del muro es absolutamente real, como el del cielo. El realismo es aquí una cuestión vital, de apuesta decisiva por descender al infierno de la Historia. Pero en esto viene Sorolla y se pone impresionista con su soberbio Garrochista (1914). Para Moreno Carbonero, el Ca d'Oro (1897) evoca rutinas venecianas, como un Oriente sofocado por las aguas. Wssel de Guimbarda y Alfred Dehodencq se apuntan al costumbrismo más andaluz, el de charanga y pandereta, respectivamente con Escena costumbrista en el Alcázar de Sevilla (1872) y Un baile de gitanos en los jardines del Alcázar, delante del pabellón de Carlos V (1851), pero declino: tanta algarabía de bandoleros armados con patillas y lindas doncellas tocando el pandero me produce un peligroso subidón de azúcar, así que me escapo un poco del XIX y me quedo en la Santa Marina de Zurbarán (1640-1650), cuya delicada composición debería bastar al mayor de los pecadores para lograr la salvación eterna. El Invierno en Andalucía de Sánchez-Perrier (1880) estimula la imaginación y revela que no todo es realismo más allá de las apariencias, y La lectura de Madrazo y Garreta (1880-1885) se encarama como un ambiente conocido, con cierto ánimo de déja-vù. La playa de Estepona con la vista del Peñón de Gibraltar de Bamberger (1855) me recuerda a un viaje cercano y a la vez a un imposible, a un trayecto nunca realizado, como si el tiempo, no sólo la acción del hombre, hubiera contribuido de forma decisiva a transformar el mundo. El siglo XIX también es, en el fondo, una impostura.

En la colección permanente del Museo Thyssen hay mujeres. Romero de Torres ya ha exprimido el misterio, pero algo queda, como la imperturbable Julia de Casas Carbó (1915), soberana en su posición clásica, casi una Afrodita con peineta y los brazos en jarra. La maja del perrito de Lucas Velázquez (1865) exhala por el contrario cierta comicidad, una puesta en escena propia de sainete de la época, como si el gracioso estuviese a punto de salir por una esquina, ay cordera. En El baño de Iturrino (1908) la implicación mitológica es total: ¿acaso no son sirenas estas damas que juegan a derramarse con el agua? Aquí están, en fin, buena parte de los postulados estéticos renacentistas que vieron en la mujer la belleza que conduce a los designios divinos. Pero el costumbrismo escondía siempre algo satírico, incluso en sus formas más complacientes, en sus estructuras más previsibles. ¿Qué intención yace, si no, en la Llegada al teatro en una noche de máscaras de Lucas Villaamil (1865)? La representación del mundo también consiste en señalar su evidencia.

La sala dedicada a los Maestros antiguos está presidida por la talle del Cristo románico fechada en 1230. La inspiración espiritual es brutal, igual que en algunas antiguas capillas castellanas. Así que en el Museo Carmen Thyssen se dan cita lo divino y lo humano, lo efímero y lo duradero, lo característico y lo inexplicable, en todos los formatos, desde pequeños lienzos a soberbios murales. Admito que algunas obras apenan logran distraer mi atención. Otras la reclaman poderosamente. Al salir al patio, un espacio único donde cabe reconciliarse con la ciudad, resulta inevitable reflexionar sobre lo que este museo puede significar para Málaga, sobre todo una vez que esté definitivamente listo, con su auditorio en marcha, con su tienda operativa, con los restos arqueológicos romanos y bizantinos felizmente expuestos. Será entonces cuestión de hacer un museo vivo, de que, aunque su colección esté consagrada en su mayor parte al siglo XIX, aspire a funcionar como un centro artístico del siglo XXI, que ofrezca oportunidades de participación directa, que haga uso de su auditorio para otras expresiones estéticas, que fomente el conocimiento y (más importante) la inquietud y que no se contente con ser una maceta para turistas. Entonces valdrá la pena.

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