Crítica de teatro | El Brujo

Los corazones descalzos

Rafael Álvarez ‘El Brujo’, en el Teatro Cervantes, durante la representación de ‘La luz oscura’.

Rafael Álvarez ‘El Brujo’, en el Teatro Cervantes, durante la representación de ‘La luz oscura’. / Javier Albiñana (Málaga)

Creo que fue Martin Amis el que explicó que no le gustaba el Quijote porque le recordaba a los abuelos que vienen a casa a contar batallitas: al principio, nada más sentarse y empezar su retahíla, resultan encantadores y enganchan con sus historias. Conforme pasa el tiempo, uno se atreve a preguntarles por el tiempo, por la política, por el precio de la gasolina o por el almuerzo con tal de cambiar de tema, pero ellos siguen a lo suyo, dale que dale con sus batallitas. Después de un rato indeterminado, lo que uno desea es que se callen o, mejor, que se vayan. Me acordé de esto este jueves viendo a Rafael Álvarez El Brujo mientras interpretaba La luz oscura en el Teatro Cervantes y contaba el episodio del Quijote que Cervantes, según el juglar, escribió inspirado en los sucesos del traslado de los restos de San Juan de la Cruz desde Úbeda. A ver si me explico: me encanta el Quijote y me encanta El Brujo, disfruto mucho los momentos en que ambos se lían a contarme batallitas y de ninguna manera se me ocurriría cortarles el rollo. Pero sí eché de menos en la función de este jueves algo de la espontaneidad y sobre todo del delirio que el de Lucena ha gastado en otros espectáculos y, más aún, en otras ocasiones: precisamente, si cada función de El Brujo es un cosmos propio cuyo devenir resulta imposible de predecir con exactitud, este San Juan de la Cruz le ha salido más cuerdo seguramente de lo debido, más sistemático, más contado y menos vivido. Tal vez porque la materia prima, tanto en obra como en biografía, aunque fascinante, es cuantitativamente la que es. Por supuesto, Rafael Álvarez entró y salió de la faena cuando le vino en gana. Hizo referencias a Vox, a Iberdrola, a los impuestos de la Iglesia y a la Casa Real. Cantó, bailó y anduvo en deliciosa sincronía con Javier Alejano, su músico de siempre. Pero digamos que el Espíritu Santo tuvo, por esta vez, una injerencia discreta. Y que, ciertamente, alguna ocasión hubo en que El Brujo prolongaba las situaciones y escenas como prometiendo un alucinante deus ex machina que luego, ay, no tenía lugar.

San Juan de la Cruz forma parte de la galería de locos místicos geniales de El Brujo, por la que también transitan San Francisco de Asís, Santa Teresa de Jesús y Paramahansa Yogananda. Sus espectáculos en torno a estas figuras pueden entenderse como prolongaciones de San Francisco, juglar de Dios, versión del texto de Dario Fo que, por inspiración y por la adopción de la querencia juglaresca para la escena contemporánea, tuvo un efecto de absoluta revelación y acontecimiento central en la trayectoria de Rafael Álvarez, tal vez el mejor actor del teatro español actual. Sus obras siguen reconciliando al espectador con el antiguo oficio de los cómicos, con su naturaleza patrimonial, con esa gracia ya extinta que anida en la lengua y juega a deambular por terrenos peligrosos. La luz oscura prodiga con generosidad sus corazones descalzos, este teatro pegado a la tierra para ser poesía. Pero una pedrá algo más gorda le habría venido de perlas al santo. Ya se sabe que cuanto más loco, más libre.

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