Festival de Teatro | 'Carmina Burana'

Todos a la mesa: la carne está servida

  • El ‘Carmina Burana’ de La Fura dels Baus salda su primera función en el Cervantes con una conmoción entre la estética brutal y el rito

Representación de 'Carmina Burana' a cargo de La Fura dels Baus.

Representación de 'Carmina Burana' a cargo de La Fura dels Baus. / Pepe Villoslada

Resulta curioso asistir ahora en el Teatro Cervantes a la representación del Carmina Burana de La Fura dels Baus (estrenado hace diez años y recuperado tras un largo recuento de funciones en tres continentes) justo un año después de la llegada al mismo escenario, también dentro del Festival de Teatro, de aquel Free Bach 212 en el que Miki Espuma aprovechaba la Cantata de los campesinos del santurrón Johann Sebastian Bach para proponer todo un canto al hedonismo y al placer barrigón que inspira la cerveza desde el mismo corazón de la tradición cultural europea. La puesta en escena de Carlus Padrissa a partir de aquella otra cantata de Carl Orff que ponía música a los versos goliardescos medievales es un brutal aquelarre que, entre la estética más impactante y la codificación del rito en sus formas litúrgicas (precisamente al gusto de los goliardos, que practicaban parodias de los sacramentos con tal de burlarse de la jerarquía eclesiástica, tal y como hizo Dario Fo en el siglo XX), reivindica una lectura propia de esa misma tradición cultural, alejada de la esencia cristiana y aferrada a un paganismo que no deja de ser una versión libre del mundo clásico. Servidas así, con cierta proximidad, estas dos propuestas de La Fura dels Baus componen un singular díptico continental que pone sobre la mesa el carpe diem como argamasa de la civilización occidental; una raíz soterrada, sin duda con mala fama por su ánimo exento de trascendencia, pero igual de determinante a la hora de definirnos en términos culturales. Eso sí, si aquel Free Bach 212 transcurría en cierto formato doméstico, en la camaradería fraternal de una taberna, Carmina Burana propone un despliegue visual, musical, coreográfico y espectacular que este viernes, en la primera de las cinco funciones programadas para este fin de semana, causó una verdadera conmoción en el patio de butacas.

En Carmina Burana también hay tabernas, claro. Pero la consumición en ellas adquiere rasgos propios de consagración (de hecho, cabe interpretar la inmersión en tanques de vino como un feliz trasunto herético de la Eucaristía). Desde la poderosa y archiconocida invocación inicial, la Luna está presente en toda la jugada y ejerce sus efluvios, mareas mediante, para que pasen cosas. La actuación de músicos, bailarines y cantantes se sucede en un caos ordenado, en un trance que juega a ser delirio pero que encierra una sabiduría escénica aplastante dirigida, sobre todo, a que el espectador se sienta parte. Las proyecciones audiovisuales refuerzan una creación de ambientes en los que algo parece estar siempre a punto de nacer: la primavera es aquí la madre que lo mueve todo, en una síntesis descaradamente stravinskiana a base de éxtasis floral y deshielo (cuya recreación alcanza durante el montaje una verdadera cima poética en el Tempus es iocundum). En consecuencia, las voces solistas quedan sometidas a un desgaste físico considerable, aunque es de justicia destacar al gran barítono Antonio Torres, entero siempre, afinado con precisión magistral y creador a la hora de cantar con todo el cuerpo. Statu variabilis: el placer es, sin embargo, duradero. También, al cabo, somos esto.

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