Crítica de Teatro | Inestables

Mecanismos de promoción interna

Marina Sánchez Vílchez y Juan Antonio Hidalgo, en una escena de ‘Inestables’, de Carlos Zamarriego.

Marina Sánchez Vílchez y Juan Antonio Hidalgo, en una escena de ‘Inestables’, de Carlos Zamarriego. / Daniel Pérez / Factoría Echegaray

Habrá quien lo considere un demérito, pero uno de los valores más notables de Inestables es que pasa en un suspiro. Los poco más de sesenta minutos en los que transcurre la obra se desarrollan en una sucesión de emociones que seduce, contagia e interpela, con las dosis perfectas de información en cada trama y, más aún, los más equilibrados apuntes de misterio con tal de que el espectador no deje de preguntarse qué va a suceder al minuto siguiente. Y es que Inestables es una pieza muy bien dirigida: los recursos, digamos, cinematográficos quedan introducidos con rigor y sabiduría, siempre a favor del drama, sin atajos ni efectos fáciles sacados de la manga. Carlos Zamarriego mide con acierto qué contar y qué callar en cada momento, y si en esencia el teatro consiste en esto, puede decirse que la sinfonía queda conducida con precisión hasta su conclusión. El buen gusto en la dirección también se traslada al ámbito interpretativo: Zamarriego dirige a sus actores bajo el mismo criterio, decidiendo con el contador bien templado qué revelan los personajes de sí mismos y cómo invitan a sospechar respecto a la veracidad de lo que manifiestan. Cabe concluir, por tanto, que los elementos narrativos se localizan en su razón exacta: Inestables es un montaje pensado en cada célula desde la perspectiva del público, favorable a su atención, lo que no sólo no erosiona la naturaleza artística de la obra sino que la refuerza. Eso sí, el espectáculo sale beneficiado en todo momento del trabajo de Juan Antonio Hidalgo y Marina Sánchez Vílchez, que aciertan a generar una química harto difícil y que confieren mucha verdad a cada réplica. Es aquí, insisto, en la dirección de actores, donde más horas de trabajo se perciben; y esto incluye las jugosas aportaciones sonoras del gran Manuel de Blas, lanzadas como dardos y pródigas a la hora de aportar significados a la maquinaria narrativa.

Inestables se vale del mejor thriller, ése que se resuelve pistola en mano, así como de la más depurada escuela orwelliana para esbozar una representación del capitalismo contemporáneo como industria criminal. Y lo consigue, aunque tal vez acuse ciertas dificultades a la hora de traspasar sus propias reglas del juego. De un teatro político se espera una cierta ósmosis que invite a conectar la escena con lo que acontece fuera, ya sea para revelar algo que el espectador no sabe o para interpretar ese acontecer de una manera inédita; y en Inestables falta una intención más decidida en este sentido, un desplazamiento de la poética aristotélica para llamar, aunque sea en las afueras, a las cosas por su nombre. Dicho de otro modo: la obra funciona como un cañón, pero un poco más de mala leche le habría venido de perlas. En todo caso, tenemos una obra muy, muy recomendable. Bravo.

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