Crítica de Teatro | 'Mira cómo te olvido'

Segismundo descorazonado

Andrés Suárez, en 'Mira cómo te olvido'.

Andrés Suárez, en 'Mira cómo te olvido'. / Daniel Pérez / Factoría Echegaray

Hay no pocas conexiones entre el protagonista de Mira cómo te olvido y el Segismundo calderoniano: los dos viven una determinada existencia (una vida consciente, que diría Freud) que, tras un aprendizaje pertinentemente doloroso, resulta ser una ilusión, un remedo, una imitación paraesencial, pero no la vida misma. Tal y como advirtió Beckett, tanto Segismundo como el Santiago de esta obra de Antonio Álamo son arquetipos por cuanto su condición es propia de la especie humana: sin ese aprendizaje, que puede ser dado o fortuito, nada nos exime de la sospecha de que lo que consideramos vida es un espejismo, tal vez una ficción, o un pozo oscuro, mientras que otra vida más auténtica en relación a las aspiraciones de la misma especie se encuentra, quién sabe, a buen recaudo en algún lugar inalcanzable e incognoscible. Resulta revelador cómo desde Esquilo el teatro es un instrumento eficazmente preciso para indagar en esta sospecha. Casi al final de Mira cómo te olvido el protagonista evoca un momento en el que pudo haberse quedado ciego, lo que no deja de ser una confesión abierta de que la ceguera ha campado a sus anchas desde el mismo momento en que nuestro hombre vino al mundo. La gran (y no pequeña) aportación a la cuestión por parte de Antonio Álamo es la definición de la experiencia no sólo a tenor de elementos intelectuales y sensibles: también sentimentales y amorosos, por cuanto Santiago cree que es amor el fruto de una pasión irracional (formidablemente evocada con matices lorquianos desde el baile) que termina siendo algo muy distinto. Mira cómo te olvido traslada la tragedia a un psiquiátrico penitenciario en una significativa (y zambraniana) maniobra de reivindicación del corazón como sentido, con una influencia no menor que la que corresponde a la razón. Nuestro Segismundo vive en un sueño no por solo, sino por descorazonado.

Álamo teje todos estos mimbres con un texto brutal, decididamente adulto (qué consuelo, frente a la infantilización acusada del teatro español, encontrar que alguien llama así a las cosas por su nombre), y una dirección muy matizada, crecida en los límites y sabia en la contención de las inserciones poéticas, especialmente en las apariciones de Sara. En cuanto al reparto, Andrés Suárez, digámoslo ya, hace un trabajo descomunal, generoso, afirmado en lo técnico y, a falta de un par de peinados, magistral y admirable. Virginia Nölting aporta con solvencia la verdad y el suelo que la obra necesita, mientras María del Mar Suárez defiende una composición ciertamente complicada con sobresaliente oficio. Vayan a verlos. Este teatro sí nos representa.

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