Fue en Granada, en su Granada
La editorial Comares ha reeditado la crónica de la investigación de Agustín Penón sobre la muerte de Federico García Lorca, un libro magnífico e imprescindible en la bibliografía lorquiana


Agustín Penón (Barcelona, 1920) descubrió la poesía de Federico García Lorca en su adolescencia, antes de aquel largo verano del 36 que lo obligaría a tomar el camino del exilio a él y a los suyos. En compañía de su familia, recaló primero en Costa Rica. De adulto, se instaló en Nueva York y, andando el tiempo, adoptó la ciudadanía estadounidense. A mediados de los 50, volvió a España con el deseo -vago al principio, resuelto después- de escribir un libro sobre la vida del poeta granadino, paradójicamente, arrojando cuanta luz le fuera posible sobre su muerte, silenciada cuando no falseada, tanto por los voceros del régimen franquista como por sus víctimas. ¡Ah, el miedo! Penón estuvo en Granada entre febrero de 1955 y septiembre de 1956, atando cabos, entrevistando a familiares y amigos de García Lorca, también a simples allegados, testigos directos o indirectos de aquella circunstancia infausta que puso a Lorca en el punto de mira voraz de los fusiles, apenas el golpe de estado del 18 de julio se transformó en una guerra fraticida, no entre las dos Españas del tópico, sino entre los movimientos reformadores (español, europeo, mundial) y las fuerzas inmovilistas enquistadas en España, Europa y el Mundo, aún presentes, aún beligerantes.
En su empeño, Penón confesó habérselas visto con tres gladiadores formidables ("gigantescos", los llamó), tres enemigos de la verdad histórica. Uno, ya citado, era el miedo; sin duda, el virus más pertinaz inoculado por el franquismo en la sangre de sucesivas generaciones de españoles y que, entonces, se manifestaría en sus varias expresiones, el silencio y la sospecha, en la negativa a desenterrar el pasado y en el recelo de que Penón fuera un infiltrado con la misión de localizar enemigos del régimen o, en su defecto, un espía de la CIA. El segundo gladiador, hermano gemelo del anterior, es el olvido. Gustamos de olvidar cuanto tememos, de ahí la desmemoria de tantos a la hora de enfrentarse con aquellos sucesos. El tercero sería la fantasía, esa fantasía perversa que emborrona la realidad y añade confusión a la confusión, la que engorda la rumorología y sostuvo que Lorca habría logrado escapar de sus captores y refugiarse en el Sacromonte, entre los gitanos, transformándose en gitano él mismo. El título con que se publicó finalmente el material reunido por Agustín Penón no pudo ser más afortunado.
Miedo, olvido y fantasía (Editorial Comares) encierra en sus páginas una triple crónica. La de los últimos días del poeta de Fuente Vaqueros; la de un extranjero en tierra extraña, en tiempos extraños, metiéndose donde no debía, en busca de certezas a través de un sembrado de mentiras; y, por último, la de una mujer, Marta Osorio, que no consintió que tan magnífico legado acabara en la fosa común de lo inédito. Sorprende que después de trabajar con semejante tenacidad, Agustín Penón sentenciase un material tan valioso a la mudez. El autor no ignoraba la importancia de sus hallazgos, ¿por qué no los publicó? Quizás temiera perjudicar a quienes le ayudaron en sus pesquisas, quizás agotara sus fuerzas en la lucha con esos tres gladiadores o quizás -como sostiene Marta Osorio- problemas personales y económicos le impidieran el sacrificio último de batirse en la liza editorial. Todas son hipótesis válidas, ninguna suficiente, y al misterio sobre la crucifixión de Lorca -Cristo aún sangrante- se suma esa desconcertante demora en sacar a la luz unas páginas extraordinarias.
La muerte alcanzó a Penón, una noche en Costa Rica, en 1976. El material pasó a manos de su amigo William Layton quien, a su vez, lo puso a disposición del más lorquiano de los hispanistas. Ian Gibson, sin embargo, sólo lo utilizaría de manera fragmentaria, de modo que Layton acabó por proponer a la granadina Marta Osorio -una presencia discreta, fugaz, en el mismo libro- que ordenara semejante maremagno. El desafío era grande. Marta Osorio no sólo debía estructurar y traducir aquellos papeles dispersos, también convencer a los editores de que faltaba una pieza clave en el mosaico lorquiano; sobre Lorca quizás nunca esté todo dicho. El libro es ahora una realidad, una preciosa realidad, y hay algo de justiciero, o fatal, en el hecho de que la memoria de cuanto ocurrió aquí (a Lorca, a Penón, a Osorio) haya visto la luz precisamente en nuestra ciudad. En Granada fue y en Granada debe repararse.
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