Cultura

Malestar y canícula

  • 'Hundstage (Día de perros)', el primer filme de ficción de Ulrich Seidl, propone una disección implacable de la sociedad austriaca bajo el intenso calor del verano

Todo parece indicar que agosto va a ser el mes de Ulrich Seidl (Viena, 1953) en España, para alegría de la cinefilia más radical y penitencia de aquella otra poco aficionada a eso que algunos llaman el "prestigio cultural del pesimismo".

Tras pasar por los principales festivales europeos, el controvertido director austriaco estrena aquí consecutivamente las tres entregas de su Trilogía del Paraíso, Amor, Fe y Esperanza, tres filmes de ambientación veraniega y aliento gélido que inciden en su mirada crítica y despiadada, caricaturesca y ruin para algunos, incisiva y reveladora para otros, a la realidad contemporánea de su país (de toda Europa, en realidad), en este caso confrontada también a la herencia y la mala conciencia colonialistas, la fe o la desorientación moral que se esconden bajo la alfombra de la sociedad del bienestar de la que Austria siempre ha sido abanderada, asuntos que atraviesan la filmografía del director desde sus primeros documentales de los años noventa.

La Trilogía del Paraíso supondrá todo un reto de fidelidad para el espectador español, pero tal vez nada demasiado radical ni especialmente novedoso para aquellos que conozcan ya el primer largo de ficción de Seidl, Hundstage (2001), que vendría a traducirse como Día de perros, un filme que condensaba las reconocibles constantes formales y temáticas de su cine, ese "minimalismo de la disolución" del que habla Carlos Losilla, autor del único libro en castellano sobre el cineasta, En busca de Ulrich Seidl, con el pretexto de un retrato coral ambientado en los asépticos barrios residenciales vieneses durante una ola de calor veraniega.

Estamos aquí de nuevo ante una canícula tórrida y luminosa que, sin embargo, no invita precisamente al romance, la flânerie, los encuentros furtivos, los rituales de tránsito generacional ni mucho menos al abandono sensual ante la naturaleza. El verano suburbial vienés que retrata Seidl se parece más bien a un recorrido por no-lugares de difícil habitabilidad y comunicación entre sí, un recorrido por las arquitecturas prefabricadas y las máscaras de una sociedad enferma y carcomida cuyas miserias de intimidad quedan aquí al descubierto, expuestas con crudeza y desafección a través de una mirada fría, geométrica y precisa que no construye empatía alguna con unas criaturas casi siempre solitarias, mezquinas, masoquistas o enajenadas.

En Hundstage, Seidl prolonga su método documental sobre unos materiales dramáticos mínimos y una estructura episódica y elíptica de ida y vuelta, trabajando sin apenas guión ni diálogos escritos, confiando en la autenticidad de intérpretes no profesionales, preocupado, por tanto, por la singularidad de sus cuerpos, gestos y movimientos, dejando espacio a la improvisación pero siempre dentro de planos perfectamente compuestos y delineados por un ojo clínico y distanciado que, como también apunta Losilla, se asemeja al del retratista medieval o el fotógrafo.

Heredero de esa tradición cultural del pesimismo crónico de sus compatriotas Thomas Bernhard o Michael Haneke, una tradición que se ha prolongado también, tal vez como una moda festivalera, en otros cineastas austriacos de la última generación como Albert, Mader, Glawogger o Hausner, Seidl retrata aquí a una serie de personajes en los que puede reconocerse el espíritu de un país prisionero de sus apariencias de prosperidad y bienestar pero bajo cuya aseada superficie se esconde el macabro silencio de la historia (la alargada sombra del nazismo), los atavismos de una feroz violencia social, las más variadas perversiones sexuales y la congelación de las emociones y los sentimientos sustituidos por el orden, la limpieza y la disciplina: un viejo viudo cascarrabias y autoritario que convive con una nueva mujer en una casa-búnker, una joven enganchada a su novio macarra y maltratador, un vendedor ambulante de sistemas de seguridad para el hogar, una mujer madura solitaria e insatisfecha preocupada por su decadencia física que se deja someter a vejaciones por sus vecinos, un matrimonio roto por la muerte de un hijo que convive bajo el mismo techo sin dirigirse la palabra y una mujer enajenada obsesionada con hacer autostop y listas de cualquier cosa, son los protagonistas de esta particular ronda freak puntuada por interludios de piscinas de aguas cristalinas y jardines en perfecto estado de revista que funcionan como siniestro e irónico contrapunto.

En la estructura coral, fragmentaria, circular y abierta de Hundstage resuena así el substrato social de una nación enferma, y en su rigor formal un malestar descorazonador y contagioso, como si no hubiera escapatoria más allá de sus planos geométricos y de las estampas de una normalidad en la que parecen haberse borrado las clases, detenido el tiempo y anestesiado o degradado todo vestigio de lo verdaderamente humano.

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