Cultura

Memoria del templo druida

  • El nuevo Patrimonio Mundial es uno de los enclaves megalíticos más importantes de la Europa Continental y también uno de los más estudiados Su historiografía se remonta al siglo XVI

Los pobladores que hace unos seis mil años se asentaron entre la Peña de los Enamorados y la Sierra del Torcal advirtieron la confluencia de tan poderosos elementos naturales en un orden, como no podía ser de otra forma, religioso, en un tiempo en que la religión, antes de la formulación del mito, permanecía fuertemente vinculada a la magia. Así, poco más de mil años después, cuando la cultura megalítica que ya había prendido en el norte de Europa (si bien tenía su foco en el Mediterráneo occidental) llegó al Sureste de la Península Ibérica, los descendientes de aquéllos comprendieron que el área resultaba idónea para la construcción de un gran monumento funerario, que en el megalitismo tenía su expresión en el dolmen. Pero en lugar de uno construyeron dos: el de Menga, el mayor de su especie en todo el continente europeo y orientado a la Peña de los Enamorados, y el de Viera, orientado al sol. Otros mil años más tarde, cuando el Neolítico había dado paso a la Edad del Bronce, los habitantes alzaron otra construcción tipo tholos en El Romeral, a cierta distancia de los dólmenes pero lo suficientemente cerca como para establecer una unidad monumental significativa. Además, el tholos, al igual que el Dolmen de Menga, no estaba orientado al sol sino a un paraje natural: la Sierra del Torcal. Esta preferencia por el paisaje en detrimento del astro rey, tal y como advirtió hace poco más de una década el arqueólogo Michael Hoskins, constituye una excepción extraordinaria dentro del desarrollo de la cultura megalítica en Europa, y de hecho sienta las bases para una posible redefinición de la relación entre el hombre y la naturaleza a través de la historia. Sin embargo, por más que los Dólmenes continúen deparando sorpresas (y las que habrán de venir), otra de sus singularidades radica en el hecho de que siempre han estado ahí: son conocidos por antequeranos y viajeros desde que fueron construidos. Al contrario que buena parte de los monumentos megalíticos europeos, no necesitaron ser descubiertos; y, por tanto, fueron ya convertidos en objetos de estudio cuando ni siquiera había noticias de muchos de sus parientes.

Los Dólmenes que, junto con sus respectivos parajes naturales, fueron declarados el viernes Patrimonio Mundial de la Unesco en Estambul, disponen así de una historiografía muy antigua que se remonta al siglo XVI. La primera referencia escrita al Dolmen de Menga como tal se encuentra en una carta del entonces obispo de Málaga, César Riario, fechada en 1530, aunque en realidad se desconoce desde cuándo se emplea esta denominación. La primera referencia al dolmen anexo no es muy posterior: se remonta a 1587, aunque había una diferencia notable: el Dolmen de Menga siempre estuvo abierto, si bien los testimonios del siglo XVI referentes al segundo destacan que se encontraba "fuertemente cerrado" (y así se mantuvo hasta 1903, cuando los hermanos Antonio y José Viera acertaron a abrirlo). Desde entonces, la flor y nata de la arqueología europea ha acampado en los Dólmenes de Antequera, considerados tan trascendentes como los de Carnac y Stonehenge: Cartailhac, Góngora, Siret, Gómez-Moreno, Mélida, Mergelina, Mortillet, Hemp, Paris, Obermaier, Leisner y otros insignes representantes del gremio llegaron a Antequera y dieron buena cuenta de la relevancia de los monumentos. El citado Michael Hoskin representa el último eslabón de una cadena cuyo fin no está ni mucho menos cantado.

Pero fue en el siglo XIX cuando la proyección de los Dólmenes, especialmente el de Menga, como verdadero tesoro prehistórico cundió en toda Europa. Tal y como recoge el historiador Juan Sánchez Cuenca en su imprescindible investigación (recogida a modo de monográfico en el segundo número de Menga. Revista de Prehistoria de Andalucía, editada por la Consejería de Cultura), la construcción generó verdadero furor no sólo entre los arqueólogos más importantes de Europa, también entre otras personalidades tan relevantes como Lady Louisa Tenison, Prosper Merimée o el rey Alfonso XII, quienes, embriagados por el romanticismo de la época, no quisieron perder la oportunidad de visitar un recinto con tan elevado poder de evocación mágica y espiritual. El verdadero responsable de este éxito fue el arquitecto malagueño Rafael Mitjana y Ardison (1795-1849), cuyo libro Memoria sobre el templo druida hallado en las cercanías de la ciudad de Antequera, publicado en 1847, adquirió la categoría de raro best-seller en su género y despertó la curiosidad insaciable de muchos. El descubrimiento en 1868 de la Cueva de Altamira restó gran parte del esplendor popular del dolmen, ahora recobrado gracias a la Unesco. La magia continúa, intacta.

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