El jardín de los monos
  • La ciudad, con los siglos, fue abandonada hasta el punto de que estuvo casi desmantelada. Fue en el siglo XIX cuando gracias a Prosper Mérimée se decidió su reconstrucción, salvándose así esta extraordinaria joya medieval

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Por el País de los Cátaros IV: Carcassonne

Ciudadela de Carcassonne. Ciudadela de Carcassonne.

Ciudadela de Carcassonne. / Ilustración de Luis Machuca

Escrito por

Juan López Cohard

EN los primeros días de agosto, ochocientos años después de Arnaud Amaury, superior de la orden cisterciense que estaba al mando del ejército cruzado por designación papal, nos encontramos con la misma panorámica de Carcassonne, capital del Vizcondado de los Trancavel y una de las principales ciudades cátaras en el Languedoc.

Desde la autopista que une Narbonne con Toulouse, en un altozano, sobre una extensa llanura plantada de viñedos y olivares y enmarcada al fondo por una cadena de bajas montañas, se divisa la fabulosa ciudadela medieval. Ante nuestros atónitos ojos apareció repentinamente, algo así como debió aparecérsele a Perceval el castillo del Rey Pescador cuando iba en busca del Santo Grial. Como si de un cuento de hadas se tratase, las almenadas murallas de la fortaleza se presentaron jalonadas de una multitud de torres, con sus cucuruchos en pos, como nazarenos en una procesión. Muchos de los graciosos conos que cubrían las torres lucían un color grisáceo con tonalidades violetas, en los que jugueteaban reflejos plateados y rojizos por el ardiente sol estival. Contrastaban, en una perfecta sinfonía de colores, con los ocres luminosos de la muralla expuesta a la luz y los marrones apagados de los paños que quedaban en la sombra. A sus pies, a la izquierda, a la otra orilla del río Aude, se extendía la ciudad baja. La conformaba lo que fueron los arrabales, finalmente también amurallados para su defensa, unidos por puentes con la fortaleza.

El origen de su nombre, Carcassonne o Carcasona, tiene una leyenda muy bonita. Cuentan que, en la época de la invasión árabe la ciudad estaba gobernada por el rey musulmán Ballak que tenía una esposa llamada Carcas. Ésta, a la muerte del rey, le sucedió en el gobierno, siendo que poco después Carlomagno le puso sitio. Tras varios años de asedio, eran muy pocos los habitantes que quedaban hábiles para la defensa y con escasos alimentos: un cerdo y unos pocos sacos de trigo, según la leyenda. En esa situación, la reina Carcas mandó hacer muñecos de paja que, vestidos militarmente, fueron colocados en las almenas, haciendo así creer a los sitiadores que tenían que habérselas con muchos defensores a pesar de tan largo asedio. Después mandó cebar al cerdo con el trigo que quedaba; una vez bien cebado, el animal fue lanzado a los pies de las tropas cristianas, de forma que al caer reventó esparciendo el trigo. Carlomagno creyó, al ver que aún se permitían cebar a los cerdos con trigo, que la ciudad podría resistir por mucho tiempo y mandó levantar el cerco. Cuando se alejaban, la reina mandó tocar todas las campanas de la ciudad. Fue en ese momento que uno de sus ayudantes le dijo a Carlomagno: “Sire, Carcas sonne”. La estatua original de la Dama Carcas se puede contemplar en el Museo Lapidario del Castillo Condal. En la puerta Narbonesa hay una reproducción.

Nos sorprendió, aparte de la propia fortaleza, la cantidad de personas que pululaban por los alrededores de las murallas y por las murallas mismas. Bullían como una marabunta. La ciudadela estaba atestada de turistas que soportaban festivamente el ardiente sol agosteño. Antes de entrar en ella por la puerta de acceso, la citada Narbonesa, circunvalamos la fortaleza por el “lice” (espacio entre las dos murallas) y fue cuando entendimos por qué a la ciudadela de Cacassonne se la conoce como la “maravilla del Midi”.

El arquitecto Violet-le-Duc que la restauró en el s. XIX, al ver terminada la obra, comentó que no creía que existiese en Europa otro conjunto de defensa tan completo y formidable. También nos pudimos percatar de los distintos procesos y fases de su construcción, ya que parte de la muralla interior, con torres semicilíndricas, pertenece a la época romana, la parte del castillo condal con torres cilíndricas y estrechas troneras, así como una parte de la muralla exterior es medieval de la época de los vizcondes de Trancavel. La ciudadela se terminó de construir en el siglo XIII por Luís IX de Francia (después San Luís) antes de que acabara la guerra contra los cátaros. Su hijo, Felipe III, llamado El Atrevido por su atrevimiento a conquistar hasta Gerona, cabreando a Pedro III de Aragón, y que murió de la peste en Perpiñán, remató la muralla con la construcción de la Puerta Narbonesa y la torre de St- Nazaire.

La citada puerta está flanqueada por barbacanas y dos imponentes y robustas torres, con foso y puente levadizo. Por la parte de atrás da la sensación de ser la fachada de un palacio con interesantes ventanas góticas. Una vez atravesada, anduvimos por la empinada calle Cros Mayrevieille, entre expositores con souvenires y niños armados cuál cruzados, hasta llegar a la entrada del Castillo Condal. Por si las murallas defensivas de la ciudadela eran poco, el castillo está también fortificado con foso y cinco torres con sus respectivas cubiertas cónicas. Se entra a través de una barbacana semicircular que da paso a un puente de piedra sobre el foso. Atravesado éste llegamos a la puerta, no muy grande, del castillo propiamente dicho. Puerta enaltecida por el arco que une las dos potentes torres que la defienden. Una vez en el patio de armas pudimos observar los extraordinarios matacanes de madera destinados –literalmente– a apedrear a los atacantes. Una vez dentro del castillo disfrutamos con sus torres, alguna de las cuales guardan peculiares historias de su historia. Destacan la torre Pinte, de vigilancia, cuadrada y almenada que domina el castillo y está unida al palacio de los vizcondes de Trancavel por otra, ancha y recia, torre cuadrada románica; la torre de La Justicia, que fue cárcel de la Inquisición y en la que se conservan los ganchos donde se colgaban los sacos de cuero que contenían los archivos de ésta aterradora institución, o la torre de La Vade que, como si el castillo no fuese con ella, se presenta como otro pequeño castillo con su pozo, letrinas y un horno. En un extremo, junto a la Puerta del Aude que da al puente viejo que une la ciudadela con la ciudad baja, se encuentra la casa del Inquisidor que, de aspecto austero y sombrío, era su residencia, sala de audiencias y prisión.

En el Castillo Condal el Museo Lapidario contiene interesantes piezas arqueológicas desde la época romana hasta el s. XIX. Entre estas piezas, nos pareció bellísima la gótica Virgen con Pájaro. Y, hablando de vírgenes, la que nos dejó prendidos fue la imagen de la Virgen embarazada que hay en el portal de entrada a la ciudadela. Por la calle de St. Louis llegamos hasta la basílica románico-gótica de St. Nazaire. Tiene una fachada muy sobria con cierto aspecto de fortaleza. Sus importantes y ágiles contrafuertes rematados como torrecillas con techado a dos aguas, así como las torres góticas de planta octogonal rematadas por pináculos con ricos descuelgues labrados, producen una extraña impresión que nos lleva a no saber si estamos ante una refinada fortaleza o ante un templo fortificado. Llama la atención su ábside poligonal y los rosetones que se abren en el crucero, ejemplos del mejor gótico de la Baja Edad Media. En el interior de la catedral contrasta la nave principal del más puro estilo románico con el gótico de la nave transversal y el ábside, donde lucen espléndidas vidrieras de la época de los Trancavel. En la crujía derecha del crucero nos encontramos con la lápida de Simón de Monfort, el vencedor de los Trancavel que se apropió del Vizcondado, así como un bajorrelieve que representa el asedio de Toulouse.

Una vez salimos de la catedral nos sorprendió una preciosa capilla gótica situada en el extremo del crucero, llamada de Radulphe, del siglo XIII. Retrocedimos hasta alcanzar la puerta del Aude desde la que nos dirigimos al Puente Viejo para llegar a la Ciudad Baja que fue fundada a mediados del siglo XIII. Típicamente medieval, el puente tiene ocho arcos ojivales, todos diferentes, y una considerable longitud. El pueblo, de traza rectangular, fue amurallado en el s. XVI y tiene cuatro bastiones defensivos en los ángulos, conserva el trazado de la época con calles rectas y estrechas. En ella contemplamos la catedral de St. Michel, del s. XIII, aunque reconstruida casi en su totalidad por Violet-le-Duc en 1840.

La ciudad, con los siglos, fue abandonada hasta el punto de que estuvo casi desmantelada. Fue en el siglo XIX cuando gracias a Prosper Mérimée se decidió su reconstrucción, salvándose así esta extraordinaria joya medieval. Y, para finalizar, diremos que el visitante no puede abandonar Carcasona sin dejar de probar su plato por excelencia: la “cassoulet”,  guiso a base de alubias, pato confitado, panceta y chorizo o salchichas. Ni aunque sea en un día de agosto.

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