Crítica de Teatro | 'Mi querida Mori'

Paisaje a través de la cerradura

Representación de 'Mi querida Mori', en el Teatro Echegaray.

Representación de 'Mi querida Mori', en el Teatro Echegaray. / Daniel Pérez / Factoría Echegaray

Lo primero que cabe decir respecto a Mi querida Mori es que el texto del que parte es rematadamente difícil. En la semilla de este espectáculo, el recordado Nacho Albert dejó una creación alumbrada no para la escena sino desde un planteamiento narrativo en el que, al mismo tiempo, decidió dar rienda suelta a su singular querencia poética. Resultaba, en todo caso, apetecible la posibilidad de probar sus mimbres desde un enfoque dramático dada la riqueza, profundidad y muchos matices de los personajes implicados; la cuestión es que los mismos personajes evocan en el plano textual sus culpas y sus redenciones (Mi querida Mori aborda, esencialmente, los vínculos entre memoria y deseo) en una expresión abiertamente literaria, con discursos tocados por una plena intención poética tanto desde el misterio como desde la catarsis (entre, al cabo, lo revelado y lo que queda por decir, materia prima de todo objeto poético), así que el verdadero reto consistía en dotar a esta poética de una suficiente consistencia teatral. La obra de Albert presenta un contexto preciso, el de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, para narrar la historia de un diplomático inglés que vive en Japón al final de la Segunda Guerra Mundial y la geisha que trabaja a su servicio. Los dos viven consagrados al recuerdo de Mori, la mujer que unió el destino de ambos de forma irreversible. En la forma, la obra pone sobre la mesa un triángulo amoroso y saca buen partido de la ausencia del vértice fundamental; en el fondo, Nacho Albert aplica desde esta geometría una disección afilada a las emociones en juego. El contexto, en este sentido, no es baladí, sino que ofrece un oportuno reflejo para dos mundos en colisión que corren el riesgo de anularse mutuamente.

Estos dos mundos tienen de hecho una traducción directa en una escena partida en dos hemisferios, conectados por el ojo de la cerradura a través del que el diplomático espía a la geisha. A partir de aquí, Mi querida Mori se sostiene sobre todo en el reparto: Luis Centeno y Sofía Barco lidian con papeles armados como bosques de los que hay que extraer los claros, y los dos aciertan, en registros bien distintos, a la hora de hacer aflorar la médula, especialmente cuando deciden virar hacia la contención y decir bastante más allá del texto (abonando el campo del misterio, especialmente en los pasajes de mayor contenido erótico). La interpretación juega así a favor de la traducción poética de la literatura a la escena, aunque precisamente en lo que a escena se refiere habría sido preferible, tal vez, una dirección menos empeñada en mostrar y más proclive a esconder. En lugar del consabido repertorio de costumbres y ceremonias niponas a la que asiste el espectador, abocado sin remedio a una impresión de falta de verdad, Mi querida Mori habría ganado con una propuesta menos evidente, poética en sí misma hasta ser capaz de comulgar con la poética del texto, de dotar a cada signo de una identidad dramática propia, no añadida. Mi querida Mori abre puertas bien interesantes, desde luego; aunque siempre es más excitante mirar a través de la cerradura.

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