Reflejos (e importaciones) del pop

De cómo el pop permitió la incorporación de una (otra) tradición propia aquí, en el Museo Carmen Thyssen Arte español en la Fundación Picasso: respecto a la exclusividad de la mirada

Dos obras de Eduardo Arroyo reunidas en 'Reflejos del Pop', la exposición de Museo Carmen Thyssen.
Dos obras de Eduardo Arroyo reunidas en 'Reflejos del Pop', la exposición de Museo Carmen Thyssen.

ALGO pasa con el pop que, pese a los decenios transcurridos, sigue revestido de un aura (¡que Walter Benjamin me perdone!) de modernidad en el sentido del aquí y ahora ciertamente engañosa, pero efectiva al fin y al cabo; al menos cuando se produce un primer acercamiento. En este sentido, Reflejos del Pop, la exposición temporal del Museo Carmen Thyssen que estará en cartel hasta el 4 de septiembre próximo, mantiene el tipo, en especial, ante quienes no estén familiarizados con los deliciosos pastiches del Equipo Crónica, e incluso lleguen a asombrarse al fechar las obras de un colectivo que colmó de color crítico y viñetoide a un país devoto de Frascuelo y de María, como decía el poeta aquel. La muestra está estructurada en dos bloques (que para eso estamos en un contexto bipolar, el de entonces): uno individual, compuesto por dos solistas (Eduardo Arroyo y Luis Gordillo) y otro comunal, con dos grupos de creadores surgidos en Valencia (Equipo Crónica y Equipo Realidad), fruto de un movimiento que se denominó Crónica de la Realidad, más amplio. Sirve para constatar aquella reconciliación entre Low Art y High Art reforzada en los años sesenta y setenta -períodos a los que pertenecen la totalidad de las obras expuestas aquí-, por la propia contaminación que se produjo entre las distintas disciplinas y poéticas, académicas y marginales, elitistas y masivas. Nada volvería a ser igual: la cultura pop, como si de una mancha de aceite imparable fuese, se infiltró en la trayectoria de artistas que, dándose cuenta de que había un mundo ahí afuera, la asimilaron y crecieron asimismo con ella.

Consciente de la relevancia del inconsciente, Luis Gordillo (Sevilla, 1934) volvería a la forma por medio de un arte pop ajeno a la agenda política del momento. Cuatro son los pseudorretratos que aparecen en el pasillo de entrada, deconstruidos e irreconocibles, como el inicial Cabeza con franjas (1964). Hay, sin embargo, una clara referencia a la realidad vigente, el futuro 'motor way of life' de una sociedad cuyo desarrollismo venía acompañado de carreteras que habrían de ser pobladas, efectivamente, por utilitarios; El cochecito (1970) es un turismo de pastel fluorescente que conecta a la perfección con esa otra obra colgada a continuación y titulada La familia, que dos años más tarde ofrecerá una visión alienada del lazo de sangre. A su Adán y Eva A (1973) le precede una serie dedicada a Peter Sellers y una obra, la de La pareja americuana (sic), que a mediados de los setenta hace del sevillano un irónico apropiacionista. Lo obsceno, lo grotesco, lo naïf y lo distorsionado no consiguen hacer perder de vista el original, que es insuperable.

Es esa tradición antiyanqui la que prevalece en un imaginario hispánico que, en este caso, muestra un quorum de lo más exótico. El Equipo Crónica (Valencia, 1964-1981) lo dijo explícitamente a través de Rafael Solbes, Manolo Valdés y Joan Antoni Toledo, su efímero miembro: no les gustaba la americanización de la sociedad española. Utilizando inteligentemente los recursos a su alcance, el resultado de su crítica cultural supone una inmersión en un tebeo donde se reescriben clásicos como el Guernica, más teñido aún de sangre por la irrupción de El intruso (1969). Ese inmenso bocadillo que contiene El realismo socialista y el Pop Art en el campo de batalla sigue causando sensación, así como Aquellarre 71, una odisea en el museo, ambos de 1969. La carga contra el belicismo estadounidense reside, también, en Pim-Pam-Pop (1971) o en América, América, pieza dos años más vieja que la genial cinta de Elia Kazan, síntesis de un país que es fábrica de sueños y pesadillas.

Joan Cardells y Jordi Ballester, por su parte, trabajaron como Equipo Realidad desde 1965 hasta 1976. Aquí la historia política es aprovechada para realizar una crítica de tintes poscoloniales (¿Arde África?, 1967), con referencias bíblicas de por medio -esa viñeta pintada y titulada Anunciación, 1966-1967, o Caín y Abel, 1967-, con ironías como Reina por un día II (1969) cuyo subtítulo bien podría ser tonta de por vida, perfectamente.

Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) no solo no apuesta por la muerte del narrador, al contrario. Se coloca a sí mismo, con la mediación del disfraz si es necesario, como personaje (ese Robinson Crusoe del 65, con una mayor concesión a la realidad), aunque se deshaga igualmente de su propia identidad en Retrato-Peintre y Vestido bajando la escalera, de 1975 y 1976, respectivamente. Exhiba sus aficiones pugilísticas (La forza del destino: Kid Chocolate, 1972), o haga comedia con componentes del noir, fabricando un metacuadro en una composición del todo fascinante -José María Blanco White amenazado por sus seguidores en el mismo Londres, de 1978-, lo suyo contiene una frescura que permanece. Es pop.

stats