Festival de Teatro | 'La vuelta de Nora'

Las ocasiones perdidas

Aitana Sánchez-Gijón y Elena Rivera, en ‘La vuelta de Nora’.

Aitana Sánchez-Gijón y Elena Rivera, en ‘La vuelta de Nora’. / Málaga Hoy

Por más que Andrés Trapiello, cual intrépido Avellaneda con los pies fuera del tiesto, le haya plantado una segunda y hasta una tercera parte al Quijote de Cervantes, lo de poner secuelas a los clásicos tiene a menudo más de crítica filológica o historiográfica, por no decir humorística, que de prolongación de efectos. Antaño se estilaba aquello de enmendar la plana, pero, por más que la tentación de recuperar determinados arquetipos para verterlos en el presente sea poderosa, a menudo estos envites prometen hallazgos que luego se quedan en eso: en promesas. En el ámbito teatral, aunque la revisión de las fuentes sea constante y a menudo prodigue éxitos artísticos bien abultados (un poner un tanto extravagante: Heiner Müller con su Máquinahamlet y su Medea Material), el asunto de las secuelas resulta decididamente extraño, aunque sea porque su recurso implica una reducción narrativa de la que todo creador escénico que se precie huye como gato del agua. Por eso suena de entrada casi a chufla que a un dramaturgo estadounidense como Lucas Hnath se le ocurra escribir la segunda parte de todo un tótem como Casa de muñecas de Henrik Ibsen y se quede tan pancho. Pero he aquí que el invento, diantre, apunta alto: y no porque, como pudiera hacer sospechar, se dedique a someter a juicio en el siglo XXI al que fue todo un emblema feminista del siglo XIX (Ibsen, recordemos, consideraba que el matrimonio tradicional era una cárcel para la mujer; buena parte de las razones argumentadas aquí por Nora, la protagonista, están sacadas directamente del ideario del autor noruego), sino por el modo en que aborda las relaciones humanas desde una perspectiva sacudida brutalmente por el tiempo. La vuelta de Nora trata, fundamentalmente, de la dependencia de la identidad personal respecto al paso de los años, entre lo sobrevenido y lo que no llega a desprenderse. El problema es que, si el texto acierta a señalar la experiencia humana como un recorrido de ocasiones perdidas, la obra es en sí misma, ay, una ocasión perdida. Y lo es porque, una vez puesto sobre la mesa un planteamiento descarnado que interpela sin escrúpulos al espectador (este jueves hubo reacciones en el patio de butacas próximas al sofoco), se conforma después con lo justo, sin ahondar en la llaga, sin ser todo lo mordaz que debiera ser, sin sacar la punta merecida, jugando falsamente a dejar al público que se las apañe cuando le correspondía ser mucho más valiente. Si cabe vincular La vuelta de Nora a la mejor tradición del teatro americano, la de Eugene O’Neill, Arthur Miller y Edward Albee, la diferencia es que donde éstos daban el descabello oportuno, aquí Hnath se lava las manos. Y sí, es una verdadera pena.

Tras un planteamiento descarnado, el texto de Lucas Hnath se conforma con lo justo. Una pena

Y lo es aún más porque la producción presentada ahora en el Festival de Teatro de Málaga cuenta con valores escénicos de mucha altura. Para empezar, la dirección de Andrés Lima, sobria pero múltiple en significados y en intenciones (Lima pone en su discurso teatral toda la valentía que le falta al autor del texto) y magistral a la hora de dar espacio a los personajes (la escena del reencuentro de madre e hija debería estudiarse en cualquier clase de dirección de actores: qué conmovedora la resistencia de la primera a abrazar a la segunda). La escenografía, con una arquitectura perfectamente integrada en la escena abierta, aporta siempre el oxígeno y la claustrofobia necesarias. Y el reparto borda al completo un trabajo merecedor de todos los elogios (qué medida emocional la de Elena Rivera, soberbia). Todo esto merecía un texto con ganas de quemar. Otra vez será.

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