El amor educa
El jardín de los Monos
Enseñanza entendida desde el interés y la curiosidad, considerando el error como parte del aprendizaje y no como motivo de castigo
La Viking odisea XVIII: Copenhague II
No recuerdo si, en las tantas veces como he hablado de Lucio, he citado su profesión de maestro de escuela. Pertenecía a ese grupo de maestros que entendían la enseñanza bajo principios como aprender a través del interés y la curiosidad, considerar el error como parte del aprendizaje y no como motivo de castigo, aceptar el rol activo del alumno y la función guía del docente, o la educación emocional con respeto a los ritmos individuales. Enfoques pedagógicos inspirados en pedagogos como Piaget, Bruner, Freire y otros que a su vez derivaban de los krausistas del siglo XIX que, en España, estuvieron representados por la Institución Libre de Enseñanza de Francisco Giner de los Ríos.
Lucio era maestro nacional en ejercicio cuando se abrió en Málaga la Facultad de Económicas. Y cursó dicha licenciatura, si bien, nunca la ejerció. Su vocación era el Magisterio. Curiosamente la mayoría de los tertulianos que nos reuníamos en “el arbolito” (por cierto, yo era el niño de la reunión y en ella conocí a Lucio)) fueron maestros nacionales y todos acabaron haciendo carreras universitarias que algunos ejercieron.
Un día, después de que en la tertulia se hubiese suscitado el tema de los nuevos enfoques pedagógicos, Lucio comenzó a recordar sus primeros pasos como infante escolar: Es curioso −me decía− que tengo una imagen grabada, aunque muy difusa, del primer colegio donde estuve. Creo que entre todos los papeles y libros que conservo, aún anda por ahí la primera cartilla con la que comencé a aprender el abecedario. Aquel colegio estaba en una calle que era perpendicular a calle Arango. Esta calle nacía en mi barrio y terminaba en calle Mármoles, justo donde se encontraba (y se encuentra aún, lógicamente) la ermita de Zamarrilla. De calle Arango me viene a la memoria de una enorme fábrica que, si mal no recuerdo, se llamaba Lopera y se fabricaban somieres y estructuras con ángulos de hierro. Esa fábrica me parecía muy antigua, pero solo duró varias décadas.
El colegio donde me llevaron mis padres se llamaba “Colegio Zamarrilla” y para mí fue un auténtico suplicio. Se ha de considerar que, en esa época, a unos pocos años de acabada la “guerra incivil” −como solía llamarla el maestro Manuel Alcántara−, el sistema educativo, o sea, la enseñanza, se basaba en la filosofía de la famosa frase “la letra con sangre entra”. Aquí te voy a hacer un inciso para hablarte de esta frase que tiene, no solo curiosidad, sino también su morbo.
El origen exacto de la frase no está claro, pero se puede rastrear a la pedagogía autoritaria de la Edad Media y los primeros siglos de la Edad Moderna, cuando la educación se basaba principalmente en métodos punitivos. En este contexto, la "letra" representa el conocimiento, especialmente la lectura y la escritura, y la "sangre" hace referencia a la violencia o al esfuerzo físico que se suponía necesario para aprender. Algunas teorías apuntan a que esta frase puede tener raíces en la educación monástica de los siglos medievales, donde los monjes y maestros usaban castigos físicos para corregir a los estudiantes que no aprendían lo suficientemente rápido o bien. Esta actitud punitiva estuvo presente incluso en siglos posteriores, donde la regla o una vara eran comunes en las aulas.
En la España del siglo XVIII y XIX, especialmente durante el reinado de los Borbones y la influencia de humanistas anteriores, como Antonio de Nebrija, la idea de que la educación debía ser rigurosa y austera estaba muy arraigada. En este contexto, la frase se vinculó con la creencia de que el conocimiento no se debía impartir de forma suave o flexible, sino con firmeza, y que el "esfuerzo doloroso" era un medio para internalizar el conocimiento. A lo largo de los siglos, la frase se ha mantenido en la cultura popular, aunque su significado ha cambiado un poco. Hoy en día, la frase puede ser vista como una crítica a métodos educativos demasiado rígidos, y muchas veces se utiliza en referencia a los métodos tradicionales de enseñanza.
Hoy día, querido Juan, −continuó su perorata Lucio−, la expresión "la letra con sangre entra" es generalmente vista como una crítica a la pedagogía autoritaria. Se contrasta con enfoques más modernos, basados, como ya hemos dicho, en la motivación intrínseca, el respeto por el alumno y el aprendizaje activo, que buscan alejarse de la imposición de la violencia o el castigo como métodos educativos. Aunque, como estamos comprobando con sucesos escolares que frecuentemente ocurren, el respeto exagerado al alumno se traduce en el desprecio y desacato al maestro, algunas veces hasta con “sangre”.
Lo cierto es que esa filosofía de la enseñanza yo la sufrí en el Colegio Zamarrilla que, por otra parte, como yo, la sufrieron todos los españolitos de aquellas generaciones de las décadas 40, 50 e incluso 60. Lo cuenta muy bien mi querido amigo, excelente escritor y una autoridad en Pedagogía, Diego Rodríguez Vargas, en su libro “Las cadenas del miedo”. En su primer capítulo, titulado “Las sombras del miedo” hace una perfecta descripción de como eran las escuelas, las clases y los maestros, en las décadas citadas. Bien, continúo con mi experiencia en aquél mi primer colegio. Una vez que ya sabíamos leer, el maestro, cuyo nombre ni recuerdo ni me gustaría acordarlo, solía escribir en la pizarra, tiza en mano, varias frases. Iba nombrando a los alumnos para que, se acercaran a donde él se encontraba y leyese la frase de la pizarra que con un puntero le señalaba. Si el alumno la leía bien y sin titubear, le mandaba volver a su pupitre con un ¡muy bien, fulanito! Pero si, como me pasaba a mí, tenía que hacer un gran esfuerzo para leerla, titubeaba o, simplemente, callaba, me llovían capones y coscorrones en la cabeza, acompañados de gritos malhumorados −¡lee, Lucio lee!, ¡te digo que leas!− me repetía una y otra vez hasta que, dado por imposible, me devolvía a mi pupitre llorando.
Día tras día, volvía a casa con lágrimas en los ojos. Y cada mañana sentía terror de volver a clase. Tal fue el miedo que cogí que mi padre decidió cambiarme de colegio y, como quiera que él, como maestro nacional que era, tenía compañeros amigos destinados en el colegio del barrio, “José Luis de Arrese”, uno de ellos, Don José Reyes que nunca olvidaré, me acogió en su aula. Comenzó para mi una nueva etapa en la que fui feliz. De entrada, Don José se apercibió de que yo tenía dificultades en la lectura de la pizarra, pero no en la de mi libreta. A los pocos días de mi llegada, Don José habló con mi padre y le advirtió de que yo tenía problemas en la vista y que debía llevarme a un oculista para que me diagnosticara. Así lo hizo mi padre y el resultado fue que tuve que ponerme unas enormes gafas porque la miopía que padecía alcanzaba las cuatro dioptrías.
El problema de la visión se me había solucionado. Pero comenzó otro con el que tuve que convivir hasta dejar atrás la infancia. Los niños son crueles por naturaleza. Bien es cierto que cuando se habla de la “crueldad natural” de los niños, no se trata de decir que los niños sean “malvados” en esencia, sino de reconocer que, en su desarrollo, pueden mostrar comportamientos crueles o insensibles sin tener aún la empatía, la madurez emocional o las normas sociales que los adultos utilizan para regular esas conductas. El caso es que, ya fuese por juego o por peleas, todos los golpes que me daban iban destinados a romperme las gafas. Así que mi comportamiento cambió. Desarrollé una capacidad extraordinaria de autodefensa. Consistió, básicamente, en desarrollar una especial habilidad para que mi patada alcanzara los huevos del contrario.
Quitando esos episodios propios de la infancia, recuerdo mi paso por el “José Luis de Arrese” como una época feliz, donde los maestros enseñaban según las nuevas tendencias no autoritarias y habían sustituido el lema “la letra con sangre entra” por el nuevo lema “el amor educa”.
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