'Augurios' | Crítica

Entre nosotros y el abismo

Encarni Migueles y Rubén del Castillo, en 'Augurios'.

Encarni Migueles y Rubén del Castillo, en 'Augurios'. / Daniel Pérez / Teatro Echegaray

Correspondía ir al teatro casi a la hora de los toros por aquello de las nuevas limitaciones horarias impuestas por la Junta de Andalucía para hacer frente al coronavirus (con una entrada de público, eso sí, que apenas dejó butacas libres en el aforo disponible) y, de alguna forma, la jugada tenía sentido. Y es que en Augurios el combate que libran el dios Apolo y la rebelde Casandra tiene mucho de liturgia y tauromaquia, de lidia encarnizada sustentada en las leyes de la escena. La obra de Pedro Hofhuis y Daniel Jándula traslada a un ambiente de cierta distopía, que juega más bien a evitar concreciones históricas para dar cuenta de lo universal de su propósito, a una Casandra que decide enfrentarse a la maldición de Apolo, quien le había concedido el don de la adivinación a cambio de una satisfacción carnal que la primera no está dispuesta a conceder. A partir de aquí, y con la guerra de Troya como telón de fondo, el montaje indaga en la violencia como fenómeno inherente a la condición humana pero ante la que, entendida como mecanismo de abuso y explotación, es posible sobreponerse a través de la propia voluntad. La principal conclusión de Augurios es que, frente a la fatalidad como emblema del poder autoritario, es razonable defender que no hay nada escrito y que no hay que atenerse forzosamente a injerencias totalitarias sólo porque vengan prescritas por agentes religiosos. De entrada, el espectáculo ofrece una muy efectiva puerta de entrada al mundo clásico, presentado como un barbecho donde es posible encontrar significados que atañen de manera directa al mundo contemporáneo pero con una mayor claridad e intención (de hecho, sería interesante valorar Augurios como una propuesta recomendable para públicos adolescentes, o en todo caso ávido de este tipo de experiencias). Aspiraban Hofhuis y Jándula a una identidad brechtiana para Augurios y cabe dar fe de que lo han conseguido, no sólo por la adscripción formal al teatro épico sino por la ambición pedagógica respecto a los mecanismos de la historia. Esta Casandra, fuerza individual (que no individualista) contraria al dictamen de los dioses, responde con holgura al arquetipo heroico predilecto del autor alemán.

Lo mejor de ‘Augurios’ está en el amor al teatro que exhala por todos sus poros

Para la puesta en escena ha optado Hofhuis por una escenografía versátil, poética y hábil a la hora de introducir paisajes entre los dos personajes. La iluminación corre en este mismo sentido, delimitando espacios y abriendo cauces a menudo inesperados. El reparto resuelve con soltura un reto bien complejo, especialmente con un Rubén del Castillo que ofrece un festín interpretativo, al borde del cuchillo, con una admirable gama de registros y poniéndose en riesgo como el buen actor que es. Tal vez se eche de menos, por ahora, una conexión más consolidada entre Del Castillo y Encarni Migueles, un alumbramiento más fiel de la verdad compartida, aunque es de esperar que tal confluencia se vierta de manera natural conforme el montaje crezca en próximas funciones. De cualquier forma, más allá de su abrumadora ejecución, de su poética fértil y de su soberbia calidad técnica, lo mejor de Augurios está en todo el amor al teatro que exhala a través de sus poros. Hacía tiempo que no veía un espectáculo resuelto con tanta devoción a la escena, con tanta confianza en sus posibilidades y tanta generosidad en el aprovechamiento de las mismas. Decía Daniel Jándula que esta historia únicamente podía ser contada desde el escenario “porque el escenario es el último refugio que queda entre nosotros y el abismo”. Y justamente esa convicción es la que se respira en cada brizna de Augurios. El placer es haberlo comprobado.

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